La conspiración del Vaticano (45 page)

BOOK: La conspiración del Vaticano
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—¿Crees que fue una coincidencia? —preguntó ella, pero Júpiter solo se encogió de hombros.

La terminal de salidas se extendía a lo largo de cientos de metros y estaba llena de gente. Les vino bien que hubiera una multitud en la que sumergirse. El anonimato era como olas que les bañaban, les volvían invisibles y les hacían sentirse seguros.

El elemento que dominaba la sala era una estatua del tamaño de una casa, basada en un dibujo de Leonardo da Vinci que representaba a un hombre, cuyos miembros extendidos formaban los radios de un círculo. Júpiter no lograba recordar si aquella obra tenía nombre, pero conocía el significado simbólico del mismo: el hombre como centro de todo. Después de todo lo que habían pasado en los últimos días, y teniendo en cuenta lo que Trojan le había asegurado, lo consideró una idea sumamente cuestionable. Si tan solo una parte de todo lo que el profesor le había contado resultaba ser verdad, no habría realmente forma alguna de que la humanidad tuviera ningún control sobre el mundo y, por lo tanto, el devenir de este se basaría más bien, según el razonamiento del investigador, en la acción de un poder que, hoy en día, ya nadie tomaba en serio.

Coralina se dio cuenta de que su compañero cavilaba.

—¿Piensas en Miwa?

—No, no —volvió la vista una vez más hacia el cuerpo desnudo del hombre, que parecía colgar crucificado en medio del círculo. Las similitudes con Jesucristo no dejaban lugar a dudas. Algunos de los contemporáneos de da Vinci habían acusado al artista de practicar la magia pero, ¿no había trabajado durante muchos años en el Vaticano, bajo la protección de los Papas? ¿Cómo de estrecha era en realidad la relación entre la Iglesia y la hechicería?

¿Qué es lo que ocurriría si alguien cruzaba la puerta a la Casa de Dédalo?

Júpiter agitó la cabeza con gesto irritado. Los Adeptos querían sellar la puerta, no abrirla, por lo que no se descubrirían jamás las posibles consecuencias de que alguien atravesara la entrada.

Si Trojan tenía razón, y la ciudad había cambiado de la misma forma que durante la época de Piranesi, entonces Santino debía haber sabido algo más del tema. Sin embargo, ahora el monje estaba muerto. Ya no podría contarle nada a nadie.

—¿Qué te contó Santino? —preguntó Júpiter de pronto.

Coralina le miró sorprendida.

—¿A qué te refieres?

—¿Mencionó la Casa de Dédalo?

—Sí. Dijo... —hizo una pausa cuando se dio cuenta de lo que él pretendía—. Aseguraba que él y un par de monjes habían abierto la puerta. La segunda entrada, la que usó Piranesi.

—¿Y qué más te contó? Quiero decir que si te dio más detalles.

—Dijo que los monjes habían hecho grabaciones de vídeo —la joven observaba preocupada la reacción de su acompañante—. ¿Crees que nos dijo la verdad?

Tiritando de frío, Júpiter metió las manos en los bolsillos de su chaqueta.

—El hecho de que nos perdiéramos... probablemente le pasó a miles de personas, pero nadie se paró a pensar en ello. Quizá ya haya empezado. Si Santino y los demás monjes abrieron la puerta y penetraron en la Casa de Dédalo... —se interrumpió, pues le faltaban palabras para expresar lo que pensaba.

Coralina le miró durante un momento y después negó con la cabeza.

—Da igual, nos vamos de aquí.

—Janus dijo que la entrada secundaria probablemente se encontraría también en algún punto del Vaticano —Júpiter pensaba en voz alta—. ¿A qué se referiría Cassinelli cuando hablaba de huesos?

—Puede que no lo supiera ni él.

—Puede, pero, ¿qué relación hay entre el Vaticano y los huesos de alguien?

Coralina suspiró.

—Bajo la cúpula de San Pedro se ha descubierto en el último siglo toda una serie de tumbas de la época pagana. Además está, por supuesto...

—La tumba de Pedro.

—El plato fuerte de todas las visitas al Vaticano.

Júpiter asintió, pensativo.

—¿Sería posible? ¿Crees que la segunda entrada podría estar allí, en alguna parte?

—La tumba de Pedro se encuentra justo por debajo del Altar Pontificio. Miles de turistas pasan por delante cada día. ¿Cómo podrían haber entrado Santino y los demás sin que nadie se diera cuenta?

—La entrada podría estar debajo de la tumba, solo que un piso por debajo, o quizá simplemente esté en las cercanías, qué se yo... —con gesto inquieto, señaló a la hilera de cabinas telefónicas abiertas—. Sin embargo, hay una manera de averiguarlo.

—¿A quién vas a llamar?

—Espera.

Ella se agitó, impaciente.

—Nuestro vuelo sale en apenas una hora.

—Solo tardaré un par de minutos, ¿vale?

A Coralina no le gustó el tono imperativo del investigador, pero asintió. Júpiter le dio un beso fugaz y puso rumbo, rápidamente, hacia los teléfonos. Dio por sentado que la joven le seguiría, pero cuando volvió la vista, comprobó que se había reunido con el grupo de viajeros aburridos aglomerados bajo las pantallas que mataban el tiempo hasta la hora de su vuelo mirando un programa local. Poco después se acercaba a un puesto a comprar una chocolatina.

A Júpiter le dolió que ella estuviera molesta. Pensaba ir a Atenas con ella, pero antes de eso, quería comprobar si su idea era acertada.

Tuvo que esperar cinco minutos hasta que una de las cabinas quedó libre. Buscó en el listín el número de la oficina de información turística del Vaticano, y no tardó en recibir la respuesta que esperaba.

Colgó rápidamente el auricular y se dirigió a Coralina, quien miraba el televisor como hipnotizada.

—Escucha —comenzó él, cuando aún se encontraba a un par de pasos de distancia—, es justo lo que yo pensaba. La cripta de Pedro está cerrada al público a partir de hoy por la mañana. Todo el recinto del altar está acordonado, por excavaciones arqueológicas por lo que dicen en información. Creo que...

Interrumpió su monólogo cuando se dio cuenta de que Coralina no le estaba escuchando.

—¿Coralina?

Ella no respondió, y el investigador se dio cuenta de que tenía lágrimas en los ojos. Él siguió con la mirada la dirección de estos.

Una imagen borrosa de la orilla del Tíber vibraba en la pantalla: una grabación de vídeo casera como las que suelen utilizar las emisoras locales para ilustrar sus noticiarios. Una pequeña multitud se había formado sobre el paseo de hormigón que discurría bajo el muro. Había dos hombres uniformados, y uno de ellos estaba acordonando el inicio de la escalera que llevaba hasta el paseo fluvial. Se estaba procediendo a cerrar un ataúd metálico, que posteriormente dos hombres transportaban en dirección a los escalones. Un reloj digital situado en la parte baja de la pantalla revelaba que la toma databa de hacía ya medio día; aquellos sucesos debían de haberse producido poco después de la salida del sol.

La imagen se trasladó al estudio. Una presentadora leía la noticia en el
telepromter
mientras, en segundo plano, se veía una foto en blanco y negro: el rostro de una mujer con los ojos cerrados. Tenía un aspecto abotargado y enfermizo, aunque con esfuerzo podía llegar a apreciarse una cierta expresión de paz en sus rasgos. Sus mejillas estaban hundidas, y los párpados, hinchados. El cabello negro de la Shuvani seguía recogido en un tenso moño.

Coralina se volvió y enterró la cara en el hombro de Júpiter. Al ver que llamaban la atención de algunos de los viandantes, el alemán decidió llevársela un par de metros más allá.

No sabía qué debía decir, así que se dedicó a acariciarle, impotente, la espalda y a esperar hasta que los sollozos remitieron y el cuerpo de la joven dejó de sacudirse por el llanto.

Ninguno de los dos había conservado en realidad esperanza alguna de que la Shuvani siguiera con vida, pero confirmar su muerte de esa manera era algo espantoso. La habían arrojado al río, como si fuera basura, como hicieron con Cristoforo.

Era la firma de Landini.

Coralina se apartó bruscamente de Júpiter, se barrió las lágrimas de la cara con la manga y le miró con una resolución que él no esperaba.

—Tienes razón —dijo ella en voz baja—. No podemos largarnos sin más.

Él siguió callado y esperó a que ella continuara hablando. Habría sido un error anticiparse a sus palabras, quería que tomara esa decisión por sí misma.

Coralina reprimió las últimas lágrimas a base de pestañeos.

—Quiero saberlo. Vamos a descubrir dónde está realmente la Casa de Dédalo.

—Dudo de que eso fuera lo que querría la Shuvani.

—Landini la ha matado para que la ubicación de la segunda entrada permaneciera en secreto —repuso ella—, para que nadie la abriera.

—¿Y tú quieres abrirla?

Ella inclinó la cabeza de forma afirmativa.

—Exactamente.

—¿Y si Trojan dijo la verdad?

—Somos los únicos que podemos averiguarlo. Si ponemos tierra de por medio, no quedará nadie que sepa algo de la Casa de Dédalo.

Él sonrió con amargura.

—No podemos llegar y pasearnos hasta la Basílica de San Pedro, saltarnos el cordón de seguridad y...

—No tendremos que hacerlo.

Él la miró, perplejo.

—¿Qué quieres decir?

—Creo que Trojan y los demás estarán equivocados si buscan la puerta entre los huesos de san Pedro —dijo, arrastrando a Júpiter a un lado, de forma que nadie de los alrededores pudiera oírles—. Santino era capuchino. Su orden tiene una abadía en la Via Veneto. Él nunca vivió en el Vaticano, ni pudo buscar la entrada allí. Probablemente Santino consagró toda su existencia a la abadía, precisamente donde cuidó a Cristoforo. ¿Alguna vez te has planteado por qué el viejo se puso bajo la protección de los capuchinos? Es decir, ya le viste...

—No se comportaba como alguien que permitiera abiertamente que alguien lo tratara médicamente —aceptó Júpiter, aunque seguía sin entender a dónde quería ir a parar su interlocutora.

—Es posible que Cristoforo estuviera loco, pero no lo suficiente como para dejar que unos monjes le cuidaran durante años. Sin embargo, acudió al convento de la Via Veneto y permaneció allí mucho tiempo.

—¿Crees que encontró la puerta en la abadía?

—Hay otro detalle que lo indica.

—Y ese es...

—El osario del convento de los capuchinos. Hasta hace un par de años casi nadie lo conocía. Cinco capillas cuyas paredes se encuentran decoradas con los huesos de más de cuatro mil monjes. Hay altares hechos con calaveras humanas, relieves de vértebras y articulaciones, así como lámparas de huesos. Desde que los capuchinos decidieron sacar provecho económico de la cripta, el acceso a los visitantes está permitido.

—Si tienes razón, ¿por qué los Adeptos no saben todo esto?

—¡No conocían a Santino! —replicó Coralina—. Para ellos no existe ninguna conexión con los capuchinos.

—Dijo que le seguían...

—Pero no dijo que fueran ellos. No dijo que fuera nadie. Estaba paranoico.

—¿Y el toro? —Júpiter recordó con claridad lo ocurrido entre las librerías de la biblioteca vaticana.

Coralina miró otra vez a la pantalla del televisor que, para entonces, estaba retransmitiendo un concurso.

—Lo descubriremos. Se lo debemos a la Shuvani.

—Ella solo quería vender la plancha, nunca le interesó la verdad.

—Está muerta, Júpiter. La han matado por culpa de la plancha. ¡No puedo darme por vencida así como así! —Coralina le miró con ansiedad—. Iré sin ti, si es preciso.

Él agitó la cabeza negativamente.

—¿Y Atenas?

—Ha estado allí durante un par de milenios, no va a salir corriendo —sonrió, aunque sus ojos seguían enrojecidos y húmedos por las lágrimas contenidas. En ese instante, Júpiter habría sido incapaz de negarle cualquier cosa que ella le hubiera pedido.

—De acuerdo.

Ella se puso de puntillas, le rodeó el cuello con los brazos y le besó. Sus labios sabían salados.

Abandonaron la terminal por una puerta de cristal y se dirigieron hacia el aparcamiento.

Cuando se encontraban apenas a cincuenta metros de la furgoneta, Júpiter detuvo a Coralina.

—¡Espera!

—¿Qué pasa?

Él la empujó detrás de un viejo Ford, donde se mantuvieron ocultos.

—¡Agáchate!

Coralina miró, en primer lugar, a Júpiter; después intentó echar un vistazo a la furgoneta a través de los cristales del Ford, pero había demasiados vehículos entre medias.

—Vamos a esperar —dijo él.

Los rasgos de Coralina se oscurecieron. Durante un instante casi había parecido que su tristeza se desvanecía. Se alzó ligeramente para poder mirar con gran precaución por encima del tejado del automóvil. Júpiter también echó un vistazo.

Había dos hombres junto a la furgoneta, vueltos de espaldas hacia ellos. En el acceso al aparcamiento en el que se encontraba el viejo vehículo de la Shuvani, brillaba el techo de un BMW plateado.

—Creo que son dos de los que prendieron fuego a la casa del Trastevere —dijo Júpiter.

Coralina maldijo silenciosamente.

—Y ahora... ¿qué?

Él señaló con la cabeza la furgoneta.

—Mira.

Incluso a aquella distancia podía reconocer una cara lechosa a través de las lunas del coche. Aquel rostro calcáreo coronado de cabellos rubios era inconfundible. Landini estaba rodeando la furgoneta y se reunía con los dos hombres.

Júpiter miró a Coralina de refilón. La joven observaba detenidamente a Landini, con ojos llenos de odio.

—No podemos hacer nada —dijo el investigador, mientras le cogía de la mano en gesto apaciguador.

Ella asintió en silencio, conteniendo la ira.

Observaron, tensos, a los tres hombres apostados junto a la furgoneta. Landini tomó una decisión. Los tres regresaron al BMW y se montaron en él.

—No dejan ningún vigilante —susurró Júpiter, en cuanto se aseguró de que ninguno de ellos podría oírle—. Probablemente hayan dado por supuesto que hemos huido.

—Nos buscarán en la terminal —murmuró Coralina.

—Exactamente. Eso nos dará tiempo suficiente para salir de aquí.

—He pagado con tarjeta de crédito —dijo ella, con gesto abatido—. ¿Crees que pueden...?

—Puede que a través del Banco Vaticano —dedujo él, encogiéndose de hombros—. No te preocupes, has hecho lo correcto.

—Ha sido una insensatez.

—¿Hubieras preferido que estuviera aquí sentado en pelotas?

Por primera vez desde hacía mucho tiempo, ella le devolvió una amplia sonrisa.

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