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Authors: John Kennedy Toole

Tags: #Humor

La conjura de los necios (28 page)

BOOK: La conjura de los necios
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—Todos los días rezo una oración por ti, querida —le dijo a la foto, sin que viniera mucho a cuento, sosteniendo el cubito de hielo con la lengua—. Y puedes estar segura de que habrá siempre una vela encendida por ti en St. Ode.

Alguien llamó en las persianas de la entrada. Al posar precipitadamente la fotografía, Santa la hizo caer de frente.

—¡Irene! —chilló cuando abrió la puerta y vio a la vacilante señora Reilly en las escaleras, y a su sobrino, el patrullero Mancuso, abajo, en la acera—. Entra, mujer. ¡Qué elegante estás!

—Gracias, cielo —dijo la señora Reilly— ¡Uf! Ya se me había olvidado lo que se tarda en llegar aquí. Angelo y yo nos hemos tirado casi una hora en ese coche.

—Es el tráfico. Eso es, sí —propuso el patrullero Mancuso.

—Ay qué horror, qué catarro —dijo Santa—. Ay, Angelo. Deberías decir en la comisaría que te saquen de esos retretes. ¿Dónde está Rita?

—No tenía ganas de venir. Tenía jaqueca.

—En fin, no me extraña, encerrada en esa casa todo el día con esos crios —dijo Santa—. Tendría que salir más, Angelo. ¿Qué es lo qué le pasa a esa chica?

—Nervios —contestó Angelo, con tristeza—. Tiene un problema nervioso.

—Los nervios son algo terrible —dijo la señora Reilly—. ¿Sabes lo qué pasó, Santa? Angelo perdió el libro que le dejó Ignatius. Qué lástima, mujer. No me importa lo del libro, pero no hay que decírselo a Ignatius. Menudo lío tendríamos.

La señora Reilly se llevó el dedo a los labios para indicar que lo del libro debía mantenerse para siempre en secreto.

—Bueno, dame el abrigo, anda —dijo Santa diligentemente, casi arrancándole a la señora Reilly el viejo abrigo de lana de entretiempo, color púrpura. Estaba decidida a que el fantasma de Ignatius J. Reilly no asediara su fiesta como tantas veladas de bolos.

—Tienes una casa preciosa. Santa —dijo la señora Reilly, respetuosamente—. Y qué limpia.

—Sí. pero quiero comprar linóleo nuevo para la sala. ¿Has usado alguna vez cortinas de papel, querida? No quedan nada mal. Vi unas preciosas en Maison Blanche.

—Yo compré una vez unas cortinas de papel preciosas para la habitación de Ignatius, pero él las arrancó y las tiró. Dice que son un aborto. ¿Verdad que es horrible?

—Cada cual tiene sus gustos —se apresuró a decir Santa.

—Ignatius no sabe que vine esta noche aquí. Le dije que iba a una novena.

—Angelo, prepárale a Irene algo de beber. Y tómate tú un poco de whisky, te irá bien para ese catarro. Tengo unas cocacolas en la cocina.

—A Ignatius no le gustan las novenas, tampoco. No le gusta nada a ese muchacho. La verdad es que ya me estoy hartando de Ignatius, aunque sea mi hijo.

—Preparé una ensalada de patatas exquisita, ya veréis. Ese señor me dijo que le gustaban las ensaladas de patata.

—Tendrías que ver esos uniformes grandes que me trae para lavar. Y las instrucciones que me da sobre cómo tengo que lavarlos. Parece que vendiera ese jabón en polvo de la tele. La verdad es que parece como si le gustase realmente andar por la calle tirando de ese carro.

—Mira a Angelo, mujer, mira qué cosa tan bárbara nos está preparando.

—¿Tienes aspirinas, Santa?

—Oh, vamos, Irene. ¿Qué clase de fiesta va a ser ésta? Bebe un poco. Espera hasta que venga ese señor. Tenemos que divertirnos. Mira, tú y ese señor podéis bailar aquí mismo delante del fonógrafo.

—¿Bailar? No me apetece bailar con ningún viejo. Además, se me hincharon los pies esta tarde mientras planchaba las batas de Ignatius.

—Irene, no puedes desilusionarle, chica. Tendrías que haber visto la cara que puso cuando le invité en la puerta de la iglesia. Pobre viejo. Apuesto a que nadie le invita.

—El quería venir, ¿no?

—¿Que si quería venir? Me preguntó si tenía que venir de traje.

—¿Y tú qué le dijiste?

—Bueno, pues yo le dije «Póngase lo que quiera, señor mío».

—Oh, qué detalle —la señora Reilly bajó la vista hacia su traje de fiesta, de tafetán verde—. Ignatius me preguntó por qué llevaba un traje de fiesta para ir a la novena. Estaba sentado en su cuarto escribiendo disparates y le digo «¿Qué estás escribiendo ahora, chico?». Y él dice: «Escribo sobre lo que es ser vendedor de salchichas.» ¿Verdad que es horroroso? ¿Quién va a querer leer una historia como ésa? ¿Sabes cuánto trajo hoy a casa de ese sitio de las salchichas? Cuatro dólares. ¿Cómo voy a pagarle yo a ese hombre, dime?

—Mira. Angelo nos ha preparado un combinado estupendo.

La señora Reilly tomó un vaso de mermelada de la mano de Angelo y bebió la mitad de dos tragos.

—¿De dónde has sacado ese gramófono tan bonito, querida?

—¿Cómo dices? —preguntó Santa.

—Ese chisme que tienes ahí en el suelo.

—Es de mi sobrinita. Una chica preciosa. Se ha licenciado ahora en el instituto de St. Odo y ha conseguido ya un trabajo de vendedora, un trabajo estupendo.

—¿Te das cuenta? —dijo muy excitada la señora Reilly—. Apuesto a que se las arregla mejor que Ignatius.

—Dios santo, Angelo —dijo Santa—. Deja ya de toser. Échate ahí y descansa hasta que llegue ese señor.

—Pobre Angelo —dijo la señora Reilly, después de que el patrullero saliera de la habitación—. Es buenísimo, desde luego. Hay que ver qué buenos sois los dos conmigo. Y pensar que nos conocimos cuando él intentaba detener a Ignatius.

—No sé cómo no ha llegado ya ese señor.

—A lo mejor es que no viene, Santa —la señora Reilly terminó su bebida—. Voy a prepararme otro si no te importa, querida. Tengo problemas.

—Hazlo, chica, hazlo. Yo voy a llevar tu abrigo a la cocina y a ver qué tal está Angelo. Vaya gente más alegre que tengo hasta ahora en mi fiesta. Espero que ese señor no se caiga y se rompa una pierna por el camino.

En cuanto salió Santa, la señora Reilly se llenó el vaso con whisky y añadió un chorrito de Seven-Up. Luego cogió la cuchara, probó con ella la ensalada de patatas y, limpiándola bien con los labios, volvió a colocarla sobre la servilletita de papel. La familia de la otra mitad de la casi doble de Santa comenzó en aquel momentó a desencadenar lo que parecía un motín. Tras dar un sorbo al vaso, la señora Reilly pegó la oreja a la pared e intentó filtrar algún significado de todo el guirigay.

—Angelo está tomando un poco de medicina para el catarro —dijo Santa al volver a la sala.

—Tenéis unas paredes estupendas en esta casa, chica —dijo la señora Reilly, incapaz de entender el por qué de la discusión que se desarrollaba al otro lado de la pared—. Ojalá viviéramos aquí Ignatius y yo. La señorita Annie no tendría motivos para quejarse.

—¿Dónde estará ese señor? —preguntó Santa a las persianas de la entrada.

—A lo mejor no viene.

—A lo mejor se le ha olvidado.

—Eso es lo que pasa con los viejos, querida.

—No es tan viejo, Irene.

—¿Qué edad tendrá?

—Debe andar ya rondando los setenta, me imagino.

—Bueno, entonces no es tan viejo. Mi pobre tía Marguerite, la que te conté que le pegaron los chicos para quitarle el bolso, anda por los ochenta —la señora Reilly terminó su bebida—. Quizá se haya ido a ver una película o algo así. Santa, ¿te importaría que me sirviera otro?

—¡Irene! Mujer, vas a caerte redonda. No quiero presentarle a ese señor tan amable a una persona borracha.

—Me serviré sólo un poquito. Hoy estoy tan nerviosa.

La señora Reilly se echó una buena dosis de whisky en el vaso y se sentó otra vez, aplastando una de las bolsas gigantes de patatas fritas.

—Oh, Señor, ¿qué he hecho ahora?

—Acabas de espachurrarme las patatas —dijo Santa, algo irritada.

—Oh, ahora se habrán quedado todas hechas migas —dijo la señora Reilly, sacándose la bolsa de debajo —examinó el aplastado celofán—. Oye, Santa, ¿qué hora tienes? Ignatius dice que está seguro de que los ladrones entrarán en casa esta noche y tengo que irme pronto.

—Vamos, Irene, calma. Acabas de llegar.

—Si quieres que te diga la verdad, Santa, no creo que quiera conocer a ese señor.

—Bueno, pues ahora ya es demasiado tarde.

—Sí, pero ¿qué vamos a hacer ese señor y yo? —preguntó recelosa la señora Reilly.

—Vamos, Irene, tranquilízate de una vez, mujer. Estás poniéndome nerviosa a mí. Lamento haberte pedido que vinieras —Santa apartó un momento el vaso de los labios de la señora Reilly—. Escucha: tú tenías artritis y estabas muy mala. La bolera te ayudó a curarte, ¿no? Te pasabas las noches metida en casa con ese chico loco hasta que apareció Santa, ¿no? Ahora, hazle caso a Santa, preciosa. Supongo que no quieres acabar completamente sola con ese Ignatius. Ese viejo tiene algo de dinero, al parecer. Viste bien. Te conoce de algo. Le gustas —Santa miró a la señora Reilly a los ojos—. ¡Ese viejo puede pagar tu deuda!

—¿Sí? —la señora Reilly no había pensado en ello; el viejo pasó de pronto a ser algo más atractivo—. ¿Y es limpio?

—Claro que es limpio —dijo Santa irritada—. ¿Crees que voy a presentarle a mi amiga a un vagabundo?

Alguien llamó quedamente a las persianas de la puerta de entrada.

—Oh, seguro que es él —dijo ávidamente Santa.

—Dile que tuve que irme, querida.

—¿Irte? ¿Adonde vas a irte, Irene? Si ese hombre está en la puerta.

—Es él, ¿verdad?

—Déjame que mire.

Santa abrió la puerta y echó hacia afuera las persianas.

—Hola, señor Robichaux —dijo en la noche a alguien a quien la señora Reilly no podía ver—. Estábamos esperándole. Aquí mi amiga la señorita Reilly estaba preguntando dónde estaría usted. Pase, pase, que ahí fuera hace frío.

—Sí, señorita Battaglia, siento haber llegado un poco tarde, pero tuve que dar un paseo por el barrio con mis nietecitos. Rifaban unos rosarios de las hermanas.

—Estoy enterada, sí —dijo Santa—. Compré el otro día un número. Me lo vendió un chiquillo. Son unos rosarios preciosos. Una señora que conozco ganó el motor fuera-borda que rifaron las hermanas el año pasado.

La señora Reilly estaba sentada en el sofá, inmóvil, mirando fijamente su vaso, como si acabara de descubrir una cucaracha flotando en él.

—¡Irene! —gritó Santa—. ¿Qué haces, chica? Di «Hola» al señor Robichaux.

La señora Reilly alzó la vista y reconoció al viejo al que había detenido el patrullero Mancuso delante de D. H. Holmes.

—Me alegro de conocerle —dijo la señora Reilly al vaso.

—Quizá la señorita Reilly no se acuerde —le dijo el señor Robichaux a Santa, que resplandecía de felicidad—. Pero ya nos conocemos.

—¡Vaya, pensar que ustedes dos son viejos amigos! —dijo Santa muy feliz—. Qué pequeño es el mundo.

—Ay, yi, yi, yi —dijo la señora Reilly, la voz ahogada por la angustia—. Oh la lá.

—¿Se acuerda usted? —dijo el señor Robichaux—. Fue en el centro, junto a Holmes. Aquel policía intentaba llevarse a su chico, pero me llevó a mí en su lugar.

Santa enarcó las cejas sorprendida.

—¡Oh, sí! —dijo la señora Reilly—. Creo que ya me acuerdo. Un poco.

—Pero no fue culpa suya, señorita Reilly. Fueron ellos, los policías. Son todos una pandilla de comunistas.

—No tan alto —advirtió la señora Reilly—. Las paredes son muy finas en esta casa.

Y, tras decir esto, movió el codo y derribó del brazo del sofá su vaso vacío.

—¡Oh, señor! Santa, quizá debieras decirle a Angelo que se fuese. Yo ya cogeré un taxi. Dile que se vaya por la parte de atrás. Es más fácil para él, ¿comprendes?

—Ya entiendo lo que quieres decir, querida —Santa se volvió al señor Robichaux—. Escuche, cuando nos vio a mi amiga y a mí allí en la bolera, no iba con nosotras ningún hombre, ¿verdad?

—Ustedes, señoras, estaban solas.

—¿No fue ésa la noche en que A. se hizo detener? —cuchicheó la señora Reilly a Santa.

—Oh, sí, Irene. Tú pasaste a recogerme en tu coche. Acuérdate que se soltó el parachoques del todo, justo enfrente de la bolera.

—Sí, sí. Lo puse en el asiento de atrás. Ignatius fue el que me hizo destrozar ese coche, me ponía tan nerviosa desde el asiento de atrás.

—Oh, no —dijo el señor Robichaux—. Lo único que no puedo soportar es un mal perdedor o un mal deportista.

—Si alguien me hace una cochinada —continuó Santa— yo procuro poner la otra mejilla, ¿sabe lo que quiero decir? Esa es la forma cristiana de actuar. ¿Verdad que sí, Irene?

—Claro que sí, querida —ratificó calurosamente la señora Reilly—. Santa, cielo, ¿tienes aspirinas?

—¡Irene! —dijo Santa furiosa—. Oiga, señor Robichaux, imagínese ahora que ve a aquel policía que le detuvo.

—Espero no volver a verle nunca —dijo con apasionamiento el señor Robichaux—. Es un asqueroso comunista. Esa gente quiere imponer aquí el estado policial.

—Sí, pero supongámoslo. ¿No le perdonaría y le olvidaría?

—Santa —interrumpió la señora Reilly—. Yo creo que voy a dar una vuelta hasta la cocina a ver si encuentro aspirinas.

—Fue una cosa horrorosa —dijo el señor Robichaux a Santa—. Toda mi familia se enteró. La policía llamó a mi hija.

—Bueno, eso no tiene importancia —dijo Santa—. A todo el mundo le detienen alguna vez en su vida. ¿Ve usted, la ve? —Santa cogió la foto que yacía boca abajo en la repisa de la chimenea y se la enseñó a sus dos invitados—: Mi pobre mamá querida. La policía se la llevó del Lautenschlaeger Market cuatro veces por alterar el orden.

Santa hizo una pausa para dar un húmedo beso a la foto y luego concluyó:

—¿Creen que se preocupó por eso? En absoluto.

—¿Es ésa tu mamá? —preguntó muy interesada la señora Reilly—. Debió llevar una vida dura, ¿eh? Ay, las madres sufren mucho en esta vida, créeme.

—En fin, como iba diciendo —continuó Santa— yo no me preocuparía tanto porque me hubieran detenido. Los policías también tienen problemas. A veces, se equivocan. Después de todo, son seres humanos.

—Yo he sido siempre una ciudadana decente —dijo la señora Reilly—. Voy a lavar mi vaso a la fregadera.

—Siéntate, Irene. Déjame hablar con el señor Robichaux.

La señora Reilly se acercó al viejo aparato de radio y se sirvió un vaso de Early Times.

—Nunca olvidaré a aquel patrullero Mancuso —decía el señor Robichaux.

—¿Mancuso? —preguntó Santa, muy sorprendida—. Yo tengo muchos parientes con ese mismo apellido. En realidad, uno de ellos pertenece a la policía, y además está aquí ahora, precisamente.

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