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Authors: John Kennedy Toole

Tags: #Humor

La conjura de los necios (55 page)

BOOK: La conjura de los necios
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—Es tan extraño encontrarse con que tu madre se ha ido. Siempre estaba en casa —Myrna colgó la guitarra en el cabezal de la cama y se echó—. Esta habitación. Qué bien lo pasamos aquí, exponiendo nuestras ideas y nuestros sentimientos, redactando manifiestos anti-Talc. Supongo que ese farsante andará todavía por la universidad.

—Seguro que sí —dijo Ignatius con indiferencia.

Quería que Myrna saliera de la cama. Pronto, su pensamiento pasaría a centrarse en otras cosas. Tenían que salir a toda prisa de la casa. Ignatius buscaba en el armario el saco de dormir que su madre le había comprado para una desastrosa estancia de un día en un campamento juvenil, cuando tenía once años. Recorrió una pila de cajones amarillentos hurgando como un perro para desenterrar un hueso, lanzando al aire los cajones en arco por encima del hombro.

—Creo que será mejor que te levantes de la cama, florecilla mía. Hay que recoger los cuadernos, hay que reunir las notas. Podrías mirar debajo de la cama.

Myrna se levantó de las pringosas sábanas, diciendo:

—He intentado describirte a mis amigos del grupo de terapia de grupo, trabajando en esta habitación, apartado del mundo. Esa extraña mente medieval en su claustro.

—Debió intrigarles mucho, sin duda —murmuró Ignatius; había encontrado el saco y estaba echando en él unos calcetines que encontró en el suelo—. Pronto podrán verme en carne y hueso.

—Ay, cuando vean las ideas originales que salen de esa cabeza.

—Jo jum —Ignatius bostezó—. Quizá mi madre me haya hecho un gran favor al pensar en volver a casarse. Los lazos edípicos empezaban a agobiarme ya —echó su yo-yo al saco—. Al parecer, has tenido un viaje sin incidentes por el Sur.

—No pude parar ni un momento en todo el camino. Casi treinta y seis horas al volante —Myrna estaba colocando en pilas los cuadernos—. Paré en un restaurante negro anoche, pero no me sirvieron. Creo que fue por la guitarra.

—Debió ser eso, sí. Te tomarían por una folklórica reaccionaria del campo. He tenido cierta experiencia con esa gente. Son muy limitados.

—No puedo creer realmente que esté sacándote de esta mazmorra, de este agujero.

—Es increíble, ¿verdad? Pensar que me opuse durante tantos años a tu sabiduría...

—Vamos a pasarlo bárbaro en Nueva York, verás.

—Estoy deseando llegar allí —dijo Ignatius, echando al saco el pañuelo y el sable—. La Estatua de la Libertad, el Empire State, la emoción de un estreno en Broadway con mis estrellas favoritas. Los animados coloquios en el Village, ante un exprés, con mentalidades sugestivas y contemporáneas.

—Por fin vuelves a ser el que eras. De verdad. Apenas puedo creer lo que he oído esta noche en esta casa. Resolveremos tus problemas. Estás entrando en una fase completamente nueva y vital. Tu inactividad ha terminado. Estoy segura de ello. Lo percibo. Piensa en las grandes ideas que fluirán de esa cabeza cuando elimines por fin todas las telarañas y los tabúes y los lazos paralizantes.

—Sabe Dios lo qué pasará, sí —dijo Ignatius despreocupadamente—. Tenemos que irnos. En seguida. He de decirte que mi madre puede volver en cualquier momento. Si vuelvo a verla, tendré una espantosa recaída. Hemos de darnos prisa.

—No haces más que dar saltos, Ignatius Tranquilízate. Ya ha pasado lo peor.

—No, qué va —dijo Ignatius rápidamente—. Mi madre puede volver con su pandilla. Tendrías que verles. Son blancos fanáticos, protestantes y cosas aún peores. Déjame que coja el laúd y la trompeta. ¿Has recogido ya todos los cuadernos?

—Esto de aquí es fascinante —dijo Myrna, indicando el cuaderno que estaba ojeando—. Gemas de nihilismo.

—Eso no es más que un fragmento del conjunto.

—¿No vas a dejar siquiera alguna nota a tu madre, una nota amarga, razonada, algo?

—No merece la pena. Tardaría semanas en entenderla —Ignatius cogió el laúd y la trompeta en un brazo y el saco de dormir en el otro—. No dejes ese cuaderno de hojas sueltas, por favor. Contiene un diario, una fantasía sociológica sobre la que he estado trabajando. Es mi obra más comercial. Tiene unas posibilidades cinematográficas maravillosas en manos de un Walt Disney o un George Pal.

—Ignatius —Myrna se detuvo en la puerta, los brazos llenos de cuadernos, movió sus labios incoloros un instante antes de hablar, como si estuviera formulando un discurso. Sus ojos cansados y drogados de autopista escudriñaron el rostro de Ignatius a través de las gafas chispeantes—. Este es un momento muy importante. Tengo la sensación de estar salvando a alguien.

—Lo estás haciendo, lo estás haciendo, sí Pero ahora debemos irnos. Por favor. Ya hablaremos luego.

Ignatius pasó por delante de ella y bajó hasta el coche, abrió la puerta trasera del mismo, era un Renault pequeño, y se aposentó entre los carteles y montones de panfletos que cubrían el asiento. El coche olía como un quiosco de periódicos—. ¡De prisa! No tenemos tiempo para montar un
tablean vivant
aquí delante de la casa.

—Oye, ¿pero vas a ir detrás? —preguntó Myrna, dejando caer su cargamento de cuadernos por la puerta de atrás.

—Claro que sí —gritó Ignatius—. No estoy dispuesto a sentarme delante, en esa trampa mortal, para viajar por la autopista. Vamos, entra en este cochecito y salgamos de aquí.

—Espera, espera. Me he dejado un montón de cuadernos —dijo Myrna, y corrió de nuevo a la casa, la guitarra golpeteándole en el costado.

Bajó las escaleras con otra carga y paró en la acera de ladrillo, volviéndose para mirar la casa. Ignatius comprendió que estaba intentando grabar la escena: Eliza cruzando el hielo con un genio particularmente voluminoso en sus brazos. Como Harriet Beecher Stowe, Myrna aún estaba dispuesta a irritar. Por fin, en respuesta a los gritos de Ignatius, bajó hasta el coche y le echó en el regazo el segundo cargamento de cuadernos «Gran Jefe».

—Creo que aún quedan algunos debajo de la cama.

—¡No te preocupes! —gritó Ignatius—. Sube y pon esto en marcha. Oh, Dios mío. No me metas la guitarra en la cara. ¿Por qué no puedes llevar un bolso como una señorita decente?

—Vete a la porra —dijo Myrna furiosa; se deslizó tras el volante y puso el coche en marcha—. ¿Dónde quieres pasar la noche?

—¿Pasar la noche? —atronó Ignatius—. No vamos a pasar la noche en ningún sitio. No podemos parar.

—Ignatius, estoy que me caigo. Llevo en este coche desde ayer por la mañana.

—Bueno, crucemos el lago Pontchartrain por lo menos.

—De acuerdo. Podemos coger el paso elevado y parar en Mandeville.

—¡No! —Myrna le llevaría derecho a los brazos de algún alertado psiquiatra—. Allí no podemos parar. El agua está contaminada. Hay epidemia.

—¿Sí? Entonces iré por el puente viejo hasta Slidell.

—Sí. Es bastante más seguro, desde luego. En ese paso elevado siempre hay problemas con las barcazas. Podríamos caernos al lago y ahogarnos —el Renault estaba muy hundido atrás y aceleraba muy despacio—. Este coche es demasiado pequeño para mi talla. ¿Estás segura de que podrás llegar a Nueva York? Dudo seriamente que yo pueda sobrevivir más de uno o dos días en esta posición fetal.

—Eh, ¿dónde se van ustedes dos, pareja de
beatniks
? —dijo la voz desmayada de la señorita Annie desde detrás de las persianas. El Renault se desplazó hacia el centro de la calle.

—¿Aún vive ahí esa vieja zorra? —preguntó Myrna.

—¡Cállate y salgamos de aquí!

—¿Vas a andar siempre fastidiándome así? —Myrna miró furiosa hacia la gorra verde por el espejo retrovisor—. Porque me gustaría saberlo.

—¡Oh, mi válvula! —jadeó Ignatius—. No me hagas una escena, por favor. Mi psique se desmoronaría por completo después de los ataques que ha sufrido últimamente.

—Lo siento. Por un momento, me pareció que volvíamos al pasado, yo de chófer y tú fastidiándome desde el asiento de atrás.

—Espero que no esté nevando allá por el Norte. Mi organismo sencillamente se negaría a funcionar en esas condiciones. Y, por favor, durante el viaje, cuidado con los autobuses Greyhound. Serían capaces de hacer papilla un juguetito como éste.

—Ignatius, me pareces otra vez el ser horrible que eras. Creo que estoy cometiendo un error muy grave.

—¿Un error? No, por supuesto que no —dijo Ignatius dulcemente—. Pero ten cuidado con esa ambulancia. No podemos empezar nuestro peregrinaje con un accidente.

Al pasar la ambulancia, Ignatius se estiró y vio «Hospital de Caridad» escrito en la puerta. La luz roja giratoria de la ambulancia salpicó al Renault un breve instante, al cruzarse los dos vehículos. Ignatius se sintió ultrajado. Esperaba un camión grande, un camión enrejado. Le habían subestimado al enviar aquella ambulancia vieja, aquel Cadillac desvencijado. Habría podido destrozar fácilmente todas aquellas ventanillas. Luego las relampagueantes aletas del Cadillac quedaban ya a dos manzanas tras ellos y Myrna giró para entrar en la Avenida St. Charles.

Ahora que Fortuna le había salvado al fin de un ciclo espantoso, ¿qué le reservaba para el próximo? El nuevo ciclo iba a ser distinto a cuanto había conocido hasta entonces.

Myrna condujo el Renault por el tráfico urbano con destreza, entrando y saliendo por vías absurdamente estrechas hasta que dejaron atrás la última farola parpadeante del último suburbio cenagoso. Luego, entraron en la oscuridad de las marismas. Ignatius contempló el indicador de la autopista que reflejaba sus faros. U.S. 11. El indicador pasó. Bajó el cristal de la ventanilla unos centímetros y aspiró el aire salino que llegaba del Golfo.

Como si aquel aire fuera un purgante, se le abrió la válvula. Respiró de nuevo, esta vez con más intensidad. La jaqueca sorda desaparecía.

Miró agradecido la nuca de Myrna, la cola de caballo que golpeaba inocente sus rodillas. Gratamente. Qué irónico, pensó Ignatius. Y, tomando la cola de caballo con una de sus manazas, la apretó cálidamente contra su húmedo bigote.

NOTAS

[1]
En español en el original.
(N. de los Ts.)

[2]
En español en el original.
(N. de los Ts.)

[3]
Patrick Henry fue un patriota y un revolucionario, naturalmente.
(N. de los Ts.)

[4]
Blancos anglosajones protestantes.
(N. de los Ts.)

[5]
En español en el original.
(N. de los Ts.)

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