La conspiración del Vaticano (50 page)

BOOK: La conspiración del Vaticano
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Él escuchó, muy tenso, pero después sacudió la cabeza.

—¿Qué quieres decir? ¿Damos la vuelta?

Ella se colocó el dedo índice ante los labios. La sobrecogedora oscuridad parecía cerrarse en torno a ellos, como si quisiera tragarse a aquellos dos humanos que tan temerariamente se habían puesto en sus manos.

—No oigo nada —murmuró Júpiter, tras un momento.

Coralina asintió lentamente.

—Ha parado. ¿Cuánto durarán las pilas?

—¿Cómo voy a saberlo?

—¿Aproximadamente?

—Puede que una hora o dos.

Coralina suspiró.

—Una de ellas la necesitaremos para hacer el camino de vuelta. Como mínimo.

—Si nos damos la vuelta ahora, bien podríamos haber cogido el siguiente avión en el aeropuerto —dijo Júpiter con voz suave.

—¿De verdad quieres saber a dónde da la escalera?

Él apartó la mirada.

—Quiero saberlo, pero no quiero ir hasta allí.

—Eso significa que nos volvamos.

—¿Qué otra opción hay? No tenemos equipo ni provisiones.

Los ruidos se repitieron, y esta vez, Júpiter también los oyó.

Se miraron asustados.

—Viene de abajo —susurró Coralina. Tras dudar un instante, continuó con el descenso—. Vamos, venga.

—¿De verdad crees que es buena idea?

—No.

Él suspiró sin fuerzas y la siguió. En esta ocasión, no hacían vagar la luz de la linterna tan descuidadamente como antes, sino que la mantenían en un ángulo perfectamente oblicuo, para iluminar los peldaños ante sí.

—¡Dios mío! —exclamó Coralina mientras se detenía.

Júpiter vio a qué se refería.

Ante ellos yacía, sobre los escalones, el cuerpo sin vida de un hombre. Llevaba el hábito de los capuchinos y emitía un penetrante olor a suciedad y a heces. Estaba tumbado hacia arriba, en diagonal sobre los peldaños. La capucha se le había resbalado de la cabeza y pendía del borde del escalón, cada ráfaga de viento la hacía susurrar al contacto con la burda piedra tallada. De allí procedía el ligero rumor que habían escuchado.

Coralina se puso de cuclillas junto al cuerpo. Observó atentamente su rostro, los ojos desencajados y vidriosos. La suciedad le oscurecía la piel, y tenía la barba pegajosa.

Júpiter se colocó al otro lado y lo iluminó de la cabeza a los pies.

—¿Cuánto tiempo crees que lleva muerto?

Coralina tragó saliva.

—No hace mucho. Huele mal, pero no a descomposición.

El haz de luz había llegado hasta el dobladillo del hábito del monje y continuaba hacia abajo. Cuando Júpiter vio lo que seguía a continuación, hizo una mueca, asqueado. Las vísceras se le encogieron como si se las apretara un puño gigante.

—Mira esto —logró decir.

Coralina siguió la mirada de su acompañante, y palideció.

Las piernas del extraño surgían de debajo del hábito. No tenía pies, o al menos nada que mereciera ese calificativo. Los huesos desnudos y carbonizados completaban sus extremidades inferiores como los nudos de dos ramas. Unas marcas afiladas revelaban que, a pesar de lo atroz de sus heridas, había trepado hasta allí antes de perder, definitivamente, las fuerzas.

—Pero qué demonios... —Júpiter enmudeció a mitad de frase, antes de recuperar de nuevo el control—. ¿Qué le ha pasado?

Coralina se irguió y miró, preocupada, hacia las tinieblas que se extendían más allá de la barandilla de la escalera.

—Quiero irme de aquí. Vámonos.

Júpiter seguía como hipnotizado ante las espantosas quemaduras del desconocido. La idea de que aquel hombre se hubiera arrastrado escaleras arriba sobre aquellos muñones requemados resultaba aún más perturbadora que la propia visión.

—Debe de ser uno de los dos monjes que bajaron con Remeo.

Coralina se mostraba impaciente y ansiosa.

—Por favor, Júpiter, vámonos de aquí.

—¿Y lo dejamos aquí?

—¿Y qué se te ocurre que hagamos? —preguntó ella, mordaz—. ¿Que lo incineremos?

Júpiter sabía que su cinismo era solo un escudo, al igual que la aparente candidez con la que habían empezado a descender por las escaleras.

El investigador siguió dudando, hasta que algo le llamó la atención. Presa de los nervios, se agachó y agarró una de las manos del hombre.

—¿Qué pasa? —preguntó Coralina.

—Oh, maldita sea...

—Júpiter —recalcó ella—, ¿qué... demonios... pasa?

Él sujetó el antebrazo del hombre y volvió la vista lentamente hacia Coralina.

—Sigue vivo.

—¿Qué?

—¡Que aún está vivo! Se le ha movido el pecho... y tiene pulso —Júpiter tenía los dedos índice y anular colocados sobre la arteria del monje. No cabía duda: el corazón de aquel hombre seguía funcionando, bombeando la sangre por su cuerpo con latidos lentos e irregulares.

Coralina se agachó junto a él y le cogió la mano para comprobarlo por sí misma.

—¿Y ahora qué hacemos?

—Tenemos que llevárnoslo.

Ella asintió con reticencia y observó mientras Júpiter introducía el brazo por debajo del raquítico cuerpo del extraño. A pesar del ancho hábito que vestía, podría apreciarse con claridad su extrema delgadez.

Júpiter lo estaba levantando cuando los quebradizos labios del monje se abrieron para soltar un lastimoso gemido.

—Tranquilo, ya ha pasado todo —dijo Júpiter con suavidad—, Vamos a llevarle a casa.

Coralina parecía no creerlo del todo.

Los ojos del hombre permanecían abiertos de par en par, como si mover los párpados le exigiera hacer acopio de todas sus fuerzas. Júpiter se los cerró con la mano, con la esperanza de que eso tranquilizara al monje.

—Desde... abajo —las palabras surgieron, casi inaudibles, de la garganta del herido—. Muy... abajo.

Júpiter lo cogió en brazos como a un niño, y se asombró de lo poco que pesaba. Los capuchinos comían solo lo necesario, y los días bajo tierra habían hecho que el hombre se quedara definitivamente en los huesos.

Mientras comenzaban el ascenso, Júpiter hacía un esfuerzo por no rozar los muñones requemados.

—Muy abajo —volvió a jadear el monje.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Coralina.

—El fantasma... y el fuego... y el toro...

—¿Cómo se llama?

—Pas... Pascale.

—Bien, Pascale —dijo Júpiter—, no intente hablar. No debe esforzarse. Vamos a llevarle a un hospital. Va a salir de esta.

Bajo los párpados cerrados, las pupilas de Pascale estaban inmersas en un movimiento frenético, se agitaban a un lado y a otro, como si soñara.

—Lo he... visto... El panorama...

—Shh —siseó Coralina mientras cogía al monje de la mano—. No hable.

Sin embargo, Pascale no se dejaba convencer.

—Tan... grande.

A pesar de lo espantoso del olor que aquel hombre despedía, Júpiter procuró ignorarlo. Subía los escalones tan rápido como podía, aun sabiendo que sería más sensato avanzar más despacio para conservar las fuerzas.

—No... hablar —susurró Pascale, mientras sus ojos cerrados iniciaban una nueva danza frenética.

Júpiter creyó, en un principio, que el monje se limitaba a repetir las palabras de Coralina, pero al ver que Pascale insistía, se dio cuenta de lo que quería decir.

—Seguros sólo... en oscuridad y... ¡silencio! —un seco estertor interrumpió sus palabras—. La luz... lo atrae. Y las voces. No hablar. ¡No hablar! Y... ¡sin luz! Para... sobrevivir.

Coralina miró preocupada la linterna que le había cogido a Júpiter.

—¿Se puede suavizar la luz de alguna manera?

—No.

Ascender a oscuras era del todo imposible, al menos con Júpiter soportando una carga sobre los brazos. La linterna debía continuar encendida.

Se apresuraron. Coralina se ofreció a ayudar a su acompañante a sostener al herido, aunque sabía tan bien como él que eso no haría más que retrasarlos. Pascale seguía su propio consejo y permanecía mudo. Conforme sus últimas fuerzas le iban abandonando, su cuerpo parecía volverse más inerte con cada paso que daban. También Júpiter y Coralina avanzaban en silencio, centrados solo en el ascenso, en subir el siguiente escalón, y luego el siguiente.

Júpiter reflexionaba sobre las últimas palabras del monje: «Le atrae la luz». ¿Qué era eso a lo que le atraía la luz? ¿Qué había vivido Pascale allí abajo?

Habían superado ya dos tercios del ascenso cuando de repente tuvieron que pararse en seco.

De las profundidades surgió un bramido estremecedor. Comenzó suave y ronco, pero fue creciendo en potencia hasta que, finalmente, se extinguió.

Pascale abrió los ojos como un resorte. El color de sus globos oculares era como el del papel viejo. Movía la boca, pero no emitía ningún sonido.

—¡Vamos, rápido! —murmuró Júpiter. Ya había escuchado aquel bramido en una ocasión, pero con una excepción: esta vez era un sonido más claro, más real, casi tangible.

Subieron los escalones a la carrera, aunque sabían que no podría mantener ese ritmo durante mucho tiempo.

«¡Volad! ¡Daos prisa! ¡Corred!».

El bramido se repitió. No descartaba equivocarse, pero Júpiter tenía la impresión de que el sonido no se aproximaba. Quizá tuvieran suerte.

Pascale movió de nuevo los labios, después la cabeza se le inclinó hacia un lado. Cerró los ojos.

Coralina jadeó.

—Está...

—No, aún respira... Solo está inconsciente —respondió Júpiter agotado. El cuerpo inerte en sus brazos se volvía cada vez más pesado, igual que las piernas del investigador. Alzar los pies era un esfuerzo; subir un escalón, una tortura.

Diez minutos después vieron el techo. Júpiter no se atrevió a volver todavía la linterna hacia arriba, pero el propio resplandor que se reflejaba en los escalones permitía reconocer el plano rocoso sobre sus cabezas, basto y accidentado como densas nubes de tormenta. La piedra que lo formaba era negra como la pez, y estaba cubierta de hongos y líquenes, si bien en algunos sitios podían distinguirse aún junturas. El techo no estaba escarbado en la roca: estaba construido con sillares. Su visión resultaba aún más impresionante.

El final de la escalera se elevaba hasta el techo como pozo tubular. Unas paredes gigantescas sustituían la barandilla en los últimos veinte escalones. Júpiter respiró hondo: tras la vasta amplitud del abismo, creía entender cómo se siente un agorafóbico. La magnitud de la edificación era mayor de lo que su razón era capaz de asimilar.

Cuando volvieran a la superficie, quizá después de un par de días o de semanas, probablemente creerían que todo se trataba de una ilusión. La existencia de aquel lugar desafiaba todas las leyes de la lógica: algo así no podía, no debía existir. Un poco de psicología
amateur
bastaba para entender que los mecanismos de defensa de su subconsciente eliminarían todo lo visto allí abajo. Sus recuerdos se trasladarían desde el archivo de la realidad hasta el archivo de los sueños hasta que quizá, en algún momento, dejara de pensar por completo en ellos.

Coralina se sobresaltó y se aproximó a él cuando, por tercera vez, sonó el bramido. Retumbaba en el techo y se sustentaba, deformado, en la oscuridad. Era imposible de concretar si se encontraba más cerca que las veces anteriores.

Tras la siguiente curva de la escalera debía encontrarse la puerta. No tardarían en verla.

Sonó un disparo. Alguien gritó. Un segundo disparo y el grito se interrumpió.

Júpiter y Coralina se detuvieron, petrificados. Demasiado agotados como para hablar, tan solo pudieron mirarse el uno al otro, sin aliento, angustiados y a punto de venirse abajo.

Júpiter apoyó la espalda en la columna central de la escalera. Pascale amenazó con resbalársele de los brazos. Coralina logró recoger el cuerpo inanimado del monje justo a tiempo, y lo dejó que resbalara tan suavemente como pudo sobre los escalones.

—¿Son ellos? —dijo Júpiter con voz débil.

—Iré a ver —susurró Coralina.

—No —la retuvo sin fuerzas y perdió el sustento de la espalda. Osciló peligrosamente, pero se mantuvo en el sitio, tratando de conservar el equilibrio. Miró a Coralina—. Déjame hacerlo a mí.

—Vamos juntos —respondió ella, con decisión forzada.

Júpiter asintió torpemente. Dejaron a Pascale sobre los peldaños y subieron con cuidado el último tramo de escalera.

La puerta estaba abierta.

Tras ella, sobre el suelo de la sala y rodeado por un charco de sangre, yacía Dorian. La respiración del abad parecía algo mecánico, inhumano y horrible. La sangre y la saliva se le mezclaban en las comisuras de los labios.

Sobre la estrecha escalera que ascendía hasta el osario se encontraba un hombre, encorvado y apoyado sobre la pared, sosteniendo una pistola en la mano. De un cordón en torno a su garganta pendía una linterna plana. Hacía visibles esfuerzos por mantenerse en pie.

—Pueden venir —les gritó Domovoi Trojan. La voz del anciano parecía un graznido, como si hubiera sido él quien hubiera realizado el ascenso desde la Casa de Dédalo y no ellos. El esfuerzo de mantenerse sobre sus propias piernas le había dejado extenuado. La nariz le sangraba con profusión pero, a pesar de todo ello, su rostro revelaba una expresión triunfal.

—Les he oído —dijo—. A los dos.

Júpiter dio un respingo y salió de su escondite. Coralina quiso retenerlo, mantenerlo detrás de la curva de la escalera, pero él se libró de la mano con que le había sujetado. Estaba harto de huir. Trojan era solo un anciano que se aferraba obstinadamente a una idea, a la última opción que le quedaba para llevar a cabo sus descabellados planes.

—La luna rota del coche —dijo Júpiter con voz queda, y la mirada fija en el profesor. Entre ellos restaba una distancia de unos diez metros—. Pensé en ello después. Landini colocó un emisor en la furgoneta, ¿verdad? Le llamó por teléfono mientras nos seguía.

—El bueno de Landini —murmuró Trojan de forma apenas audible—. Les dije que no era más que un peón. Y como peón que era, ha muerto.

—Landini era el secretario de Von Thaden, pero siempre fue su lacayo. Hizo su trabajo sucio, no el del cardenal.

Trojan agitó la pistola.

—Sabía que abrirían la puerta cuando se enteraran de la muerte de la gitana. La curiosidad y el odio son una mezcla explosiva, créame. Lo sé.

Júpiter no estaba muy seguro de por qué detestaba más a Trojan: si por lo que le había hecho a la Shuvani, o por el tono despectivo con el que hablaba de su antiguo amor. El baremo con que lo medía no hacía más que oscilar, hasta volverse irreal e irrelevante.

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