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Authors: John Kennedy Toole

Tags: #Humor

La conjura de los necios (6 page)

BOOK: La conjura de los necios
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Luego metió las manos en los bolsillos del abrigo de cuero y clavó la mirada en las gafas de sol. Aquello era un chollo, sin duda una especie de regalo caído del cielo. Un tipo de color al que detendrían por vagancia si no trabajaba. Tendría un mozo cautivo que trabajaría para ella por casi nada. Qué maravilla. Lana se sintió bien por primera vez desde que se había encontrado aquellos dos personajes ensuciándole el bar.

—Veinte dólares a la semana.

—¡Cómo! No me extraña que no encontrara al hombre idóneo. Pues sí. Oiga, ¿qué pasó con el salario mínimo?

—Tú necesitas un trabajo, ¿no? Yo necesito un mozo. El negocio va mal. ¡Enfócalo así!

—El último que trabajó aquí se debió morí de hambre.

—Trabajarás seis días a la semana de diez a tres. Si las cosas van bien, ¿quién sabe? A lo mejor consigues un aumentillo.

—No se preocupe. Vendré tos los días, haré cualquier cosa por evita que la poli me eche el guante —dijo Jones, echando más humo a Lana Lee—. ¿Dónde está esa jodia escoba?

—Una cosa que debe quedar clara es que aquí no se dicen tacos ni palabrotas.

—Sí, madame. No se preocupe, que yo no voy a causa mala impresión en un sitio tan fino como el Noche de Alegría. ¡Ca, señó!

Se abrió la puerta y apareció Darlene, ataviada con un vestido de noche de satén y un sombrero de flores, moviendo graciosamente la falda al caminar.

—¿Cómo es que llegas tan tarde? —gritó Lana—. Te dije que estuvieras aquí a la una.

—Es que se me acatarró anoche la cacatúa, Lana. Fue espantoso. Estuvo toda la noche sin dormir tosiéndome en la oreja. Es una excusa estúpida.

—Pero si es verdad —contestó Darlene con tono ofendido.

Puso luego en la barra el inmenso sombrero y se encaramó en un taburete, sumergiéndose en una nube que había lanzado Jones.

—Tuve que llevarla al veterinario esta mañana a que le pusiera una inyección de vitaminas. No quiero que el pobre bicho ande tosiendo encima de mis muebles.

—¿Cómo pudo ocurrírsete ayer dar cuerda a aquellos dos personajes? Todos los días, todos, Darlene, intento explicarte el tipo de clientela que queremos aquí. Y, luego, llego y te encuentro comiendo mierda en mi barra con una vieja y un cerote gordo, ¿Es que pretendes arruinar mi negocio? La gente se asoma a la puerta ve una combinación como ésa y se largan a otro bar. ¿Qué tengo que hacer para que lo
entiendas
, Darlene? ¿Cómo puede tener un ser humano una mentalidad como la tuya?

—Ya te he dicho que me daba mucha pena aquella pobre mujer, Lana. Tenías que haber visto cómo la trataba su hijo. Tendrías que haber oído la historia que él me contó del autobús. Y la buena señora allí sentada todo el tiempo pagándole las bebidas. No tuve más remedio que aceptar una de sus pastas para que no se sintiera tan desgraciada.

—Bueno, la próxima vez que te encuentre dando cuerda a gente así y arruinando mi inversión, te sacaré de aquí a patadas en el trasero, ¿está claro?

—Sí, madame.

—¿Seguro que has entendido lo que te he dicho?

—Sí, madame.

—Está bien. Ahora, enséñale a este muchacho dónde guardamos las escobas y demás, y que barra los cristales de la botella que rompió la señora. Tú te ocupas de que todo esto quede como un espejo, como castigo por lo que hiciste anoche. Yo me voy de compras.

Lana se encaminó hacia la puerta, pero antes de salir se volvió y dijo:

—No quiero que ande nadie en la caja que hay debajo de la barra.

—Te juro —dijo Darlene a Jones cuando Lana desapareció por la puerta— que este lugar es peor que el ejército. ¿Te ha contratado hoy?

—Sí —contestó Jones—. No es exactamente que me haya contratado. Fue como si me comprara en una subasta.

—Por lo menos recibirás un salario. Yo trabajo a comisión, hago beber a la gente. ¿Crees que es fácil? Intenta conseguir que un tipo consuma más de una de las horribles bebidas que sirven aquí. Es todo agua. Tienen que gastarse diez, quince dólares para que les haga algún efecto. Es un trabajo duro, te lo aseguro. Lana echa agua hasta en el champán. Tendrías que probarlo. Luego, anda todo el día quejándose de lo mal que va el negocio. Dice que es ruinoso. Si se tomase un trago aquí de vez en cuando, ya sabría lo que es bueno. Sólo con que entren a beber cinco personas, ya gana una fortuna. El agua no cuesta nada.

—¿Qué ha ido a compra? ¿Un látigo?

—No me lo preguntes. Lana nunca me cuenta nada. Es curiosa, esta Lana —Darlene sopló delicadamente por la nariz—. Yo en realidad querría ser danzarina exótica. He estado ensayando un número en mi apartamento. Si lograra que Lana me dejara bailar aquí de noche, podría tener un sueldo fijo y dejar de andar vendiendo agua a comisión. Ahora que lo pienso, tendría que darme algo por lo que aquella gente bebió aquí anoche. La señora bebió mucha cerveza, estoy segura. No entiendo de qué se queja Lana. El negocio es el negocio. Aquel hombre gordo y su mamá no eran mucho peor que la gente que suele entrar aquí. Creo que lo que le fastidió a Lana fue aquella gorra verde tan rara que llevaba encasquetada en la cabeza. Cuando hablaba, bajaba la orejera, y luego la levantaba para oír. Cuando entró Lana, todos estaban gritándole, así que tenía las dos orejeras alzadas como alas. En fin, hacía un poco raro.

—¿Y dices que ese tipo gordo andaba por ahí con su mamá? —preguntó Jones, asociando mentalmente.

—Ujj —Darlene dobló el pañuelo y se lo metió en el escote—. Desde luego, espero que no se les ocurra volver por aquí. Sería un verdadero problema para mí. Jesús —Darlene parecía preocupada—. Oye, será mejor que hagamos algo para arreglar esto antes de que vuelva Lana. Escucha. No te esfuerces demasiado limpiando este basurero. En realidad, desde que estoy aquí nunca lo he visto limpio. Y, además, esto está siempre tan oscuro que nadie puede notar la diferencia. Si haces caso a lo que dice Lana, podrías creer que este agujero es el Ritz.

Jones lanzó otra nube. De todas formas, no podía ver prácticamente nada con aquellas gafas.

III

El patrullero Mancuso disfrutaba subiendo con aquella moto por la Avenida St. Charles. Había cogido en la comisaría una moto grande y ruidosa, todo cromo y azul celeste, y sólo con tocar un mando podía convertirse en una especie de máquina del millón llena de luces chispeantes, parpadeantes, cegadoras, blancas y rojas. La sirena, una cacofonía de doce gatos monteses enloquecidos, bastaba para que los personajes sospechosos de un kilómetro a la redonda defecasen de pánico y corriesen a esconderse. El patrullero Mancuso sentía un amor platónicamente profundo por aquella moto.

Pero las fuerzas del mal engendradas por la personalidad odiosa (y aparentemente imposible de desenmascarar) de personajes sospechosos le parecían remotas aquella tarde. Los viejos robles de la Avenida St. Charles se arqueaban como un dosel que escudase del suave sol invernal que rociaba y salpicaba el cromo de la motocicleta. Aunque últimamente los días habían sido fríos y húmedos, la tarde tenía esa calidez súbita y sorprendente que hace tan agradables los inviernos de Nueva Orleans. El patrullero Mancuso agradecía aquella suavidad climática, pues vestía sólo camiseta de manga corta y bermudas, que era el atuendo que el sargento había elegido para aquel día. La larga barba roja que llevaba sujeta a las orejas con alambres le abrigaba algo el pecho; había cogido furtivamente la barba de un armario cuando el sargento no miraba.

El patrullero Mancuso inhaló el aroma mohoso de los robles y pensó (un aparte romántico) que la Avenida St. Charles debía ser el lugar más encantador del mundo. De vez en cuando, pasaba a los tranvías que, con su lento cabeceo, parecían avanzar lánguidamente sin destino concreto, siguiendo su ruta entre las antiguas mansiones alineadas a ambos lados de la avenida. Parecía todo tan plácido, tan próspero, tan inocente... Iba a visitar, fuera de servicio, a aquella pobre viuda Reilly. Le había dado tanta pena cuando la vio llorando en medio del desastre... Lo menos que podía hacer era ayudarla.

En la Calle Constantinopla giró hacia el río, petardeando y bufando por aquel barrio en decadencia, hasta llegar a una manzana de casas construidas en las décadas de 1880 y 1890, reliquias en madera de los períodos Gótico y Dorado que rezumaban tallas y volutas, estereotipos suburbanos de las mansiones Boss Tweed, separadas por callejas tan estrechas que entre casa y casa había poco más de un metro, y cercadas por verjas con pinchos de acero y tapias bajas de ladrillo carcomido. Las casas más grandes se habían convertido en edificios de apartamentos improvisados, y sus porches en habitaciones adicionales. En algunos de los patios delanteros había cocheras de aluminio y en uno o dos de los edificios habían construido luminosas marquesinas, también de aluminio. Era un barrio que había degenerado de lo Victoriano a nada en concreto, que se había adentrado en el siglo veinte con despreocupación e indiferencia y muy limitado de fondos.

La dirección que buscaba el patrullero Mancuso era el edificio más pequeño del conjunto, cocheras aparte, un Liliput de la década de 1880. Un platanero helado, marrón y marchito, languidecía apoyado contra el porche como si se dispusiese a desmoronarse tal como ya hiciera mucho tiempo atrás la verja de hierro. Cerca del árbol muerto, había un pequeño montículo de tierra y una cruz celta de contrachapado, también ladeada. El Plymouth 1946 estaba aparcado en el patio delantero, el parachoques apretado contra el porche, las luces traseras bloqueando la acera de ladrillo. Pero, salvo por el coche y la gastada cruz y el platanero momificado, el pequeño patio estaba completamente vacío. No había ningún matorral. No había yerbas. No cantaban pájaros.

El patrullero Mancuso contempló el Plymouth y vio la profunda fisura del techo y del guardabarros, lleno de círculos cóncavos, que tenía una anchura de varios centímetros. En el trozo de cartón que había colocado tapando el agujero de lo que había sido la ventanilla trasera había la siguiente inscripción: JUDIAS ESTOFADAS VAN CAMP'S. Al parar junto a la tumba, leyó lo que decía la borrosa inscripción de la cruz: REX. Luego subió los gastados escalones de ladrillo y oyó, tras los postigos cerrados, un canto atronador:

Las chicas grandes no lloran.

Las chicas grandes no lloran.

Las chicas grandes no lloran, no. No lloran.

Las chicas grandes no lloran... no.

Mientras esperaba que alguien contestara a su llamada, leyó la borrosa pegatina del cristal de la puerta: «Un fallo del labio puede hundir un barco.» Debajo, la fotografía de un miembro del cuerpo auxiliar femenino de la marina, con un dedo que había adquirido un tono tostado en los labios.

En la misma manzana, más allá, la gente que había en los porches le miraba y miraba la moto. Las persianas del otro lado de la calle que subían y bajaban lentamente para lograr el enfoque adecuado, indicaban que tenía también un considerable público invisible, ya que una moto de la policía allí era un acontecimiento, en especial con un motorista de pantalones cortos y barba roja. La gente de aquella calle era pobre, desde luego, pero honrada. Sintiéndose de pronto cohibido, el patrullero Mancuso tocó otra vez el timbre y asumió lo que consideraba su posición erguida oficial. Ofreció a su público el perfil mediterráneo, pero el público sólo veía a un individuo pequeño y cetrino al que le colgaban los pantalones cortos grotescamente en la entrepierna, y cuyas piernas flacuchas parecían demasiado desnudas con aquellas ligas tan serias y aquellos calcetines de nylon que le colgaban cerca de los tobillos. El público se mostraba curioso, pero nada impresionado; algunos ni siquiera mostraban curiosidad, los pocos que suponían que semejante visión acabaría llegando un día u otro a aquella miniatura de casa.

Las chicas grandes no lloran.

Las chicas grandes no lloran.

El patrullero Mancuso llamó, ferozmente, a las persianas.

Las chicas grandes no lloran.

Las chicas grandes no lloran.

—Están en casa —chilló una mujer, por las persianas de la casa contigua, una visión de arquitecto de un Jay Gould doméstico—. La señora Reilly debe estar en la cocina. Vaya usted por atrás. ¿Usted qué es, señor? ¿Un policía?

—El patrullero Mancuso. De incógnito —contestó él con firmeza.

—¿Sí? —hubo un momento de silencio—. ¿Con quién quiere usted hablar, con el chico o con la madre?

—Con la madre.

—Bueno, menos mal. Con él no podría hablar. Está viendo la tele. ¿Ha oído usted eso? A mí me vuelve loca. Me destroza los nervios.

El patrullero Mancuso dio las gracias a la voz de mujer y entró en la húmeda calleja. En el patio trasero encontró a la señora Reilly colgando una sábana sucia y amarillenta en un tendal sujeto en las deshojadas higueras.

—Vaya, es usted —dijo la señora Reilly, tras un instante. Había estado a punto de empezar a gritar al ver aparecer en su patio a aquel individuo de la barba roja—. ¿Cómo le va, señor Mancuso? ¿Qué dijo aquella gente? —y empezó a caminar pisando cautamente sobre los ladrillos rotos del pavimento, con sus mocasines marrones de fieltro—. Entre, que le prepararé una buena taza de café.

La cocina era una estancia grande, de techo alto, la más grande de la casa, y olía a café y a periódicos viejos. Era oscura, como todas las habitaciones de la casa; el pringoso empapelado y las molduras de madera oscura habrían transformado cualquier luz en penumbra, aunque, en realidad, se filtraba poca luz de la calleja. Pese a que al patrullero Mancuso no le interesaban los interiores de las casas, advirtió de todos modos, como lo habría advertido cualquiera, la presencia de la antigua cocina de gas con el horno alto y la nevera con el motor cilindrico encima. Pensando en las sartenes eléctricas, las secadoras de gas, las batidores y mezcladoras mecánicas, las fuentes de baffles, y los asadores motorizados que parecían estar siempre girando, rallando, batiendo, enfriando, zumbando e hirviendo en la argéntea cocina de su esposa Rita, el patrullero Mancuso se preguntó qué haría la señora Reilly en aquella cocina casi vacía. En cuanto anunciaban en la tele un aparato nuevo, la señora Mancuso lo compraba, por muy arcanos que fueran sus usos.

—Ahora dígame qué dijo aquel hombre —la señora Reilly puso a hervir una cacerola de leche en su cocina eduardiana de gas—. ¿Cuánto tengo que pagar? Le diría usted que soy una pobre viuda que tiene un hijo que mantener, ¿verdad?

—Sí, ya se lo dije —contestó el patrullero Mancuso, sentándose muy tieso en la silla y mirando esperanzadamente la mesa cubierta con un hule—. ¿Le importa que deje la barba en la mesa? Es que hace mucho calor aquí y me pica la cara.

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