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Authors: John Kennedy Toole

Tags: #Humor

La conjura de los necios (23 page)

BOOK: La conjura de los necios
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Ignatius miró con aire ausente su relojito y vio que había vuelto a pararse.

—Sólo un poquito, hijo —suplicó el viejo—. Pruebe un día. ¿Qué le parece? Necesito vendedores.

—¿Un día? —repitió incrédulo Ignatius—. ¿Un día, dice? Yo no puedo desperdiciar uno de mis valiosos días. Tengo que ir a sitios y ver gente.

—De acuerdo —dijo con firmeza el viejo—. Entonces, págueme el dólar que me debe por las salchichas.

—Me temo que tendrán que correr a cuenta de la casa, o del garaje, o lo que sea. Mi madre descubrió anoche en mis bolsillos varias entradas de cine y hoy sólo me ha dado para el transporte.

—Llamaré a la policía.

—¡Oh, Dios mío!

—¡Pagúeme! ¡Pagúeme o llamo a la policía!

El viejo agarró el largo tenedor y colocó diestramente sus dos dientes herrumbrosos en el cuello de Ignatius.

—Está usted agujereando mi bufanda importada —chilló Ignatius.

—Déme el dinero del transporte.

—No puedo ir andando hasta la Calle Constantinopla.

—Coja un taxi. Alguien pagará al taxista en su casa cuando llegue.

—¿Cree usted en serio que mi madre me creería si le dijese que un viejo me había amenazado con un tenedor y me había quitado el dinero del transporte?

—No estoy dispuesto a dejar que me roben más —dijo el viejo, rociando a Ignatius de saliva—. Es lo que pasa en este negocio. Los vendedores ambulantes y la gente de las gasolineras son los que peor lo tienen. Robos, asaltos. Nadie respeta a un vendedor de salchichas.

—Eso es patentemente falso, caballero. Nadie respeta más que yo a los vendedores de salchichas. Realizan uno de los pocos servicios dignos de nuestra sociedad. El robar a un vendedor ambulante de bocadillos de salchichas es un acto simbólico. No es un robo provocado por la avaricia, sino más bien por un deseo de humillar al vendedor.

—Cierre de una vez esa bocaza y pagúeme.

—Es usted muy obstinado para ser tan viejo. Sin embargo, no estoy dispuesto a caminar cincuenta manzanas para llegar a mi casa. Preferiría morir atravesado por un tenedor herrumbroso.

—De acuerdo, amigo, escuche. Haremos un trato. Sale usted una hora con uno de esos carritos y consideraremos zanjado el asunto.

—¿No necesito algún permiso del departamento de higiene o algo por el estilo? Quiero decir, podría tener algo entre las uñas que fuera muy perjudicial para el organismo humano. Por otra parte, dígame, ¿consigue usted todos sus vendedores de este modo? Sus prácticas de contratación no están muy a tono con la época contemporánea. Tengo la impresión de haber sido víctima de un reclutamiento forzoso. Me da un poco de miedo preguntarle cómo despide usted a sus empleados.

—Mire, no vuelva a intentar nunca robarle a un salchichero.

—Acaba usted de concretar su punto. En realidad, ha concretado dos, y literalmente: en mi cuello y en mi bufanda. Espero que esté dispuesto a compensarme por la bufanda. Es única en su género. Se hizo en una fábrica de Inglaterra destruida por la aviación alemana. Y se rumoreó que la aviación alemana tenía orden de destruir precisamente aquella fábrica para hundir la moral de los ingleses, pues los alemanes habían visto a Churchill con una bufanda de este tipo en un noticiario cinematográfico confiscado. Y, en realidad, ésta podría ser precisamente la misma que llevaba Churchill en aquel noticiario. Hoy su valor es de miles de dólares. Puede utilizarse también como chal. Mire.

—Bien —dijo por fin el viejo, tras ver a Ignatius usar la bufanda como faja, cinturón, capa y falda escocesa, como cabestrillo para un brazo roto y como pañuelo—, en una hora no perjudicará usted mucho a Vendedores Paraíso.

—Si las alternativas son cárcel o nuez perforada, empujaré gustosamente uno de sus carros. Aunque no puedo predecir lo lejos que voy a llegar.

—No me interprete mal, hijo. No soy mala persona, pero no me queda más remedio que hacer lo que hago. Llevo diez años intentando convertir Vendedores Paraíso en una empresa respetable, pero no es nada fácil. La gente menosprecia a los vendedores ambulantes. Creen que éste es un negocio de vagabundos y borrachos. Es difícil encontrar vendedores decentes. Luego, cuando encuentro a algún tipo decente, van y lo asaltan los delincuentes. ¿Por qué tiene Dios que poner las cosas tan difíciles?

—No debemos poner en entredicho sus acciones —dijo Ignatius.

—Puede que no, pero no consigo entenderlo, la verdad.

—Puede que las obras de Boecio le diesen alguna idea.

—Leo lo del Padre Keller y lo de Billy Graham en el periódico todos los días.

—¡Oh, Dios mío! —masculló Ignatius—. No me extraña que se sienta usted tan perdido.

—Tome —dijo el viejo, abriendo un armario metálico que había junto al hornillo—: Póngase esto.

Sacó del armario lo que parecía una especie de ropón blanco y se la entregó a Ignatius.

—¿Qué es esto? —preguntó, muy feliz, Ignatius—. Parece una toga académica.

Ignatius se lo metió por la cabeza. Encima de la chaqueta, aquel ropón le hacía parecer un huevo de dinosaurio a punto de romper.

—Sujéteselo a la cintura con el cinturón.

—Ni hablar. Estas cosas deben caer libremente sobre la figura humana, aunque parece que permite poco margen. ¿Está seguro de no tener por ahí una más grande?

«Tras una inspección detenida, advierto que esta toga está más bien amarillenta por los puños. Espero que estas manchas del pecho sean de salsa de tomate, y no de sangre. Los delincuentes podrían haber acuchillado al último usuario.»

—Tome, póngase esta gorra —el viejo le dio un rectangulito blanco de papel.

—Ni hablar, no estoy dispuesto a llevar una gorra de papel. La que tengo es perfecta y mucho más higiénica.

—No puede llevar una gorra de cazador. Este es el uniforme de Vendedores Paraíso.

—¡No estoy dispuesto a llevar una gorra de papel! No quiero morir de neumonía por un capricho suyo. Hunda usted el tenedor en mis órganos vitales, si así lo desea. No llevaré esa gorra. Prefiero la muerte al deshonor y la enfermedad.

—Está bien, de acuerdo —el viejo suspiró—. Venga y coja este carro.

—¿Cree usted que voy a dejarme ver por las calles con esa monstruosidad abominable? —preguntó Ignatius furioso, alisándose la bata de vendedor—. Déme usted aquel tan reluciente de los neumáticos blancos.

—Está bien, está bien —dijo irritado el viejo.

Luego abrió la tapa del pocilio del carro y, con un tenedor, empezó a pasar lentamente salchichas de la olla al pocilio.

—Bueno, le doy una docena de salchichas —abrió otra tapa que había encima del panecillo metálico—. Aquí le meto un paquete de panecillos. ¿Entendido?

Luego, cerró aquella tapa y abrió una puertecita lateral situada en la resplandeciente salchicha roja.

—Aquí hay una latita de calor líquido que mantiene calientes las salchichas.

—Dios santo —dijo Ignatius con cierto respeto—. Estos carros son como rompecabezas chinos. Sospecho que me pasaré la vida abriendo la trampilla que no es.

El viejo abrió aún otra trampilla, situada al fondo de la salchicha.

—¿Y ahí qué hay? ¿Una ametralladora?

—Aquí van la mostaza y la salsa de tomate.

—Bueno. Haremos una valerosa tentativa, aunque puede que le venda a alguien la lata de calor líquido al doblar la esquina.

El viejo arrastró el carro hasta la puerta del garaje y dijo:

—Bueno, muchacho, adelante, ánimo.

—Muchísimas gracias —contestó Ignatius saliendo con la gran salchicha de lata a la acera—. Volveré raudo de aquí a una hora.

—No vaya por la acera con ese chisme...

—Supongo que no pensará que voy a meterme entre el tráfico.

—Pueden detenerle por andar con un chisme de éstos por la acera.

—Bueno —dijo Ignatius—. Si me sigue la policía, nadie se atreverá a robarme.

Ignatius se alejó lentamente de las oficinas centrales de Vendedores Paraíso entre los numerosos peatones que se apartaban a ambos lados de la gran salchicha como olas ante la proa de un barco. Era mejor modo de pasar el tiempo que ver a jefes de personal, varios de los cuales, pensó Ignatius, le habían tratado bastante malévolamente en los últimos días. Dado que los locales cinematográficos quedaban ya fuera de su alcance por falta de fondos, habría tenido que vagar, aburrido y sin destino, por el barrio comercial hasta que le pareciese que podía volver a casa. La gente de la calle miraba a Ignatius, pero nadie compraba. Después de recorrer media manzana, comenzó a gritar:

—¡Salchichas! ¡Salchichas del Paraíso!

—Salga usted de la acera, amigo —gritó un viejo, detrás suyo.

Ignatius dobló la esquina y aparcó el carro contra un edificio. Abrió las diversas tapas y se preparó un bocadillo, que devoró ávidamente. Su madre llevaba toda la semana de un humor violento, negándose a comprarle Dr. Nut, aporreando la puerta de su cuarto cuando intentaba escribir, amenazando con vender la casa e irse a vivir a un asilo de ancianos. Le hablaba a Ignatius del mérito del patrullero Mancuso que, pese a tenerlo todo en contra, luchaba para conservar su trabajo, quería trabajar, no se desanimaba por la tortura y el exilio en los servicios de la estación de autobuses. La situación del patrullero Mancuso le recordaba a Ignatius la de Boecio, cuando estaba preso por orden del emperador antes de ser ejecutado. Para pacificar a su madre y mejorar las condiciones de vida en casa, le había dado La consolación por la filosofía, una traducción inglesa de la obra de Boecio, escrita mientras sufría una prisión injusta y le había dicho que se la diese al patrullero Mancuso, para que la leyera mientras estaba escondido en su cabina.

—El libro nos enseña a aceptar lo que no podemos cambiar. Describe el calvario de un hombre justo en una sociedad injusta. Es la verdadera base del pensamiento medieval. Ayudaría, sin duda, a tu patrullero en sus momentos de crisis —dijo benévolamente Ignatius.

—¿Sí? —había preguntado la señora Reilly—. Oh, qué amabilidad, Ignatius. Ya verás lo contento que se pondrá Angelo.

Durante un día, al menos, aquel regalo al patrullero Mancuso aportó una paz temporal a la vida en la Calle Constantinopla.

En cuanto concluyó el primer bocadillo de salchicha, Ignatius se preparó y consumió otro, pensando en otras amabilidades que le permitiesen posponer el trabajar de nuevo. Quince minutos después, percibiendo que la reserva de salchichas en el pocilio disminuía visiblemente, se decidió en favor de la abstinencia, al menos de momento, y se puso a empujar lentamente el carrito calle abajo, gritando de nuevo:

—¡Salchichas!

George, que vagaba por Carondelet con unos cuantos paquetes envueltos en papel marrón bajo el brazo, oyó el grito y se acercó al gargantuesco vendedor.

—Eh, tú, espera. Dame uno.

Ignatius miró con dureza al jovencito que se había colocado delante del carro. Su válvula protestaba contra los granos, la cara hosca que parecía colgar del pelo largo y convenientemente aceitoso, el cigarrillo colocado en la oreja, la chaqueta color aguamarina, las botas elegantes, los pantalones estrechos que abultaban ofensivamente en la entrepierna, violando todas las normas de la geometría y la teología.

—Lo siento —masculló—. Sólo me quedan unas cuantas salchichas y tengo que reservarlas. Quítese de mi camino, por favor.

—¿Reservarlas? ¿Para quién?

—Eso no es asunto suyo, jovencito. ¿Por qué no está usted en la escuela? Haga el favor de dejar de molestarme. Además, no tengo cambio.

—Yo tengo suelto —silbaron aquellos labios blancos y delgados.

—No puedo venderle a usted un bocadillo, caballero, ¿está claro?

—¿Pero qué te pasa a ti, hombre?

—¿Qué me pasa a mí? ¡Qué le pasa a usted! ¿Cómo es usted tan antinatural que desea un bocadillo a esta hora tan temprana de la tarde? Mi conciencia no me permite vendérselo. Piense en su cutis repugnante. Está usted en pleno desarrollo y su organismo necesita un buen suministro de verduras y zumo de naranja y pan integral y espinacas y cosas así. Yo, por mi parte, no estoy dispuesto a contribuir a la corrupción de un menor.

—¿Pero de qué habla usted? Déme ese bocadillo, venga. Tengo hambre. No he comido.

—¡No! —gritó Ignatius, tan furioso que los transeúntes miraron—. Largúese de aquí antes de que le atropelle con mi carro.

George abrió la trampilla del compartimento de los panecillos y dijo:

—Oiga, tiene aquí material de sobra. Prepáreme uno.

—¡Socorro! —gritó Ignatius, recordando de pronto las advertencias del viejo sobre los ladrones—. ¡Quieren robarme los panecillos! ¡Policía!

Ignatius echó hacia atrás el carrito y lo lanzó luego contra la entrepierna de George.

—¡Ay! Cuidado con lo que haces, loco.

—¡Socorro! ¡Ladrones!

—Cállate, por amor de Dios —dijo George, cerrando la tapa de golpe—. Deberían encerrarte, maricón de mierda.

—¿Qué? —gritó Ignatius—. ¿Qué impertinencia es ésa?

—Eres un maricón y estás chiflado —bufó George más fuerte, y se alejó, las tapas de los tacones rayando la acera—. ¿Quién va a querer comer algo que han tocado esas manos mariconas?

—¿Cómo te atreves a gritar semejantes indecencias? ¡Que alguien agarre a ese muchacho! —dijo Ignatius furioso, mientras George desaparecía calle abajo entre la multitud—. Que alguien que tenga decencia de coger a ese delincuente juvenil. Ese menor desvergonzado. Ya no hay respeto. ¡A ese rufián debían azotarle hasta dejarle sin sentido!

Una mujer del grupo que rodeaba la salchicha móvil, dijo: —Hay que ver. ¿De dónde sacarán a estos vendedores?

—Borrachos y vagabundos. Son todos igual —le contestó alguien.

—Un borracho, eso es lo que es. A todos los ha vuelto locos el vino. No deberían dejar a gente como ésta suelta por la calle.

—¿Es mi paranoia que se ha desmandado por completo? —preguntó Ignatius al grupo—. ¿O están ustedes, mongoloides, hablando realmente de mí?

—Es mejor dejarle en paz —dijo alguien—. Fíjense qué ojos.

—¿Qué les pasa a mis ojos? —preguntó Ignatius malévolamente.

—Vamonos de aquí.

—Sí, por favor —replicó Ignatius, con labios temblorosos, y se preparó otro bocadillo para tranquilizar su alterado sistema nervioso. Con manos temblonas, se llevó los treinta centímetros de plástico rojo y pasta a la boca, engulléndolo de cinco en cinco centímetros por vez. Aquella masticación activa masajeó su cabeza palpitante. Después de tragar el último milímetro de miga, se sintió ya mucho más tranquilo.

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