La ciudad de la bruma (2 page)

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Authors: Daniel Hernández Chambers

Tags: #Infantil y juvenil, Intriga

BOOK: La ciudad de la bruma
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—Busca a Elizabeth…

Elizabeth. El nombre hizo que William sintiera cómo el vello de su cogote se erizaba. Abrió la boca, pero fue incapaz de formular ninguna pregunta.

La voz de la señora Connelly era cada vez más ahogada, menos audible.

—… Elizabeth… Búscala… ella es…

Una lágrima apareció en el vértice de su ojo y resbaló muy lentamente hasta la almohada. De su boca no brotó ninguna palabra más.

El médico, que había asistido a la escena en un respetuoso silencio, avanzó hasta la cabecera de la cama y bajó sus párpados, que habían quedado abiertos. Luego posó su mano sobre el hombro de William.

—Lo siento —dijo, con tono afligido—. Piensa que es mejor así, ya no sufre.

William se inclinó sobre el lecho y besó con delicadeza la frente de su nodriza. Fue en ese momento cuando las lágrimas ya no encontraron resistencia y salieron a raudales, llevándose consigo la infancia de William Ravenscroft y transformándola en un recuerdo que pronto sería cada vez más lejano.

* * *

En la misma noche y casi a la misma hora en que la señora Connelly falleció, murió otra mujer. Ni William ni nadie en todo Londres imaginaba entonces la oscura pesadilla que estaba comenzando.

Martha Tabram era una pobre infeliz que se dedicaba desde hacía tiempo a la prostitución como medio para sobrevivir y costearse su alcoholismo. Aquella noche, después de haber estado bebiendo en exceso con una compañera, se separó de ella y deambuló en busca de algún cliente, resguardándose del helor nocturno con una chaqueta larga negra y una falda verde cuyos bordes deshilachados rozaban el suelo.

Apenas podía ver un par de metros por delante de ella, las calles estaban muy oscuras y solitarias, las farolas de gas encendidas únicamente proyectaban un reducido círculo de luz ocre y estaban tan alejadas unas de otras que parecía como si hubiera túneles entre ellas. Los ojos se le iban cerrando por el agotamiento y el efecto de la bebida. Empezaba a temer que no encontraría a nadie cuando un hombre salió de las sombras, haciéndola detenerse. Martha sonrió ampliamente: con un poco de suerte aquel tipo podía suponer una cama en cualquier pensión cercana.

Tras intercambiar unas pocas palabras, ambos cruzaron bajo el arco de piedra que daba acceso a George Yard, un estrecho callejón que iba a desembocar en Whitechapel High Street. Allí la negrura era absoluta, por eso el cuerpo sin vida de Martha no fue encontrado hasta primera hora de la mañana, cuando un vecino salía de su casa para dirigirse a su trabajo.

* * *

Aquel verano de 1888 estaba siendo muy húmedo y frío, apenas transcurrían dos días seguidos sin que la lluvia hiciese acto de presencia.

Desde el amplio ventanal se divisaban las obras que se estaban realizando para la construcción de un nuevo puente que uniría ambas orillas del río Támesis. Hasta la fecha, el puente más oriental de todos los existentes era el llamado Puente de Londres, pero en las últimas décadas la población en los barrios del East End había crecido de una manera tan notable que se había hecho necesario uno nuevo. Sin embargo, la construcción de este puente era muy complicada, ya que no debía interferir en el tráfico fluvial, pues el puerto estaba situado más al oeste. Para ello se había diseñado un mecanismo que permitiría levantar la parte central cuando un barco lo requiriese.

El diseño incluía dos torres de gran altura en medio del agua, sustentadas mediante dos gigantescos pilares que se habían hincado en el lecho del río.

Poco a poco los obreros habían ido levantando una inmensa estructura de hierro y acero que, cuando la niebla del atardecer la cubría, adquiría formas fantasmagóricas ante los ojos de William.

Le gustaba asomarse y contemplar el Támesis, las grandes barcazas cargadas de mercancías surcando las aguas sucias, los tejados de los edificios en la ribera opuesta… Londres era una ciudad descomunal, cada vez más grande, el centro mismo del mundo, y él estaba en ella, joven y rico…

Apenas tenía dieciséis años y era inmensamente rico, jamás tendría de qué preocuparse en ese aspecto. Sin embargo, no se sentía feliz. Estaba solo, no tenía ningún familiar, la pérdida de la señora Connelly le dolía en el alma como una herida sangrante. Habían pasado ya varios días y seguía sin conseguir hacerse a la idea; ingenuamente había imaginado que ella siempre estaría allí, para cuidarle, para protegerle. Pero ya no iba a estar nunca más.

Llegó hasta sus oídos el golpe repetido de la aldaba en la puerta principal y bajó a la planta baja. El señor Dawson se sacudía las gotas de lluvia de su chaqueta cuando Leonard le abrió la puerta; saludó al mayordomo con una leve inclinación de cabeza y sonrió afectuosamente al ver a William. Antes de pasar al interior ambos estrecharon sus manos con fuerza.

—Gracias por venir a esta hora de la tarde, Mr. Dawson —dijo William.

—Siempre a su disposición, Mr. Ravenscroft.

Resultaba chocante hablar con tanto respeto a alguien tanto más joven que él, pero el señor Dawson no se atrevía a olvidar que aquel muchacho tenía el poder de decidir sobre su vida laboral. Por suerte para él, no parecía tener el más mínimo interés en hacerlo, aunque Herbert Dawson no podía quitarse de encima una cierta sensación de miedo a que en cualquier momento William cambiase de opinión y decidiese coger las riendas de los negocios de su padre. Hasta la fecha era él, Dawson, quien actuaba como director de las empresas Ravenscroft, y secretamente rezaba por que siguiera siendo así. Su vida y su economía personal habían cambiado para mejor con la desaparición de sir Ernest Ravenscroft.

—¿Le apetece un té? Está recién hecho.

—Sí, gracias. Es muy amable de su parte.

William sirvió dos tazas y los dos se sentaron frente a frente en uno de los salones de la mansión. La pared a su espalda era una amplia cristalera que permitía ver la superficie del río, en la que, al impactar, las gotas de lluvia provocaban ondas que se expandían y se unían unas con otras.

—Le pedí que viniera porque necesito un favor, Mr. Dawson.

—Claro, cualquier cosa, sabe que puede contar conmigo.

—Sí, lo sé. Pero no es nada que tenga que ver con el negocio. Es algo personal… —se interrumpió abruptamente al recordar la voz quebrada de la señora Connelly, y para disimular su turbación, se llevó la taza a la boca y dio un trago largo de la infusión.

Herbert Dawson esperó pacientemente. La paciencia y una cierta dosis de mansedumbre se habían convertido en las características principales de su personalidad después de los largos años que había trabajado bajo las órdenes del padre de William.

—Necesito encontrar a una persona, y no sé cómo hacerlo. La verdad es que no tengo la más remota idea de cómo dar con ella.

—¿Puedo preguntar de quién estamos hablando?

William realizó un gesto de asentimiento.

—Es la hija de mi nodriza, la señora Connelly. Tal vez la recuerde usted, vivió aquí con nosotros durante un tiempo.

—Algo creo recordar. ¿Para qué quiere usted encontrarla, Mr. Ravenscroft?

—Es lo mínimo que puedo hacer, ¿no le parece? Ella ni siquiera sabrá que su madre ha muerto.

—Claro, claro.

—Usted es un hombre de mundo, Mr. Dawson, sabe desenvolverse —su interlocutor inclinó levemente la cabeza ante aquellas palabras—. ¿Conoce a alguien que pueda ayudarme?

—¿Se refiere a alguien que pueda averiguar su paradero actual? Sí, creo que conozco a la persona adecuada.

* * *

Elizabeth. No recordaba exactamente cuándo había llegado, ni cuánto tiempo se había quedado. Al entrar a trabajar la señora Connelly en la mansión, había dejado a su hija de pocos meses al cuidado de sus tíos, pero algunos años más tarde la niña, Elizabeth, había vivido en la mansión durante una temporada y se había convertido en la compañera de juegos de William.

Al poco de llegar, ella era en realidad la que decidía los juegos. Tenía casi dos años más que él y, frente a la ingenuidad de William, propia de su corta edad, Elizabeth era muy despierta y avispada, y no le faltaba algo de malicia. Se habían convertido en cómplices, compinches de pequeñas y grandes travesuras.

Aquella época había sido la más feliz en los recuerdos de William. Pero luego, sin que él recibiera ninguna explicación convincente, ella había abandonado la mansión tan repentinamente como había llegado.

Al principio se había sentido desolado y había esperado que cualquier buen día la muchacha regresaría. Pero poco tiempo después él mismo había sido enviado por su padre a un colegio internado en el norte de Londres, volviendo a casa solo por vacaciones, así que con el tiempo, se había acostumbrado a la fuerza a la ausencia de Elizabeth y había dejado finalmente de pensar en ella, pues ni siquiera la señora Connelly parecía hacerlo. Hasta que la nodriza, en su lecho de muerte, había mencionado su nombre, trayendo de vuelta un tropel de recuerdos olvidados.

* * *

No le gustó el aspecto de aquel hombre. Había algo en él que incitaba a la desconfianza, a pesar de su vestimenta elegante, algo en la expresión de su rostro, en su forma esquiva de mirar. Aunque tal vez necesitase ser así, se dijo William; probablemente el aspecto fuese ligado a su oficio, y si el señor Dawson lo tenía por el investigador adecuado merecía al menos el beneficio de la duda.

Le facilitó los pocos datos que tenía sobre Elizabeth y contestó a las escuetas preguntas que el hombre le formuló.

—¿Cree que será suficiente para encontrarla, Mr. Stevens?

El aludido tosió un par de veces y se tomó su tiempo antes de responder, para darse importancia:

—Si se puede dar con ella —dijo—, yo lo haré, señorito Ravenscroft.

La palabra
señorito
sonó despectiva en sus labios, pero William la ignoró. Tampoco le gustó su tono prepotente ni la desagradable mueca de sus labios. Quería perder de vista a aquel hombre cuanto antes.

* * *

En el momento de poner el pie en el primer escalón se recordó a sí mismo allí, prácticamente en idéntica posición, tiempo atrás, mirando hacia arriba, al hueco de la puerta entreabierta, oyendo a su padre dentro. Luego la madera del peldaño crujía bajo su peso y sir Ernest Ravenscroft se asomaba enfadado, echando a su hijo con solo mirarle.

Esta vez también crujió la madera, vieja y podrida por la carcoma, pero nadie apareció para cerrarle el paso.

La puerta de aquel despacho llevaba cerrada a cal y canto desde el fallecimiento de su padre. La habitación siempre había estado allí, en lo alto, como un universo aparte, un lugar al que nadie aparte de sir Ernest Ravenscroft tenía acceso. Era una zona prohibida apenas unos metros por encima del dormitorio que William ocupaba; era un cuarto más de la casa, y también el fin del mundo. El fin del mundo y el principio de algo que entonces William todavía ignoraba.

No había querido entrar porque aquel lugar le había sido vedado sin darle explicaciones y él se había empeñado en no pensar en el despacho. Estaba allí, pero como si no estuviera. En su niñez había experimentado algo similar al miedo por la prohibición tajante de su padre y por la rabia que había distinguido en sus ojos en aquella sola ocasión que había intentado subir. El cuarto era el lugar que causaba aquella especie de miedo infantil, y la mejor forma que había encontrado para superar el miedo era ignorar lo que lo provocaba.

En su subconsciente el despacho estaba profundamente ligado a su padre: ambos, el lugar y la persona, le habían sido prohibidos. No había podido acceder más allá de la puerta, del mismo modo que no había podido acceder al corazón de su padre. Ambos habían estado siempre allí, pero no para él.

Tal vez nunca se hubiera decidido a entrar, de no ser porque los días transcurrían sin pausa y Mr. Stevens, el investigador, no regresaba con noticia alguna sobre el paradero de Elizabeth. Superado el límite de su paciencia, William se había puesto manos a la obra y había buscado por toda la mansión algo que pudiera servirle. Había comenzado por el aposento que la señora Connelly había ocupado, pensando que si había un rastro de su hija que pudiera seguirse debía hallarse allí por pura lógica, pero no encontró nada. De no haberlo sabido a ciencia cierta, habría podido creer fácilmente que su nodriza no tenía hija alguna: en el dormitorio no había nada que la recordase…

Resultaba extraño. La mujer no había guardado nada personal, aquella habitación podría haber sido la de cualquiera, pues no había nada en ella que hablase de su propietaria. Después de tantos años viviendo bajo el techo de la Mansión Ravenscroft, ahora que había muerto apenas podían hallarse restos de su presencia allí, como si todo se hubiese evaporado.

Parecía como si la señora Connelly, de tanto dedicarse en cuerpo y alma a su trabajo, al cuidado y la cría de William, a todo lo que sir Ernest tuviera a bien encomendarle, a la limpieza y organización de la casa, hubiese dejado de vivir su propia vida hasta el punto de que no había ninguna huella palpable de su existencia. Todo lo que quedaba de ella eran recuerdos en la memoria de William. Recuerdos agradables y felices, pero tan solo recuerdos.

—Leonard, ¿sabe usted por qué la habitación de la señora Connelly está tan vacía?

El viejo mayordomo realizó un gesto vago de indiferencia.

—No, señor. Ella era muy… solitaria.

—¿Solitaria? ¿Qué significa eso?

—Con nosotros, con la señora Christie y conmigo apenas se relacionaba. No podría decirle prácticamente nada de ella, no llegué a conocerla.

—¿Después de tantos años conviviendo bajo el mismo techo?

Leonard hizo el mismo gesto de antes y William se dio por vencido.

Después recorrió el resto de la mansión, sin mucha esperanza de hallar nada que pudiera resultar útil para su búsqueda. Y, por supuesto, no lo había.

Pasó luego al piso más alto de la casa, donde su padre se recluía casi permanentemente, más por no dejar ningún rincón sin revisar que por creer que allí podría haber algo.

La última habitación era el despacho.

La puerta emitió un chirrido de bisagras oxidadas al abrirse. William se encontró ante una estancia amplia y alargada, con una mesa al fondo y un sillón en el que no le costó imaginar a su padre, enfrascado en lo que fuera que tanto le absorbía, impidiéndole dedicar un mínimo de tiempo a su único hijo. Todas las paredes, con la sola excepción de un ventanuco por el que apenas entraba luz (la principal fuente de claridad provenía del techo, donde había una claraboya), estaban cubiertas de estanterías con libros. William paseó la vista por aquellos volúmenes de aspecto antiquísimo, algunos mal encuadernados, otros en los que no se podía leer el título en el lomo. Daba la impresión de que muchos de ellos se desharían si intentaba sacarlos de la estantería, así que optó por no tocarlos.

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