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Authors: John Kennedy Toole

Tags: #Humor

La conjura de los necios (26 page)

BOOK: La conjura de los necios
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Pero volvamos a la conferencia. Al fin, parece que voy a disponer de una plataforma para exponer mi filosofía, etc. Todo sucedió de un modo extraño. Hace una semana, estuve en una fiesta que daban unos amigos para ese chico tan real que acababa de llegar de Israel. Fue increíble. En serio.

Ignatius emitió un poco de gas perfumado con producto Paraíso.

Estuvo horas y horas cantando esas canciones populares que había recogido allí; canciones realmente significativas, que confirmaban mi teoría de que la música debe ser, básicamente, instrumento de protesta y de expresión social. Allí nos tuvo a todos en aquel apartamento, durante muchas horas seguidas, escuchando y pidiendo más. Empezamos a hablar todos (a varios niveles) y le expliqué lo que pensaba yo en general.

—Jo, jum —Ignatius bostezó violentamente.

El dijo: «¿Por qué te guardas todo esto para ti, Myrna? ¿Por qué no permites que el mundo participe de ello?» Le dije que había hablado muchas veces en grupos de debate y en mi grupo de terapia de grupo. Le hablé también de aquellas cartas mías al director que aparecieron publicadas en La nueva democracia, Hombre y masas y ¡Ahora!

—Sal de esa bañera, chico —oyó gritar Ignatius a su madre a la puerta del baño.

—¿Por qué? —preguntó—. ¿Vas a utilizarla tú?

—No.

—Entonces, déjame tranquilo, por favor.

—Llevas demasiado tiempo ahí dentro.

—¡Por favor! Estoy intentando leer una carta.

—¿Una carta? ¿Quién te escribió una carta?

—Mi amiga querida, la señorita Minkoff.

—Lo último que me dijiste fue que por su culpa te echaron de Levy Pants.

Bien, sí. Así es. Sin embargo, quizá me haya hecho un favor, en el fondo. Mi nuevo trabajo puede resultar muy agradable.

—Oh, qué horror —dijo muy afligida la señora Reilly—. Te han echado de un trabajo en la oficina de una fábrica y ahora andas vendiendo salchichas por la calle. En fin, te diré una cosa, Ignatius, será mejor que ese tipo de las salchichas no te eche. ¿Sabes lo que dijo Santa?

—Estoy seguro de que fue algo muy inteligente y agudo. Pero he de añadir que a veces resultan algo difíciles de entender sus ofensas a la lengua materna.

—Dijo que lo que tú necesitas es que alguien te rompa las narices.

—Procediendo de ella, me parece un comentario más bien literario.

—¿Y qué anda haciendo ahora esa Myrna? —preguntó con suspicacia la señora Reilly—. ¿Cómo es que escribe tanto? Ella sí que necesitaba un buen baño, qué chica aquella, Dios.

—La psique de Myrna sólo puede tratar con el agua en un contexto oral.

—¿Qué?

—¿Querrías tener la bondad de dejar de gritar como una pescadera y largarte? ¿No tienes una botella de moscatel haciéndose en el horno? Venga, vete y déjame en paz. Estoy muy nervioso.

—¿Nervioso? Si llevas en esa agua caliente una hora.

—Apenas si está caliente ya.

—Entonces sal de la bañera.

—¿Por qué es tan importante para ti que salga de la bañera? Madre, no te entiendo en absoluto, de veras. ¿No hay algo que te sientas obligada a hacer, como ama de casa, en este momento? Esta mañana me fijé que la pelusa del pasillo forma esferas que son ya casi tan grandes como pelotas de béisbol. Limpia la casa. Telefonea para que te digan la hora exacta. Haz algo. Échate y duerme un rato. Estás muy nerviosa últimamente.

—Pues claro que lo estoy, hijo mío. Estás destrozándole el corazón a tu pobre mamá. ¿Que harías tú si me muriese de repente?

—En fin, no estoy dispuesto a participar en esta estúpida conversación. Lánzate a un monólogo, si quieres. Pero en voz baja. He de concentrarme en las nuevas ofensas que ha concebido en esta carta Miss Minkoff.

—No puedo soportarlo más, Ignatius. Un día de estos me encontrarás tirada en la cocina con un ataque. Ándate con ojo, hijo mío. Te quedarás solo en el mundo. Entonces caerás de rodillas y rezarás a Dios para que te perdone por el trato que le diste a tu pobre madre querida.

Del baño llegaba sólo silencio. La señora Reilly esperó un chapoteo o un rumor de papel, por lo menos, pero la puerta del baño era como la puerta de una tumba. Al cabo de uno o dos minutos de esperar en vano, se fue pasillo allá camino del horno. Cuando Ignatius oyó abrirse la puerta del horno, volvió a la carta:

Y él dijo: «Con esa voz y esa personalidad, deberías hablar a la gente de la cárcel.» El tipo era realmente asombroso; además de una sólida inteligencia, era
mensch real
. Era tan caballeroso y considerado que apenas podía creerlo. (Sobre todo después de tratar con Samuel, que es valiente y activo pero demasiado ruidoso y un poco zoquete). Nunca conocí a nadie tan decidido a luchar contra las ideas reaccionarias y los prejuicios como este cantante popular. Su mejor amigo era un pintor abstracto negro, según dijo, que hacía unas marchas magníficas de protesta y desafío cruzando el lienzo, y que a veces destrozaba el lienzo a cuchilladas. Me pasó también un interesante folleto que mostraba detalladamente cómo el Papa está intentando hacerse con un arsenal nuclear; resultaba iluminador, así que se lo remití al director de La nueva democracia para ayudarle en su lucha contra la Iglesia. Pero este tipo tenía además su cosa contra los WASP
[4]
. En fin, les odiaba. Quiero decir, es un tipo muy listo.

Al día siguiente, recibí una llamada telefónica suya. ¿Estaba yo dispuesta a pronunciar una conferencia ante un grupo de acción social que estaba creando él en Brooklyn Heights? Me sentí abrumada. En este mundo de lobos, es raro encontrar un amigo... un amigo realmente sincero... o eso pensaba yo. En fin, para abreviar lo más posible, hube de aprender a mi costa que el circuito de las conferencias es algo muy parecido al negocio del espectáculo: el sofá del reparto y demás. ¿Entiendes lo que quiero decir?

—¿He de creer esta egregia ofensa contra el buen gusto que estoy leyendo? —preguntó Ignatius a la flotante jabonera—. ¡Esta chica es una absoluta desvergonzada!

Me encuentro de nuevo con el hecho de que mi cuerpo atrae a algunas personas más que mi inteligencia.

—¡Jo juum! —suspiró Ignatius.

Personalmente, me dan ganas de desenmascarar a este falso «cantante popular» que supongo está en este momento aprovechándose de alguna otra joven liberal militante. Alguien que conozco dijo que había oído que ese tipo en realidad «no era un cantante folk sino un bautista de Alabama». Qué farsante, amigo. Así que luego revisé el folleto que me había dado y descubrí que lo había impreso el Ku KIux Klan. Esto te dará idea de las sutilezas ideológicas con que tenemos que enfrentarnos hoy en día. A mí me había parecido un buen folleto liberal. En fin, he tenido que humillarme escribiendo al director de La nueva democracia para decirle que el folleto, aunque interesante, estaba escrito por gente inaceptable. En fin, los WASP golpearon de nuevo, y esta vez me alcanzaron. El incidente me recordó aquella vez de Parque Poe en que la ardilla a la que estaba dando de comer resultó ser en realidad una rata que, a primera vista, podría haber confundido con una ardilla cualquiera. En fin, vivir para ver. Este farsante me dio una idea. Siempre se puede aprender algo de los desgraciados. Decidí preguntar aquí en el «Y» si podría disponer del auditorio una noche. Al poco tiempo, me dijeron que sí, que no había inconveniente. Por supuesto, el público aquí arriba, en el «Y» del Bronx, probablemente sea un poco parroquial, pero si me va bien en la conferencia, podría acabar un día hablando en el «Y» de la avenida Lexington, donde siempre exponen sus puntos de vista grandes pensadores como Norman Mailer y Seymour Krim. Nada se pierde con intentarlo.

Espero que estés trabajando en la resolución de tus problemas personales, Ignatius. ¿Se ha agudizado la paranoia? La base de la paranoia es, según mi opinión, el hecho de que siempre estés encerrado en esa habitación y has empezado a recelar del mundo externo. No sé por qué insistes en vivir ahí abajo con los caimanes. A pesar de la revisión completa que está pidiendo a gritos tu psique, tienes un cerebro que podría crecer y florecer realmente aquí en Nueva York. Pero, en estas circunstancias, estás destruyéndote y destruyendo tu inteligencia. La última vez que te vi, cuando pasé por ahí procedente de Mississippi, estabas muy mal. Probablemente hayas empeorado viviendo en esa vieja casa miserable con tu madre como única compañía. ¿Es que tus impulsos naturales no te piden a voces desahogo? Una aventura amorosa bella e importante te transformaría, Ignatius, estoy segura. Las grandes ataduras edípicas que te inmovilizan están asediando tu cerebro y destruyéndote.

No creo que sean más progresistas tampoco tus ideas sociológicas o políticas. ¿Has abandonado aquel proyecto de formar un partido político o nombrar un candidato para presidente por derecho divino? Recuerdo que cuando por fin te conocí y ataqué tu apatía política, me saliste con esa idea. Yo sabía que era un proyecto reaccionario, pero indicaba al menos que comenzabas a forjarte una cierta conciencia política. Escríbeme hablándome de ese asunto, por favor. Estoy muy preocupada. En este país necesitamos un sistema tripartidista y creo que los fascistas están fortaleciéndose cada día más. Ese Partido del Derecho Divino sería un grupo marginal que desviaría una gran parte del voto fascista.

En fin, he de dejarte. Espero que la conferencia sea un éxito. Tú, sobre todo, te beneficiarías mucho de su mensaje. Por cierto, si alguna vez te decides a activar el movimiento del Derecho Divino, puedo ayudarte algo a organizar un capítulo aquí arriba. Sal de esa casa, Ignatius, por favor, y entra en el mundo que te rodea. Me preocupa tu futuro. Has sido siempre uno de mis intereses más importantes, y tengo mucho interés en saber de tu estado mental actual, así que, por favor, sal de esa cama y escribe.

M. Minkoff

Más tarde, la arrugada piel rosa envuelta en la vieja bata de franela, sujeta con un imperdible en las caderas, Ignatius se sentó a la mesa de su cuarto y cargó la pluma estilográfica. Su madre hablaba por teléfono con alguien en el pasillo, y decía:

—Y me gasté hasta el último céntimo del dinero del seguro de su pobre abuela Reilly para que pudiera seguir en la universidad. ¿Verdad que es horrible? Todo ese dinero tirado a la basura.

Ignatius eructó y abrió un cajón para buscar el papel de cartas que creía tener aún; allí encontró el yo-yo que le había comprado al filipino que los había estado vendiendo por el barrio hacía unos meses. En un lado del yo-yo había una palmera que había grabado el filipino a petición de Ignatius. Ignatius soltó el yo-yo hacia abajo, pero el cordel se rompió y el yo-yo repiqueteó por el suelo y fue a ocultarse debajo de la cama, donde aterrizó sobre un montón de cuadernos Gran Jefe y revistas viejas. Quitándose del dedo el trozo de cordel que le colgaba, hurgó de nuevo en el cajón y encontró al fin una hoja de papel con el membrete de Levy Pants.

Querida Myrna:

He recibido tu ofensivo comunicado. ¿Crees en serio que tengo interés por tus grotescos encuentros con subhumanos como cantantes populares? En todas tus cartas parece haber alguna referencia a las ruindades de tu vida personal. Limítate, por favor, a tratar problemas y temas de interés. Así me ahorrarás, al menos, las cosas indecentes y ofensivas. He de decirte, sin embargo, que el simbolismo de la rata y la ardilla, o la rata-ardilla, o la ardilla-rata fue evocador y excelente sin duda.

En la noche oscura de esa dudosa conferencia, el único miembro de tu público será seguramente algún viejo bibliotecario desesperadamente solo que vea luz en la ventana de la sala y entre ilusionado con la esperanza de escapar al frío y a los horrores de su infierno personal. Allí en el auditorio, sentado, el cuerpo encogido, solo ante el podio, tu voz nasal resonando entre las sillas vacías y el repiqueteante hastío, la confusión y la referencia sexual han penetrado cada vez más profundamente en el pelado cráneo del pobre desdichado, confundido hasta el punto de la histeria, que se exhibirá, sin duda, blandiendo su hosco órgano a modo de bastón, desesperado contra el sonido tétrico que resuena insistente sobre su cabeza. Yo en tu lugar, cancelaría inmediatamente esa conferencia; estoy seguro de que el director del «Y» aceptará tu renuncia muy gustoso, sobre todo si ha tenido ya ocasión de ver ese desagradable cartel que sin duda está ya pegado a todos los postes telefónicos del Bronx.

Los comentarios sobre mi vida personal no los solicité y revelan una asombrosa falta de buen gusto y de decencia.

En realidad, mi vida personal ha experimentado una metamorfosis. En la actualidad, estoy relacionado de un modo muy vital con la industria de la comercialización de alimentos, y dudo, en consecuencia, muy seriamente, que tenga mucho tiempo en el futuro para mantener una correspondencia contigo.

Solícitamente,

Ignatius

OCHO

—Déjala sola —dijo el señor Levy—. Mira, intenta dormir.

—¿Dejarla sola? —la señora Levy incorporó a la señorita Trixie en el sofá de nylon amarillo—. ¿Es que no te das cuenta, Gus, de que ésa es la tragedia de la vida de esta pobre mujer. Que siempre la han dejado sola. Que no le han hecho caso nunca. Ella necesita a alguien, necesita amor.

—Uf.

La señora Levy era una mujer de intereses e ideales elevados. A lo largo de los años, se había entregado apasionadamente al bridge, a las violetas africanas, a Susan y Sandra, al golf, a Miami, a Fanny Hurst y a Hemingway, a los cursos por correspondencia, a las peluqueras, al sol, a las comidas de gourmet, al baile de salón y, en los últimos años, a la señorita Trixie. Siempre había tenido que conformarse con actuar con la señorita Trixie a distancia, una situación insatisfactoria para poner en práctica el plan bosquejado en el curso de psicología por correspondencia, cuyo examen final había suspendido estrepitosamente. La escuela por correspondencia se había negado a darle ni siquiera un cero. Pero ahora que la señora Levy había jugado bien sus cartas en lo relativo al despido del joven idealista, tenía a la señorita Trixie en propia y arrugada carne, visera, playeros y todo. El señor González había concedido muy gustoso vacaciones indefinidas a su ayudante de contabilidad.

—Señorita Trixie —dijo dulcemente la señora Levy—. Despierte.

La señorita Trixie abrió los ojos, jadeó:

—¿Estoy jubilada?

—No, querida.

—¿Cómo? —masculló la señorita Trixie—. ¡Yo creí que ya estaba jubilada!

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