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Authors: John Kennedy Toole

Tags: #Humor

La conjura de los necios (10 page)

BOOK: La conjura de los necios
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—Bien, bien —Ignatius bostezó, mostrando el rosa fofo de su lengua—. Levy Pants me parece tan malo como los títulos de otras organizaciones con las que he establecido contacto o peor incluso. Me doy cuenta de que estoy empezando ya, evidentemente, a tocar el fondo del mercado laboral.

—Tienes que tener paciencia, hijo. Verás qué bien te va.

—¡Oh, Dios mío!

II

El patrullero Mancuso tuvo una buena idea, que le había proporcionado nada menos que Ignatius Reilly. Había telefoneado a la casa de los Reilly para preguntar a la señora Reilly cuándo podía ir a la bolera con él y con su tía. Cogió el teléfono Ignatius, y se puso a aullar:

—Deje de molestarnos, subnormal. Si tuviera algún sentido, estaría investigando en antros como ese Noche de Alegría en el que fuimos maltratados y expoliados mi querida madre y yo. Yo fui víctima, por desgracia, de una mujerzuela viciosa y depravada, una de esas chicas que se dedican a hacer beber a los clientes. Además, la propietaria es nazi. Suerte tuvimos de poder salir de allí con vida. Vaya a investigar a ese antro y déjenos en paz a nosotros, destroza-hogares.

En ese momento, la señora Reilly le arrebató el teléfono a su hijo. Al sargento le gustaría saber de aquel local. Puede que llegase incluso a felicitar al patrullero Mancuso por la información. El patrullero Mancuso carraspeó plantado ante el sargento y dijo:

—He recibido una información sobre un lugar donde hay chicas de esas que se dedican a hacer beber a los clientes.

—¿Ha recibido usted una información? —preguntó el sargento—. ¿Quién le ha dado esa información?

El patrullero Mancuso decidió no meter a Ignatius en el asunto por varias razones. Prefirió a la señora Reilly.

—Una señora que conozco —contestó.

—¿Y cómo sabe esa señora lo que pasa en un sitio así? —preguntó el sargento—. ¿Quién la llevó allí?

El patrullero Mancuso no podía decir «su hijo». Eso abriría de nuevo ciertas heridas. ¿Por qué tenían que ser siempre tan conflictivas sus conversaciones con el sargento?

—Estuvo allí sola —dijo al fin el patrullero Mancuso, intentando lograr que la entrevista no se convirtiera en un desastre.

—¿Una señora sola en un sitio como ése? —aulló el sargento— ¿Qué clase de señora es ésa? Probablemente sea ella también una de esas chicas que se dedican a hacer beber a los clientes. Lárguese de aquí. Mancuso, y tráigame a un sospechoso. Todavía estoy esperando que me traiga uno. No me venga con informaciones de ese tipo. Vaya usted a mirar en su armario. Hoy le toca ser soldado. En marcha.

El patrullero Mancuso se dirigió muy triste a los armarios, preguntándose por qué nunca podía hacer nada a derechas para el sargento. En cuanto se fue, el sargento se volvió a un detective y le dijo:

—Envíe a un par de hombres a ese Noche de Alegría una noche de éstas. Puede haber alguien tan imbécil como para decirle la verdad a Mancuso. Pero a él no le diga nada. No quiero que ese mamarracho se lleve ningún mérito. Seguirá disfrazándose mientras no me traiga un sospechoso.

—Sabe, recibimos otra queja hoy a causa de Mancuso, de una señora que dice que un hombre bajito que llevaba sombrero le dio un empujón en un autobús anoche —dijo el detective.

—Ya estoy harto —dijo el sargento, enfurecido—. Otra queja como ésa y detenemos a Mancuso.

III

El señor González encendió las luces de la pequeña oficina y también la estufa de gas que había junto a su escritorio. En los veinte años que llevaba trabajando para Levy Pants, siempre había sido el primero en llegar por la mañana.

—Cuando llegué aquí esta mañana, aún no había amanecido —solía decirle al señor Levy en las raras ocasiones en que el señor Levy se veía obligado a visitar Levy Pants.

—Debe salir usted de casa demasiado temprano —comentaba el señor Levy.

—Esta mañana estuve hablando con el lechero en las escaleras de la oficina.

—Bueno, bueno, señor González, ya está bien. ¿Me consiguió el billete de avión para Chicago para ir a ver el partido entre los Bears y los Packers?

—Cuando llegaron los otros a trabajar, yo ya tenía toda la oficina caliente.

—O sea que se dedica a gastar mi gas. Aguante el frío, hombre. Es mucho más sano.

—Esta mañana, en el tiempo que pasé aquí solo, antes de que llegaran los demás, hice dos páginas del libro de contabilidad. Mire, cacé una rata, además, junto al refrigerador. Debió pensar que aún no había nadie en la oficina y le aticé con un pisapapeles.

—Quíteme de delante esa maldita rata. Este lugar ya es bastante deprimente. Coja ese teléfono y resérveme ahora mismo hotel para el Derby.

No se era muy exigente en Levy Pants. La puntualidad era motivo suficiente para el ascenso. El señor González se convirtió en jefe administrativo y pasó a controlar a los pocos y alicaídos oficinistas que quedaban a sus órdenes. Nunca lograba, en realidad, recordar los nombres de sus administrativos y mecanógrafas. A veces, parecían renovarse casi a diario, con la excepción de la señorita Trixie, la octogenaria ayudante de contabilidad que llevaba casi medio siglo copiando deficientemente números en los libros de contabilidad de Levy. Llevaba incluso puesta la visera verde de celuloide en el camino de ida y vuelta al trabajo, gesto que el señor González interpretaba como símbolo de lealtad a Levy Pants. Los domingos llevaba a veces la visera a la iglesia, confundiéndola con un sombrero. La había llevado puesta incluso en el funeral de su hermano, donde se la arrancó de la cabeza su cuñada, más alerta y algo más joven. Pero la señora Levy había dado orden de que se retuviese a la señorita Trixie, pasara lo que pasara.

El señor González pasó un paño por su escritorio y pensó (tal como hacía todas las mañanas a aquella hora en que la oficina aún estaba fría y desierta y las ratas del muelle se divertían jugando frenéticamente allí dentro) en la felicidad que le había proporcionado su relación con Levy Pants. En el río se deslizaban entre la niebla los cargueros, pitándose unos a otros, y el rumor de sus penetrantes sirenas retumbaba entre los oxidados archivadores de la oficina. Junto a él, la pequeña estufa rechinaba y restallaba a medida que sus piezas iban calentándose y dilatándose. El señor González escuchaba inconscientemente todos los sonidos que habían presidido el inicio de su jornada durante veinte años y encendió el primero de los diez cigarrillos que fumaba todos los días. Una vez apurado el cigarrillo hasta el filtro, lo dejó y vació el cenicero en la papelera. Le gustaba impresionar al señor Levy con la limpieza de su escritorio.

Junto a su mesa estaba el escritorio de fuelle de la señorita Trixie. Todos los cajones medio abiertos estaban llenos de periódicos viejos. Entre las pequeñas formaciones esféricas de pelusa que había bajo la mesa, había instalado un trozo de cartón a modo de cuña en una de las esquinas, para nivelarla. Ocupaban la silla, en vez de la señorita Trixie, una bolsa de papel marrón llena de trozos de telas viejas y un rollo de bramante. En la mesa había colillas que habían caído del cenicero. Este era un misterio que el señor González nunca había sido capaz de aclarar, pues la señorita Trixie no fumaba. Le había pedido varias veces que se lo aclarara, pero jamás había recibido una respuesta coherente. El sector de la señorita Trixie tenía algo magnético, atraía todos los desechos que hubiera en la oficina, y cuando faltaban plumas, gafas, bolsos o encendedores, normalmente podían hallarse en algún rincón de su escritorio. La señorita Trixie almacenaba también todas las guías telefónicas, que se amontonaban en uno de los atestados cajones de su mesa.

El señor González estaba a punto de investigar el sector de la señorita Trixie buscando su tampón extraviado, cuando se abrió la puerta de la oficina y entró ella, arrastrando sus playeros por el suelo de madera. Traía otra bolsa de papel que parecía contener la misma variedad de retales y bramante, junto con el tampón, que sobresalía por arriba. La señorita Trixie llevaba dos o tres años aquellas bolsas, acumulando a veces tres o cuatro junto a su escritorio, sin revelar nunca a nadie su propósito o su destino.

—Buenos días, señorita Trixie —dijo el señor González, con su tono efervescente de tenor—. ¿Qué tal estamos esta mañana?

—¿Qué? Ah, hola, Gómez —dijo débilmente la señorita Trixie, y se encaminó hacia el lavabo de señoras, como si la arrastrase un vendaval. La señorita Trixie nunca adoptaba una verticalidad perfecta; ella y el suelo formaban siempre un ángulo inferior a noventa grados.

El señor González aprovechó la oportunidad de su desaparición para recuperar su tampón de la bolsa, y descubrió que estaba cubierto de lo que parecía y olía a grasa de tocino. Mientras lo limpiaba, se preguntó cuántos empleados se presentarían. El año anterior, un día sólo se habían presentado a trabajar él y la señorita Trixie; pero eso fue antes de que la empresa hubiera concedido un aumento de cinco dólares al mes. Aun así, el personal administrativo de Levy Pants solía faltar al trabajo sin telefonear siquiera al señor González. Esto era una preocupación constante, y tras la llegada de la señorita Trixie, él miraba siempre anhelante hacia la puerta, sobre todo ahora que la fábrica tenía que iniciar los envíos de sus modelos de primavera y verano. La verdad del caso era que el señor González necesitaba ayuda desesperadamente.

El señor González vio una visera verde al otro lado de la puerta. ¿Habría salido la señorita Trixie por la fábrica y habría decidido volver a entrar por la puerta principal? Era propio de ella. En una ocasión, se fue al lavabo de señoras por la mañana y el señor González se la encontró a última hora de la tarde dormida sobre un montón de géneros en piezas, en el desván del taller. Luego, la puerta se abrió y entró en la oficina el hombre más grande que el señor González había visto en su vida. Se quitó la gorra verde y reveló una mata densa de pelo negro aplastada contra el cráneo con vaselina, estilo años veinte. Cuando se quitó el abrigo, el señor González vio unos anillos de grasa apretados en una ceñida camisa blanca, dividida en vertical por una ancha corbata de flores. Daba la impresión de que se había aplicado también vaselina en el bigote, pues éste le brillaba resplandeciente. Y luego, aquellos ojos increíbles, azules y amarillos, con un finísimo encaje de venillas rojas. El señor González rezó casi audiblemente para que aquel gigantón viniese a pedir trabajo. El señor González estaba impresionado y sobrecogido.

Ignatius se encontraba en lo que quizá fuese la oficina más espantosa que había visto en su vida. Las desnudas bombillas que colgaban irregularmente del techo tiznado arrojaban una luz débil y amarillenta sobre las pandeadas tablas del suelo. Unos archivadores viejos dividían la estancia en varios cubículos, en cada uno de los cuales había un escritorio pintado con un extraño barniz naranja. A través de las polvorientas ventanas de la oficina se contemplaba una grisácea vista del muelle de la Avenida Poland, la estación de carga del Ejército, el Mississippi y, a lo lejos, al otro lado del río, los diques secos y los tejados de Algiers. Una mujer muy vieja entró vacilante en la estancia y tropezó con una hilera de archivadores La atmósfera de aquel lugar le recordó a Ignatius su propia habitación, y su válvula se lo confirmó, abriéndose gozosa. Ignatius rezó casi audiblemente para que aceptaran su candidatura. Estaba impresionado y sobrecogido.

—¿Sí? —preguntó animoso el hombrecillo vivaz del pulcro escritorio.

—Oh. Creí que era la señora la que estaba al cargo —dijo Ignatius con su tono de voz más estentóreo, considerando a aquel individuo la única desgracia de la oficina—. Vengo por el anuncio.

—Ah, estupendo. ¿Cuál de ellos? —exclamó entusiasmado el hombre—. Hemos puesto dos en el periódico, uno en el que pedimos una mujer y otro en el que pedimos un hombre.

—¿Y por cuál cree usted que vengo yo? —aulló Ignatius.

—Oh —dijo muy turbado el señor González—. Lo siento muchísimo. Lo dije sin pensar. En fin, el sexo es lo de menos, podría usted coger cualquiera de los dos trabajos. Quiero decir, a mí el sexo no me importa.

—Olvídelo, por favor —dijo Ignatius. Advirtió con interés que la vieja empezaba a cabecear sobre la mesa. Las condiciones de trabajo parecían fastuosas.

—Venga, siéntese, por favor. La señorita Trixie le quitará el abrigo y el sombrero y los pondrá en el perchero de los empleados. Queremos que se sienta aquí como en su casa.

—Pero si aún no he hablado con usted.

—No se preocupe por eso. Estoy seguro de que nos pondremos de acuerdo en todo. Señorita Trixie. ¡Señorita Trixie!

—¿Qué? —gritó la señorita Trixie, tirando al suelo su atiborrado cenicero.

—Traiga, yo me encargaré de sus cosas —el señor González recibió un manotazo en la mano cuando la dirigía a la gorra verde, aunque se le permitió coger el abrigo—. Menuda corbata lleva usted. Se ven ya muy pocas como ésa.

—Perteneció a mi difunto padre.

—Cuánto lamento oír eso —dijo el señor González y colocó el abrigo en un viejo armario metálico, en el que Ignatius vio una bolsa como las otras dos que había junto al escritorio de la vieja—. Por cierto, ésta es la señorita Trixie, una de nuestras empleadas más antiguas. Verá cómo le resulta muy agradable.

La señorita Trixie se había quedado dormida, la blanca cabeza entre los periódicos del escritorio.

—Sí —suspiró al fin la señorita Trixie—. Oh, es usted, Gómez. ¿Es ya hora de salir?

—Señorita Trixie, éste es uno de nuestros nuevos empleados.

—Un chico grande y majo —dijo la señorita Trixie, alzando hacia Ignatius sus ojos reumáticos—. Bien alimentado.

—La señorita Trixie lleva en la empresa unos cincuenta años. Eso le dará idea de la satisfacción que produce a nuestros empleados la relación con Levy Pants. La señorita Trixie trabajó para el difunto padre del señor Levy, que era todo un caballero.

—Sí, todo un caballero —dijo la señorita Trixie, incapaz de recordar ya al viejo señor Levy—. Me trataba bien. Siempre tenía una palabra amable aquel hombre.

—Gracias, señorita Trixie —dijo rápidamente el señor González, como un maestro de ceremonias que pretende poner punto final a la actuación bochornosa de un número de varietés.

—La empresa dice que va a darme un jamón cocido para Pascua —dijo la señorita Trixie a Ignatius—. Espero que me lo den. Se olvidaron por completo de mi pavo el Día de Acción de Gracias.

—La señorita Trixie lleva muchos años con Levy Pants —explicó el jefe administrativo, mientras la anciana ayudante de contabilidad balbucía algo más sobre el pavo.

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