Read La ciudad de la bruma Online

Authors: Daniel Hernández Chambers

Tags: #Infantil y juvenil, Intriga

La ciudad de la bruma (7 page)

BOOK: La ciudad de la bruma
4.16Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Primero a ella, Angela, pero toda la información que pudo conseguir en principio fue que se había mudado y nadie parecía capaz de proporcionarle sus nuevas señas. Cada vez más nervioso, se dirigió a las oficinas de su socio, sir Ernest Ravenscroft, esperando que él le ayudara a dar con ella, pero ni tan siquiera le permitieron entrar, y ante sus airadas protestas, le dijeron que sir Ernest afirmaba no conocerle.

* * *

Sintiéndose víctima de alguna extraña burla, esa noche recibió una visita en su casa.

Al abrir la puerta se encontró de bruces con Herbert Dawson, la mano derecha de sir Ernest Ravenscroft.

—¿Qué diablos…? ¿Qué está ocurriendo aquí, Dawson?

—Sir Ernest me envía a darle a usted una explicación —dijo Dawson—. Y una advertencia.

—¿De qué está hablando?

—¿Puedo sentarme?

Jeremiah contestó con un gesto impaciente.

—En el tiempo que usted ha estado en el extranjero han cambiado algunas cosas.

—Ya lo he notado. ¿Sabe usted dónde está Angela?

—La señorita Levin ya no es tal, me temo.

—No comprendo.

—Su nuevo apellido es Longman, y ahora vive en Glasgow, con su marido.

Jeremiah Winston notó un dolor agudo en el pecho, a la altura del corazón, como si uno de aquellos afilados y herrumbrosos cuchillos de los afganos se acabase de hundir en sus carnes.

—¿Marido? ¿Qué está diciendo, Dawson? ¡Ella es mi prometida!

Herbert Dawson se encogió de hombros.

—Lo era, hace más de un año. Por desgracia su… interés hacia usted debió disiparse a los pocos meses de su marcha. El verano pasado supimos de su enlace con el señor Douglas Longman, un comerciante escocés bastante rico.

Por unos momentos Jeremiah se quedó sin habla, subyugado por aquella revelación. Angela le había prometido amor eterno… y si lo que Dawson afirmaba era cierto, la eternidad se reducía a unos meses.

—¿Y sir Ernest? —preguntó al fin, más por dejar a un lado el recuerdo doloroso de su amada—. ¿Por qué se niega a recibirme?

—Esa es otra cuestión. Tal vez usted desconozca el difícil clima que se ha generado en Londres tras la debacle de la guerra.

—La guerra ha terminado conforme a los intereses de Inglaterra.

—Sí, puede ser, pero en el tiempo que usted ha estado ausente se ha vivido aquí cierta polémica, motivada por la derrota en Maiwand.

La sola mención del lugar produjo un escalofrío a Jeremiah Winston.

—El ejército inglés nunca había sufrido una derrota semejante.

—¡¿Y?! ¿Qué tiene eso que ver conmigo?

Dawson carraspeó, para a continuación decir:

—No sería positivo para los negocios de sir Ernest que le asociaran con uno de los hombres que tomaron parte en esa… deshonrosa derrota.

—¿Deshonrosa? Nos superaban en número, no había forma de ganar aquella batalla.

—La batalla de Maiwand figurará en los libros de Historia como la mayor vergüenza del ejército inglés, señor Winston.

Jeremiah le miró con incredulidad, notando cómo su labio inferior comenzaba a temblar por la rabia ante lo que escuchaba.

—Sir Ernest y yo somos socios —acertó a decir.

—De nuevo se equivoca usted con el tiempo verbal. A sir Ernest no le interesa ya ese proyecto; de hecho, su intención es no volver a mantener ningún contacto con usted, señor Winston.

Se produjo un silencio cargado de tensión durante el que Herbert Dawson se esforzó por mantener la mirada airada de Jeremiah Winston. Cuando este por fin reaccionó, el otro se sintió en cierto modo aliviado.

—Váyase de aquí, Dawson. Y dígale a sir Ernest que esto no quedará así.

* * *

Cuando supo del asesinato de Annie Chapman, William sintió que había perdido de nuevo el rastro de Elizabeth. Se sentía víctima de una maldición, condenado a no encontrarla.

Multitud de rumores comenzaron a circular a una velocidad pasmosa por todo Londres, algunos de ellos propagados con la inestimable ayuda de los periódicos, que veían en los crímenes una excusa perfecta para aumentar su número de ejemplares vendidos. Según uno de esos rumores que llegaron a oídos de William, el culpable de las muertes era un tal Joseph Merrick. No podía ser otro, afirmaban, el asesino tenía que ser sin lugar a dudas un monstruo, y no existía nadie más monstruoso que Merrick.

—¿Sabes tú de quién hablan? —preguntó William a Gregory—. ¿Quién es ese Merrick?

—¿Nunca has oído hablar de él?

William negó con la cabeza.

—Aquí en el East End es una pequeña celebridad. Puedo presentártelo, si quieres.

—¿Lo conoces?

—Es amigo mío.

—Pero si todo el mundo lo conoce, ¿cómo es que la policía no lo ha arrestado todavía?

Gregory le miró con una mueca de sarcasmo, y contestó:

—Los de Scotland Yard tienen fama de ineptos, pero no lo son tanto. Ese rumor es falso, cualquiera con dos dedos de frente lo sabe. Joseph Merrick no es el asesino de Whitechapel.

—¿Seguro?

—¡Claro! La gente es cruel y dice muchas mentiras sin pensar. Anda, ven. Te llevaré a conocerle, para que puedas ver con tus propios ojos lo absurdo que es ese rumor.

Salieron del Ten Bells, donde habían acudido por si Elizabeth volvía a aparecer por allí, y Gregory le guió hasta el Royal London Hospital.

* * *

Lo que vio William resultaba indescriptible. Jamás había tenido delante algo semejante. Una corriente eléctrica recorrió todo su cuerpo. Su primera reacción fue detenerse en seco, sin poder impedir que su rostro reflejase una expresión de susto y repugnancia. Al principio no supo qué era exactamente aquello… parecía un hombre, pero… Era más bien la mezcla de un ser humano y algún extraño animal. La cabeza era gigantesca, tanto que el cuello no podía soportar su peso y estaba vencida hacia delante. El tamaño no era lo único fuera de lo normal en ella; tenía varias protuberancias que la deformaban horriblemente, abultando la frente hasta tapar el ojo izquierdo casi por completo. Su brazo derecho parecía estar hinchado, era tan enorme y desproporcionado que aquel individuo lo mantenía apoyado sobre el reposabrazos del sillón en el que estaba sentado, sin poder moverlo, mientras que el izquierdo era pequeño, bien proporcionado en sí mismo pero pequeño en comparación con el resto del cuerpo. A William se le antojó el brazo de un niño de no más de diez o doce años.

Miró a Gregory en busca de alguna explicación, y descubrió una sonrisa cortés en su cara.

—Buenas tardes, Joseph —decía en ese momento.

La voz que respondió al saludo era pastosa y trabada, producto de la dificultad que suponía vocalizar correctamente con aquellos labios exageradamente gruesos. William al principio no entendió todas las palabras, aunque intuyó lo que decía. Sin embargo, pronto se habituó a aquella voz y pudo comprenderla sin mayores problemas.

—Querido amigo Gregory. Me alegro de verte. Gracias por venir a visitarme.

—Siento no haber podido venir últimamente.

—No te disculpes. ¿Quién te acompaña?

William notó la mirada de aquel extraño personaje clavándose en él y, contra su voluntad, sintió un nuevo escalofrío. Aún tenía dibujada en la cara la expresión inicial de aversión. Más tarde se avergonzaría de ambas cosas.

—Es William Ravenscroft, un… amigo —dijo Gregory—. Él, William, es Joseph Merrick.

Joseph, viendo que William permanecía con los pies pegados al suelo, se incorporó trabajosamente, ayudándose de un bastón, y se aproximó hasta él encorvado y cojeando ostensiblemente, con una mueca similar a una sonrisa en la boca. Su enorme brazo derecho colgaba inerte junto al cuerpo.

—Encantado, William. —Dejó un momento el bastón y le tendió su mano izquierda, que el otro estrechó—. Sé bienvenido a mi hogar.

¿Su hogar? William no comprendió, aquella pequeña estancia en la que se encontraban formaba parte del complejo del hospital. Aunque, sí, parecía decorada como una vivienda: en un rincón, junto a la pared, había un camastro lleno de cojines; a sus pies una alfombra; en el centro una mesa rodeada de varias sillas; bajo la única ventana, una mesa camilla sobre la que descansaba una maqueta a medio construir de una iglesia (tal y como estaba ahora, parecía una iglesia derruida por algún cataclismo).

—Gracias —contestó, añadiendo a continuación—: ¿Vives aquí?

—Sí, así es.

—Es una larga historia —intervino Gregory.

Lo era, en efecto. Una historia de sufrimiento terrible que poco más tarde William escuchó sobrecogido mientras tomaban una taza de té humeante.

Aunque por su aspecto resultaba imposible adjudicarle una edad aproximada, Joseph Merrick tenía veintiséis años. Desde muy pequeño, cuando contaba únicamente dos años, los tumores habían comenzado a aparecer por todo su cuerpo, deformándole hasta el punto de que apenas podía valerse por sí mismo. Su madre había procurado protegerle y cuidarle, pero pronto falleció de neumonía y Joseph pasó a vivir con su padre y su nueva esposa, quienes en ningún momento mostraron hacia él el mínimo aprecio. Le obligaron a trabajar casi como si en lugar de un hijo fuese un miembro de la servidumbre, así que en cuanto tuvo oportunidad, Joseph se marchó de casa.

Tampoco en la calle encontró cobijo, pues su físico atraía la atención de todos cuantos le veían; algunos se apresuraban a acelerar el paso para alejarse de él, mientras otros, más crueles aún, formaban corrillos a su alrededor y se burlaban o le insultaban.

Así las cosas, el único empleo que pudo hallar fue como atracción de circo en un local de Whitechapel Road, donde por el precio de dos peniques los curiosos podían entrar y maravillarse (u horrorizarse) ante lo que un cartel en la entrada describía como una espantosa criatura propia de una pesadilla.

Algún tiempo después, ese tipo de espectáculos denigrantes fue prohibido y Joseph, convencido de que era su única forma de ganar un sustento, emigró a Bélgica, donde todavía eran permitidos. Pero allí las cosas fueron peor, pronto se vio obligado a regresar a Inglaterra, víctima de robo y malos tratos. Al volver, por fin la suerte se puso de su lado y el doctor Frederick Treves se cruzó en su vida, ingresándole en el Royal London Hospital y haciéndose cargo de su cuidado para poder investigar su inusual enfermedad. La dirección del hospital decidió asignarle una habitación en el ala este, de manera que aquel lugar acabó por convertirse, como había dicho, en su hogar. Un hogar en el que no había espejos porque ni el propio Joseph Merrick soportaba la visión de su rostro.

—El doctor Treves me trata como nadie más lo ha hecho —explicó Joseph, mostrando en el tono de su voz el agradecimiento que sentía hacia el cirujano.

William no supo qué decir. Se sentía avergonzado al darse cuenta de que sus reacciones al entrar en la estancia y ver a aquel ser habían sido las mismas que Joseph había visto reflejadas en los rostros de tanta otra gente durante toda su vida. En realidad no había nada que decir, Joseph Merrick no quería que sintieran lástima por él. Pese a todas las tragedias de su vida, los desprecios que había sufrido, era una persona amistosa y amable; sabía que su enfermedad no tenía solución y prefería no pensar en ello. Su máximo deseo era poder ser tratado como alguien normal; por eso en cuanto terminó su relato dijo:

—Ya te he contado mi vida, ahora te toca a ti.

William dio un trago más a su taza de té y obedeció, resumiendo sus dieciséis años de vida. Ya que Joseph había ahondado tanto en detalles, él debía corresponderle de la mejor manera posible: habló de su padre, contando lo poco que sabía de él, su costumbre de encerrarse en su despacho-biblioteca a cal y canto, desoyendo e ignorando a su hijo; y de la señora Connelly, que le había educado, cuidando de él como si fuera su propio hijo.

—Falleció a principios de agosto —dijo como conclusión.

Joseph movió ligeramente su cabeza en un gesto de asentimiento.

—Puede decirse que ambos estamos solos en el mundo.

A William le pilló por sorpresa el comentario. Había muchísimas diferencias entre ellos, comenzando por el aspecto físico, tan distinto en uno y otro, pero era cierto que de algún modo los dos estaban solos. Él había experimentado la soledad tremenda de la mansión, que parecía haber aumentado de tamaño con la ausencia de la señora Connelly y haberse llenado de ecos y espacios vacíos, pero solo podía imaginar el tipo de soledad que Joseph había sentido durante su vida, la soledad de ser repudiado y humillado por todos. Comprendió que en el interior de aquel cuerpo monstruoso y grotesco había un ser humano exactamente igual que él, un ser que había sufrido, pero que no quería culpar a nadie por ello. En cierto modo, los tres compartían el hecho de haber experimentado en carne propia la más absoluta de las soledades.

—Se hace tarde —dijo de pronto Gregory, percatándose de que la noche había caído al otro lado de los cristales.

—Sí, supongo que será mejor que nos marchemos. Ha sido un placer conocerte, Joseph.

De nuevo Joseph se incorporó, lo cual le costaba un gran esfuerzo, y los acompañó hasta la puerta.

—Lo mismo digo, William. Volved cuando queráis. No suelo recibir muchas visitas.

—La próxima vez que venga —dijo Gregory—, te traeré algún poema, ¿de acuerdo?

Lo dijo de tal forma que William creyó entender que era una promesa repetida una y otra vez.

—Me encantará leerlo. ¿Has encontrado ya a tu musa? —repuso Joseph.

—No, pero sigo buscando. En alguna parte tiene que estar.

—Tengo una idea mejor —dijo William, con una ocurrencia repentina—. ¿Qué te parece si vienes a mi casa?

A Joseph se le iluminaron los ojos.

—¡Estupendo! Hace mucho tiempo que no veo el río. Además, es una alegría salir de aquí de vez en cuando.

—Te permiten salir del hospital, ¿verdad?

—No suelo hacerlo, pero no creo que el doctor Treves me niegue el capricho.

—Bien, pues así quedamos. Nos reuniremos en mi casa. Gregory conoce el camino.

* * *

Al salir del hospital y alejarse por Whitechapel Road esquivando los charcos de la lluvia reciente, William dijo:

—Es extraña la vida, ¿eh? ¿Cómo puede ser el destino tan cruel y cebarse así con una persona?

Gregory se encogió de hombros y no respondió. Al contrario que su compañero, él estaba acostumbrado a presenciar crueldades e injusticias y sabía que la gran mayoría carecían de explicación alguna.

BOOK: La ciudad de la bruma
4.16Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Dilke by Roy Jenkins
Zel: Markovic MMA by Roxie Rivera
Save the Date by Susan Hatler
Merlin's Mirror by Andre Norton
The Gate of Heaven by Gilbert Morris
Liberty by Darcy Pattison
Prisoners of War by Steve Yarbrough
Seducing Avery by Barb Han