Sam conocía bien la región en veinte millas a la redonda de Hobbiton.
En la cima misma de la loma estaba el sitio de los abetos. Dejando el camino, se metieron en la profunda oscuridad de los árboles que olían a resina y juntaron ramas secas y piñas para hacer fuego. Pronto las llamas crepitaron alegremente al pie de un gran abeto y se sentaron alrededor un rato, hasta que comenzaron a cabecear. Cada uno en un rincón de las raíces del árbol, envueltos en capas y mantas, cayeron en un sueño profundo. Nadie quedó de guardia; ni siquiera Frodo temía algún peligro, pues aún estaban en el corazón de la Comarca. Unas pocas criaturas se acercaron a observarlos luego que el fuego se apagó. Un zorro que pasaba por el bosque, ocupado en sus propios asuntos, se detuvo unos instantes, husmeando.
"¡Hobbits!", pensó. "Bien, ¿qué querrá decir? He oído cosas extrañas de esta tierra, pero rara vez de un hobbit que duerma a la intemperie bajo un árbol. ¡Tres hobbits! Hay algo muy extraordinario detrás de todo esto."
Estaba en lo cierto, pero nunca descubrió nada más sobre el asunto.
Llegó la mañana, pálida y húmeda. Frodo despertó primero y descubrió que la raíz del árbol se le había incrustado en la espalda y que tenía el cuello tieso. "¡Caminar por placer! ¿Por qué no habré venido en carro?", pensó como lo hacía siempre al comienzo de una expedición. "¡Y todas mis hermosas camas de plumas vendidas a los Sacovilla-Bolsón! Las raíces de estos árboles les hubieran venido bien." Se desperezó.
—¡Arriba, hobbits! —gritó—. Hermosa mañana.
—¿Qué tiene de hermosa? —preguntó Pippin, asomando un ojo sobre el borde de la manta—. ¡Sam! ¡Prepara el desayuno para las nueve y media! ¿Tienes listo ya el baño caliente?
Sam dio un salto, amodorrado aún. —No, señor, ¡no todavía! —exclamó.
Frodo arrancó las mantas que envolvían a Pippin, lo hizo rodar y fue hacia el linde del bosque. En el lejano este, el sol se levantaba muy rojo entre las nieblas espesas que cubrían el mundo. Tocados con oro y rojo, los árboles otoñales parecían navegar a la deriva en un mar de sombras. Un poco más abajo, a la izquierda, el camino descendía bruscamente a una hondonada y desaparecía.
Cuando Frodo regresó, Sam y Pippin estaban haciendo un buen fuego.
—¡Agua! —gritó Pippin—. ¿Dónde está el agua?
—No llevo agua en los bolsillos —dijo Frodo.
—Pensamos que habrías ido a buscarla —dijo Pippin, muy ocupado en sacar los alimentos y las tazas—. Es mejor que vayas ahora.
—Tú también puedes venir —respondió Frodo—. Y trae todas las botellas.
Había un arroyo al pie de la loma. Llenaron las botellas y la pequeña marmita en un salto de agua que caía desde unas piedras grises, unos metros más arriba. Estaba helada y se lavaron la cara y las manos sacudiéndose y resoplando.
Cuando terminaron de desayunar y rehicieron los fardos, eran más de las diez de la mañana; el día estaba volviéndose hermoso y cálido. Bajaron la cuesta, cruzaron el arroyo, subieron la cuesta siguiente y subiendo y bajando franquearon otra cresta de las colinas. Entonces las capas, las mantas, el agua, los alimentos y todo el equipo empezaron a pesarles de veras.
La marcha de ese día prometía ser agobiante y la carga agotadora. Pocas millas después, sin embargo, no hubo más subidas y bajadas. El camino ascendía hasta la cima de una empinada colina por una senda zigzagueante y luego descendía una última vez. Vieron frente a ellos las tierras bajas, salpicadas con pequeños grupos de árboles que en la distancia se confundían en una parda bruma boscosa. Estaban mirando por encima del Bosque Cerrado hacia el río Brandivino. El camino se alargaba como una cinta.
—El camino no tiene fin —dijo Pippin—, pero yo necesito descansar. Es la hora del almuerzo.
Se sentó al borde del camino, mirando hacia el brumoso este: más allá estaba el río y el fin de la Comarca donde había pasado toda la vida. Sam permanecía de pie junto a él; los ojos redondos muy abiertos, pues veía tierras que nunca había visto, un nuevo horizonte.
—¿Hay elfos en esos bosques? —preguntó.
—Que yo sepa, no —respondió Pippin.
Frodo callaba. También él miraba hacia el este a lo largo del camino, como si no lo hubiese visto nunca. De pronto dijo pausadamente y en voz alta, pero como si se hablara a sí mismo:
El Camino sigue y sigue
desde la puerta.
El Camino ha ido muy lejos,
y si es posible he de seguirlo
recorriéndole con pie fatigado
hasta llegar a un camino más ancho
donde se encuentran senderos y cursos.
¿Y de ahí adónde iré? No podría decirlo.
—Me recuerda un poema del viejo Bilbo —dijo Pippin—. ¿Es una de tus imitaciones? No me parece muy alentadora.
—No lo sé —dijo Frodo—. Me llegó como si estuviese inventándola, pero debo de haberla oído hace mucho tiempo. En realidad, me recuerda mucho a Bilbo en los últimos años, antes que partiera. Decía a menudo que sólo había un camino y que era como un río caudaloso; nacía en el umbral de todas las puertas, y todos los senderos eran ríos tributarios. "Es muy peligroso, Frodo, cruzar la puerta", solía decirme. "Vas hacia el camino y si no cuidas tus pasos no sabes hacia dónde te arrastrarán. ¿No entiendes que este camino atraviesa el Bosque Negro, y que si no prestas atención puede llevarte a la Montaña Solitaria, y más lejos aún y a sitios peores?" Acostumbraba decirlo en el sendero que pasaba frente a la puerta principal de Bolsón Cerrado, especialmente después de haber hecho una larga caminata.
—Bien. El camino no me arrastrará a ningún lado, al menos durante una hora —dijo Pippin, descargando el fardo.
Los otros siguieron su ejemplo. Apoyaron los bultos contra el terraplén y extendieron las piernas sobre el camino. Descansaron, almorzaron bien y luego descansaron de nuevo.
El sol declinaba; la luz de la tarde se alargaba sobre la tierra cuando los tres hobbits bajaron por la loma. No habían encontrado ni un alma en el camino; no parecía una vía muy frecuentada, pues no era apta para carros y había poco tránsito hacia Bosque Cerrado. Iban caminando lentamente desde hacía una hora o más, cuando Sam se detuvo un momento como si escuchara. Estaban ahora en una planicie y el camino, después de mucho serpentear, se extendía en línea recta y cruzaba praderas verdes, salpicadas de árboles altos, como centinelas de los próximos bosques.
—Oigo una jaca o un caballo que viene por el camino detrás de nosotros —dijo Sam.
Miraron hacia atrás, pero había una curva en el camino y no podían ver muy lejos.
—Me pregunto si no será Gandalf que viene a reunirse con nosotros —dijo Frodo. Al mismo tiempo sintió que no era así y de pronto tuvo el deseo de esconderse, para que el jinete no lo viera—. No es que me importe mucho —dijo disculpándose—, pero preferiría que nadie me viese en el camino; estoy harto de que mis cosas se sepan y discutan. Y si es Gandalf —añadió, como si acabara de ocurrírsele—, le daremos una pequeña sorpresa como pago por su demora. ¡Escondámonos!
Los otros dos corrieron hacia la izquierda, metiéndose en un hoyo, no lejos del camino, y agazapándose. Frodo dudó un segundo; la curiosidad, o algún otro sentimiento, luchaba con el deseo de esconderse. El ruido de cascos se acercaba. Justo a tiempo se arrojó a un lugar de pastos altos, detrás de un árbol que sombreaba el camino. Luego alzó la cabeza y espió con precaución por encima de una de las grandes raíces.
En el codo del camino apareció un caballo negro, no un poney hobbit sino un caballo de gran tamaño, y sobre él un hombre corpulento, que parecía echado sobre la montura, envuelto en un gran manto negro y tocado con un capuchón, por lo que sólo se le veían las botas en los altos estribos. La cara era invisible en la sombra.
Cuando llegó al árbol, frente a Frodo, el caballo se detuvo. El jinete permaneció sentado, inmóvil, con la cabeza inclinada, como escuchando. Del interior del capuchón vino un sonido, como si alguien olfateara para atrapar un olor fugaz; la cabeza se volvió hacia uno y otro lado del camino.
Un repentino miedo de ser descubierto se apoderó de Frodo y pensó en el Anillo. Apenas se atrevía a respirar, pero el deseo de sacar el Anillo del bolsillo se hizo tan fuerte que empezó a mover lentamente la mano. Sentía que sólo tenía que deslizárselo en el dedo para sentirse seguro; el consejo de Gandalf le parecía disparatado. Bilbo mismo había usado el Anillo. "Todavía estoy en la Comarca", pensó, al tiempo que tocaba la cadena del Anillo. En ese momento el jinete se enderezó y sacudió las riendas. El caballo echó a andar, lentamente primero y después con un rápido trote. Frodo se arrastró al borde del camino y siguió con la vista al jinete, hasta que desapareció a lo lejos. No podía asegurarlo, pero le pareció que súbitamente, antes de perderse de vista, el caballo había doblado hacia los árboles de la derecha.
—Creo que se trata de algo muy curioso, en realidad inquietante —se dijo Frodo, mientras iba al encuentro de sus compañeros.
Pippin y Sam habían permanecido todo este tiempo tendidos sobre la hierba y no habían visto nada; Frodo les describió el jinete y su extraña conducta.
—No puedo decir por qué, pero sentí que me buscaba o me
olfateaba
, y tuve la certeza de que yo no quería que me descubriera. Nunca en la Comarca sentí algo parecido.
—¿Pero qué tiene que ver con nosotros uno de la Gente Grande? —preguntó Pippin—. ¿Y qué está haciendo en esta parte del mundo?
—Hay hombres en los alrededores —dijo Frodo—. En la Cuaderna del Sur creo que tuvieron dificultades con la Gente Grande, pero nunca había oído de alguien como este jinete. Me pregunto de dónde viene.
—Perdón, señor —interrumpió Sam de improviso—. Yo sé de dónde viene. De Hobbiton. A menos que haya más de uno. Y sé adónde va.
—¿Qué quieres decir? —dijo Frodo severamente, mirándolo con asombro—. ¿Por qué no lo dijiste antes?
—Acabo de acordarme, señor. Ocurrió así: cuando ayer a la tarde volví a casa con la llave, mi padre me dijo:
¡Hola, Sam! Creí que habías Partido con el señor Frodo esta mañana. Vino un personaje extraño preguntando por el señor Bolsón, de Bolsón Cerrado. Se acaba de ir. Lo envié a Gamoburgo. No me gustó el aspecto que tenía. Pareció desconcertado cuando le dije que el señor Bolsón había dejado el viejo hogar para siempre. Silbó entre dientes, sí. Me estremecí.
Le pregunté al Tío qué clase de individuo era.
No lo sé
, me respondió.
Pero no era un hobbit. Alto, moreno y se inclinó sobre mí; creo que era uno de la Gente Grande, esos que viven en lugares remotos. Hablaba de modo raro
.
"No pude quedarme a escuchar más, señor, pues usted me esperaba; no le hice mucho caso. El Tío está algo ciego y debe de haber sido casi de noche cuando el individuo subió a la colina y lo encontró tomando fresco como de costumbre. Espero que mi padre no le haya causado daño, señor, ni yo.
—No se puede culpar al Tío —dijo Frodo—. Te diré que lo oí hablar con un extranjero. Parecía preguntar por mí y tuve la tentación de acercarme y preguntarle quién era. Lamento no haberlo hecho, o que no me lo hubieses contado antes; me habría cuidado más en el camino.
—Quizá no haya relación entre este jinete y el extranjero del Tío —dijo Pippin—. Abandonamos Hobbiton bastante en secreto y no sé cómo hubiera podido seguirnos.
—¿Qué me dice del olfateo, señor? —preguntó Sam—. El Tío dijo que era un tipo negro.
—Ojalá hubiese esperado a Gandalf —murmuró Frodo—. Pero quizás habría empeorado las cosas.
—¿Entonces sabes o sospechas algo de ese jinete? —dijo Pippin, que había captado el murmullo.
—No lo sé, y prefiero no sospecharlo —dijo Frodo.
—¡Muy bien, primo Frodo! Puedes guardar el secreto, si quieres pasar por misterioso. Mientras tanto, ¿qué haremos? Me gustaría un bocado y un trago, pero creo que sería mejor salir de aquí. Tu charla sobre Jinetes olfateadores de narices invisibles me ha turbado bastante.
—Sí, creo que nos iremos —dijo Frodo—. Pero no por el camino; pudiera ocurrir que el jinete volviera, o lo siguiese algún otro. Hoy tenemos que hacer un buen trecho. Los Gamos está todavía a muchas millas de aquí.
Cuando partieron, las sombras de los árboles eran largas y finas sobre el pasto. Caminaban ahora por la izquierda del camino, manteniéndose a distancia de tiro de piedra y ocultándose todo lo posible; pero la marcha era así difícil, pues la hierba crecía en matas espesas, el suelo era disparejo y los árboles comenzaban a apretarse en montecillos.