Read La conjura de los necios Online

Authors: John Kennedy Toole

Tags: #Humor

La conjura de los necios (25 page)

BOOK: La conjura de los necios
8.01Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Jones había visto al pájaro revolotear por el escenario mientras Darlene pretendía bailar. Jamás había visto peor interpretación. Darlene y el pájaro era un sabotaje absolutamente válido.

—Puede que necesite pulí las cosas un poco aquí y allá, menearse y retorcerse un poco más, pero creo que la actuación es muy buena, sí señó.

—¿Lo ves, lo ves? —dijo Darlene a Lana—. Jones tiene que saberlo. La gente de color tiene mucho sentido del ritmo.

—¡Juá!

—No quiero asustar a alguien con una historia sobre cierta gente.

—Oh, vamos, cállate ya de una vez, Darlene —gritó Lana.

Jones cubrió a ambas con un poco de humo y luego dijo:

—Yo creo que Darlene y ese pájaro son cosa nunca vista. ¡Juá! Creo que traerían muchos clientes nuevos a este local. ¿Qué otro club hay que saque a escena un águila bailarina?

—¿Pero creéis de veras que hay un mercado del pájaro al que podríamos atraer? —preguntó Lana.

—¡Claro! Seguro. Los blancos siempre tienen periquitos, canarios. En cuanto sepan el pájaro que ofrece el Noche de Alegría... Habrá portero fuera. Vendrá la buena sociedá. ¡Juá! —Jones creó un nimbo de peligroso aspecto, que parecía a punto de explotar—. Darlene y ese pájaro no tienen más que pulí un poco algunas cosas. Mierda. La chica está empezando. Necesita una oportunidá.

—Tiene razón —dijo Darlene—. Estoy empezando como actriz. Necesito una oportunidad.

—Cállate, imbécil. ¿Acaso crees que vas a lograr que te desnude el pájaro?

—Sí, señora —dijo con entusiasmo Darlene—. Se me ocurrió de pronto. Estaba sentada en mi apartamento viéndole jugar con los aros y de pronto me dije: «Darlene, ¿por qué no te pones aros en el vestido?

—Bah, cállate subnormal —dijo Lana—. Bueno, en fin, está bien, veamos lo que es capaz de hacer.

—¡Juá! Eso es habla. Vendrá tó el mundo a vé este espectáculo.

III

—Santa, tenía que llamarte, cariño.

—¿Qué pasa, Irene, chica? —preguntó con mucha emoción, con su grave voz de rana la señora Battaglia.

—Es Ignatius.

—¿Qué ha hecho ahora, querida? Cuéntaselo a Santa.

—Espera un minuto. Deja que me asegure de que sigue en la bañera.

La señora Reilly escuchó inquieta los espectaculares chapoteos cuyo rumor llegaba del cuarto de baño. Se oyó luego en el pasillo, atravesando la puerta despintada del baño, un bufido ballenáceo.

—No hay problema. Sigue en la bañera. No puedo mentirte, Santa. Tengo un disgusto horrible.

—Oh.

—Ignatius vino hace una hora vestido como un carnicero.

—Bueno. Eso es que ha encontrado por fin otro trabajo, ese gordo desgraciado.

—Pero no en una carnicería, querida —dijo la señora Reilly, con voz muy afligida—. Está de vendedor ambulante de bocadillos de salchicha.

—Oh, no —croó Santa—. ¿De vendedor de bocadillos de salchichas? ¿Quieres decir por la calle?

—Sí, querida, por la calle como un vagabundo.

—Un vagabundo, sí, qué horror, chica. Peor aún. Lee alguna vez las notas de la policía en el periódico. Son todos un hatajo de maleantes.

—¡Verdad que es horrible!

—¡Habría que romperle las narices a ese chico!

—Cuando llegó a casa, Santa, me dijo «A que no adivinas qué trabajo he conseguido». Yo primero dije, «Carnicero», comprendes...

—Claro, claro.

—Y entonces, él dijo, con todo descaro: «Otra cosa. Frío, frío.» Seguí pensando unos cinco minutos hasta que, en fin, no pude dar con más trabajos en los que pudiera llevarse una bata blanca como ésa. Así que por fin me dijo: «No has acertado. He conseguido trabajo de vendedor de bocadillos de salchichas.» Casi me desmayo, Santa. Allí mismo, en la cocina. Habría sido algo horrible, romperme la cabeza allí contra el suelo.

—A él le hubiera dado igual. A ése no le importa.

—A él no le importa, no.

—No le importa ya nada.

—A él le da igual lo que le pase a su pobre madre —dijo la señora Reilly—. Con todos sus estudios... Vendiendo bocadillos por la calle, a plena luz del día.

—¿Y qué le dijiste, chica?

—No le dije nada. No pude. Antes de que pudiera abrir la boca, se metió en el baño. Y allí sigue, llenando el suelo de agua.

—Espera un momento, Irene. Es que están aquí mis nietecitas pasando el día —dijo Santa y gritó—: ¡Sal de una vez de la cocina, niña, y vete a jugar a la acera o te rompo los morros!

Una voz de niña respondió algo.

—Señor, señor —continuó Santa, tranquilamente, dirigiéndose ya a la señora Reilly—. Son unas niñas muy buenas, pero a veces, ya sabes... ¡Niña! Como no te vayas ahora mismo a jugar a la calle con tu bici te rompo la cara de un bofetón. No cuelgues, Irene, un momento.

La señora Reilly oyó a Santa dejar el teléfono. Luego, una niña gritó, se oyó un portazo y Santa volvió a coger el teléfono.

—Ay, Dios. Sabes, Irene, ¡esa niña no obedece a nadie! Estoy preparando unos spaghetti con salsa y no hace más que jugar con la cazuela. Ojalá las hermanas le zurrasen un poco en el colegio. Mira a Angelo. Tendrías que ver cómo le pegaban las hermanas en el colegio cuando era pequeño. Una hermana le tiró una vez contra el encerado. Por eso Angelo es hoy un hombre tan dulce y tan considerado.

—A Ignatius las hermanas le querían con locura. Era un niño tan rico. Ganaba todas las estampitas porque era el que mejor se sabía el catecismo.

—Pues deberían haberle roto la cabeza a coscorrones.

—Ay, cuando volvía a casa con todas aquellas estampitas —sollozó la señora Reilly—. Nunca pensé que acabaría vendiendo salchichas por la calle a plena luz del día.

La señora Reilly lanzó una tos nerviosa y fuerte por el teléfono y añadió:

—Pero, dime, querida, ¿cómo le va a Angelo?

—Rita, su mujer, me telefoneó hace un rato para decirme que cree que tiene neumonía, de tanto estar allí metido en los lavabos. Te lo aseguro, Irene, Angelo se está quedando pálido como un fantasma. No le tratan nada bien en esa comisaría, pobrecillo. Con lo que él ama al cuerpo. Si vieras lo orgulloso que estaba cuando se graduó en la academia de policía.

—Sí, el pobre Angelo no tiene buen aspecto —convino la señora Reilly—. Va a coger un catarro malo, ese muchacho. En fin, quizá se anime un poco si lee eso que me dio Ignatius para que le diese. Ignatius dice que es una lectura estimulante.

—¿Sí? Pues yo no confiaría en ninguna «lectura estimulante» que viniese de Ignatius. Lo más probable es que sea una colección de cosas indecentes.

—Imagínate que le vea un conocido con uno de esos carros.

—No te avergüences, chica. No es culpa tuya que ese chico te haya salido así —dijo Santa—. Lo que tú necesitas en esa casa es un hombre, querida, un hombre que meta en cintura a ese muchacho. Voy a ver, si localizo a aquel señor tan agradable que me preguntó por ti.

—Yo no quiero ningún señor agradable. Lo único que quiero es un hijo agradable.

—No te preocupes. Déjalo todo en manos de Santa. Yo lo resolveré. El hombre del mercado de pescado dice que no sabe cómo se llama ese señor, pero ya lo averiguaré. La verdad es que creo que le vi el otro día bajando por la Calle St. Ferdinand.

—¿Preguntó por mí?

—Verás, Irene, la verdad es que no tuve oportunidad de hablar con él. Ni siquiera sé si se trataba del mismo señor.

—¿Te das cuenta? A ese señor yo no le importo nada.

—No digas eso, mujer. Preguntaré en la cervecería. Ya miraré en misa el domingo. Descubriré cómo se llama.

—Ese viejo no se interesa por mí.

—Vamos, Irene, nada perderás con conocerle.

—Ya tengo bastantes problemas con Ignatius. Qué desgracia, Santa. Imagínate que la señorita Annie, la señora que vive al lado, le vea con un carro de ésos. Ya anda diciendo que va a denunciarnos por escándalo. Se pasa la vida espiando por esa calleja, detrás de las persianas.

—No puedes andar preocupándote por la gente, Irene —aconsejó Santa—. La gente de mi calle anda siempre criticando. Si eres capaz de vivir en la parroquia de St. Ode de Cluny, puedes vivir en cualquier sitio. Son muy mala gente, créeme. En esta misma manzana hay una mujer que si no deja de levantar cuentos de mí le voy a pegar un ladrillazo en la cabeza. El otro día me dijeron que andaba diciendo que soy una «viuda alegre». Pero ya verá ésa. Le voy a dar su merecido. Creo que se entiende con uno que trabaja en los astilleros, además. Voy a escribirle una cartita anónima a su marido, que va a saber ella lo que es bueno.

—Sé bien lo que son esas cosas, querida. Recuerda que viví en Dauphine de jovencita. Los anónimos que recibía mi papá... sobre mí. Algo horrible. Siempre pensé que las escribía mi prima, aquella pobre solterona.

—¿Qué prima era ésa? —preguntó Santa con interés. Los parientes de Irene Reilly siempre tenían sangrientas biografías dignas de conocerse.

—La que de niña se echó por un brazo una olla de agua hirviendo. Tenía una pinta así como escaldada, no sé si me entiendes... Yo siempre la veía allí, escribiendo en la mesa de la cocina, en casa de su madre. Seguro que escribía cosas de mí. Cuando el señor Reilly empezó a cortejarme, le dio una envidia...

—Así son las cosas —dijo Santa; un pariente escaldado era una imagen de suicida en la galería dramática de Irene; luego, dijo áspera y alegremente—: Daré una fiestecita para ti y Angelo y su mujer, si es que viene.

—Oh, qué amable, Santa, pero la verdad es que no me siento con muchas ganas de fiesta estos días.

—Te hará bien moverte un poco, mujer. Si puedo localizar a aquel viejo, le invitaré también. Podéis bailar él y tú.

—Bueno, si ves a ese señor, dile que la señorita Reilly le manda saludos.

Tras la puerta del cuarto de baño Ignatius estaba pasivamente sumergido en el agua tibia, empujando la jabonera de plástico por la superficie hacia adelante y hacia atrás con un dedo, y escuchando de vez en cuando a su madre hablar por teléfono. A veces, sostenía bajo el agua la jabonera hasta que se llenaba y se hundía. Luego, tanteaba buscándola por el fondo de la bañera, la vaciaba y la hacía navegar de nuevo. Sus ojos azules y amarillos descansaban sobre un sobre de papel manila sin abrir que había encima del lavabo. Había estado un rato pensando si abrir o no aquel sobre. El trauma de haber encontrado empleo había afectado negativamente a su valor, y esperaba que el agua caliente en la que chapoteaba como un hipopótamo de color rosa tuviera efectos calmantes sobre su organismo. Entonces atacaría el sobre. Vendedores Paraíso acabaría siendo un patrón agradable. Podría pasar el tiempo estacionado en algún sitio junto al río acumulando notas para el Diario. El señor Clay tenía un cierto aire paternal que a Ignatius le agradaba. El viejo, el marcado y enjuto magnate de la salchicha, sería un nuevo personaje muy atractivo para el Diario.

Ignatius se sintió por fin lo suficientemente relajado y, alzando su goteante corpachón fuera del agua, cogió el sobre.

—¿Por qué tendrá que utilizar estos sobres? —se preguntó furioso, examinando el circulito de un matasellos de Planetarium Station, Nueva York, sobre el grueso papel marrón. El contenido probablemente esté escrito con lápiz de marcar o con algo peor.

Abrió el sobre mojando el papel, y sacó un cartel plegado que decía en letras grandes:

¡CONFERENCIA! ¡CONFERENCIA!

M. Minkoff habla audazmente sobre

«
El sexo en la política: la libertad erótica como arma contra los reaccionarios
»

Jueves 28 - 8 tarde

Y.M.H.A. - Grand Concourse

Entrada: 1 dólar - O - Firmar la petición de M. Minkoff exigiendo imperiosamente más y mejor actividad sexual para todos y un programa de urgencia para las minorías. (La petición se enviará por correo a Washington). Firme ahora y salve a Norteamérica de la ignorancia sexual, la castidad y el miedo. ¿Está usted lo suficientemente comprometido como para colaborar con este movimiento audaz y decisivo?

—¡Oh, Dios santo! —farfulló Ignatius a través de su goteante bigote—. ¿Van a dejarla hablar en público? ¿Qué demonios significa el título de esta ridícula conferencia?

Leyó el cartel de nuevo, malévolamente.

—En cierto modo, sé que sí, que hablará con audacia, y desearía perversamente poder oírla parlotear ante un público. Esta vez se ha superado a sí misma en lo de ofender al buen gusto y a la decencia.

Siguiendo una flecha manuscrita que había al final del cartel, y la palabra Sigue, Ignatius dio la vuelta a la hoja y la examinó por el otro lado, donde Myrna había escrito:

Señores:

¿Qué pasa, Ignatius? No sé nada de ti. En fin, no es que te reproche que no me escribas. Supongo que me excedí un poco en mi última carta, pero fue sólo porque tu fantasía paranoica me inquietó mucho, estando como estaba ligada, muy posiblemente, a tu actitud patológica hacia el sexo. Sabes que desde que te conozco, te he formulado preguntas muy concretas con objeto de aclarar tus tendencias sexuales. Mi único deseo era ayudarte a descubrir tu auténtica expresión y satisfacción a través de un orgasmo natural y gratificante. Respeto tus ideas y he aceptado siempre tus tendencias excéntricas y todo ello porque deseo verte alcanzar un estado de equilibrio mental-sexual perfecto. (Un buen orgasmo explosivo limpiaría tu ser profundo y te haría salir de la zona oscura). No te enfades conmigo por esta carta.

Te explicaré este cartel algo más adelante, en esta carta, porque supongo que te interesará saber cómo resultó esta conferencia audaz y apasionada. Pero primero he de decirte que la película ha quedado descartada, así que si pensabas hacer el papel del terrateniente, olvídalo. Tuvimos más que nada, problemas de fondos. No pude sacarle ni un dracma más a mi padre, así que Leola, el hallazgo de Harlem, se puso muy pesada con lo del salario (o la falta del mismo) y, por último, hizo uno o dos comentarios que me parecieron un poco antisemitas. ¿De qué sirve una chica que no es lo suficientemente apasionada como para colaborar gratis en una empresa que beneficiaría a su raza? Samuel ha decidido hacerse guardia forestal en Montana, porque está planeando una alegoría dramática que ha de representarse en un bosque umbrío (La Ignorancia y la Costumbre) y quiere captar el sentimiento del bosque. Por lo que conozco a Samuel, resultará un fracaso como guardabosques, pero sé que la alegoría será interesante y polémica, llena de verdades incómodas. Ojalá le vaya bien. Es un tipo fantástico.

BOOK: La conjura de los necios
8.01Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Knee-Deep in Wonder by April Reynolds
The Memory Tree by Tess Evans
Time Out by Cheryl Douglas
Whatever It Takes by L Maretta
Sons and Daughters by Margaret Dickinson
Durango by Gary Hart