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Authors: Daniel Hernández Chambers

Tags: #Infantil y juvenil, Intriga

La ciudad de la bruma (4 page)

BOOK: La ciudad de la bruma
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Bajaron uno detrás del otro, en la penumbra, y fueron a la cocina.

—No podía dormir —murmuró Elizabeth, después de haber bebido un buen trago de agua fresca.

—¿Por qué?

—No me acostumbro, esta casa es demasiado grande.

—¿Dónde vivías antes?

—En una veinte veces más pequeña.

Se dirigió al salón y William fue tras ella.

—¿No vas a volver a tu habitación?

—¿No te he dicho que no puedo dormir? Voy a quedarme aquí un rato —dijo, sentándose en un sillón y haciéndole un gesto para que se sentara junto a ella—. Me gusta el sonido de la lluvia, ¿a ti no? Bueno, me gusta cuando no me moja.

—Tengo frío —dijo William.

—Vete a tu cuarto, si quieres.

—No, me quedo.

Elizabeth le miró y sonrió. Su sonrisa era idéntica a la de su madre.

—Júntate a mí, entonces. Así nos daremos calor el uno al otro.

William obedeció, y ya no recordaba cuánto tiempo habían estado allí ni de qué habían hablado. La señora Connelly les despertó cuando ya había amanecido y, mientras les preparaba el desayuno, les riñó por haberse dormido en el salón,
no os extrañe que os hayáis resfriado por no taparos bien
, dijo, pero William vio que estaba contenta.

* * *

Otra vez aquel ruido, el mismo de antes. Esta vez creyó identificarlo con algo que se deslizaba y terminaba casi instantáneamente con un golpe. Había sonado tan nítido que no podía ser casual, no podía ser uno de tantos ruidos propios de la casa. Escuchó con atención, pero ya solo había silencio… y su corazón retumbando en el interior de su pecho.

Provenía del piso de arriba.

Aguardó un poco, inmóvil en la misma posición, pero sabía que para poder estar tranquilo tendría que subir y comprobar que todo estaba en orden. Resopló, haciéndose el ánimo, y se levantó.

Salió del dormitorio con una pequeña lámpara de aceite que provocaba que las sombras del pasillo se apartasen, creando una temblorosa circunferencia de negrura a su alrededor. Al pie de la escalera volvió a escuchar atentamente, y tras varios segundos sin que se oyera nada, se decidió a subir. No tenía más remedio; no le asustaban ni la oscuridad ni la soledad, pero era inevitable sentir cierta incomodidad e inquietud. ¿Y si alguien había entrado? Algún ladrón… Contuvo la respiración.

No
, se dijo,
no hay nadie ahí arriba, no puede haber nadie
. Peldaño a peldaño alcanzó la cima de las escaleras y extendió el brazo con la lámpara. La luz rasgó las tinieblas, mostrando el mobiliario de las diferentes estancias según William iba avanzando. Todo estaba bien, en perfecto orden, como debía estar.

Un relámpago cruzó el cielo y su luz proyectó una fugaz claridad blanquecina, haciéndole detenerse impulsivamente, sobrecogido. De inmediato volvió la oscuridad, pero juraría haber visto algo. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo. Quiso convencerse de que solamente había sido un reflejo de las gotas de lluvia en el cristal de la ventana, pero se acercó para confirmarlo. Se agachó y aproximó la lámpara al suelo: había un pequeño reguero de agua, apenas unas gotas aquí y allá…

Asustado, se incorporó y se volvió, dirigiendo la luz de la lámpara en todas direcciones.

—¿Quién está ahí?

Se lamentó por no haber cogido nada con lo que defenderse y por no haber pensado en avisar a Leonard para que le acompañase.

Esperó, incapaz de moverse y de pensar. Alguien había entrado, esta vez no eran temores infundados. Alguien había estado en aquella habitación, y de sus ropas se habían desprendido varias gotas de lluvia.

Al fin, después de interminables minutos en los que no ocurrió nada, cayó en la cuenta. Se giró y miró la ventana; de allí habían procedido los ruidos que había escuchado: el primero, que le había despertado, había debido ser el de la ventana al abrirse, y el siguiente seguramente había sido cuando más tarde la habían vuelto a cerrar. Se acercó y la examinó; no parecía difícil acceder a ella: el exterior de la Mansión era muy irregular, con tejadillos a diferentes alturas que bien podría alguien utilizar para ascender sin necesidad de ser muy hábil.

Al darse la vuelta ahogó un grito al ver una figura humana frente a él, en la entrada de la estancia.

—¡Leonard! ¡Vaya susto me ha dado!

El anciano mayordomo también portaba una lámpara de aceite.

—Disculpe, señor Ravenscroft. Me pareció oír que se levantaba y venía a ver si necesitaba algo de mí.

—Creo que ha entrado alguien, Leonard. He escuchado ruidos. Y mire aquí, hay agua en el suelo.

El mayordomo se acercó a mirar el pequeño reguero que William le indicaba y luego alzó su lámpara hacia el techo, pero este quedaba demasiado alto para poder iluminarlo.

—Deben ser goteras, señor. La tormenta ha sido muy fuerte. Me encargaré de que alguien revise el tejado.

—No son goteras, oí cómo abrían la ventana.

Leonard le miró con sus pequeños ojos hundidos en su rostro y William se sintió incómodo y por primera vez dudó de tener la razón.

—La ventana está cerrada, señor.

—También oí cómo la cerraban.

—Disculpe, señor, pero ¿por qué iba un ladrón a cerrar la ventana al marcharse? Los ladrones no suelen ser personas educadas.

El muchacho titubeó, tragando saliva. Notaba sobre él la mirada incisiva de Leonard, una mirada que parecía querer decirle que por mucho que fuese el nuevo señor Ravenscroft, dueño de la Mansión y de las fábricas que su padre había creado de la nada, seguía siendo en definitiva un niño, un niño que se asustaba con las tormentas y los ruidos propios de una casa.

—¿Desea que le prepare un té, señor?

—No, gracias, Leonard. Volveré a mi cama.

—Muy bien, señor. Que descanse.

* * *

Si algo definía la sociedad victoriana era la abismal y rígida diferencia de clases. Una minoría reunía toda la riqueza, y por temor a perderla, negaba la posibilidad de mejoras sociales para las clases bajas.

Esas clases bajas se aglutinaban mayoritariamente en los barrios que constituían el East End, separados del resto de Londres tanto geográfica como económicamente. Para los que no vivían allí, el East End era la viva imagen de la decadencia y la más cruda pobreza, un lugar donde reinaba la miseria y los delincuentes podían actuar libremente. Había calles por las que ni los agentes de Scotland Yard osaban adentrarse. La violencia estaba presente constantemente y, al contrario que en otras zonas de la ciudad, allí pocos recurrían a pedir auxilio a la policía. No confiaban en su eficacia. La regla general a seguir era no inmiscuirse en asuntos ajenos.

Las condiciones de vida eran muy duras y casi nadie tenía la más mínima esperanza de que fueran a cambiar. La población aumentaba continuamente, tanto por la llegada de inmigrantes extranjeros como por la de ingleses que se mudaban a Londres buscando un futuro y terminaban hundidos en el barro de Aldgate o Whitechapel, con lo que la situación en vez de mejorar iba cada vez a peor. Había suciedad por doquier, las calles eran como tierra movediza que se tragaba todas las ilusiones de quienes caminaban por ellas. Abundaban los burdeles y las pensiones insalubres, donde uno se veía obligado a dormir entre piojos y chinches, a menudo compartiendo cuarto con extraños.

La mayoría de la gente no contaba con un trabajo estable, con lo que tenían que buscar cada día el modo de obtener lo suficiente para costear la habitación donde descansar la noche siguiente. En el caso de las mujeres, la falta de empleo tenía en muchos casos como única alternativa la prostitución.

Semejante escenario, que muchos consideraban inevitable y, sobre todo, invariable, hacía del alcohol la más sencilla vía de escape de la realidad. La pobreza era parte esencial de sus vidas, y el único modo de olvidarla o sobrellevarla era recurrir a la bebida.

El East End era, en sí mismo, un mundo dentro de otro mucho más grande, y sus habitantes eran conscientes de que no podrían salir de allí. La entrada estaba permitida, pero la salida era casi imposible.

Ahora, como para demostrar que las cosas siempre pueden empeorar, había un asesino despiadado vagando por las calles. No tenía nombre, pero muy pronto él mismo se asignaría uno que quedaría grabado a cuchillo en la Historia de Inglaterra.

* * *

Aunque el East End quedaba relativamente cerca de la Mansión Ravenscroft, William nunca había penetrado en aquel lugar, hasta esa noche. Si quería tener una esperanza de encontrar a Elizabeth tenía que ir al corazón de Whitechapel y buscar la pensión Cooney's. Habían pasado cuatro meses desde que ella escribió la carta, y ni siquiera sabía si había estado allí el tiempo suficiente para que alguien la recordase y pudiera darle alguna información útil, pero no le quedaba otra opción que intentarlo.

A medida que avanzaba por Whitechapel High Street iba comprendiendo que había escogido mal la hora para realizar su primera visita a aquella zona. De todas las esquinas parecían espiarle ojos siniestros. Algunas mujeres con las que se cruzaba le murmuraban proposiciones que prefería no escuchar, y al no hacerles caso, se alejaban de él con gesto de desprecio.

—¡Eh, tú!

William se volvió al sentir que una mano le sujetaba el brazo y se encontró frente a frente con un muchacho de más o menos su misma edad que le miraba con sus ojos negros. Estaba despeinado y vestía con ropas que en algún momento habían sido elegantes pero ahora estaban raídas y sucias. Su cara estaba igualmente sucia.

—¿Qué haces por aquí? Este no es lugar para un forastero.

—No soy forastero.

—Sí lo eres, eres forastero en el East End. Tú no vives aquí.

—¿Y qué?

—Este no es sitio seguro para alguien como tú. Además, vienes justo en la peor hora de todas, cuando los locales cierran. Esta es la hora de los ladrones.

—No es asunto tuyo qué hago aquí.

—Puedo servirte de guía, de cicerone. Mis servicios son muy económicos.

El muchacho estaba delante de William, casi pegado a él, aún sujetándole por el brazo.

—¿Y cómo sé que no vas a intentar engañarme y dirigirme a algún callejón donde me esperen tus compinches para robarme?

El otro pareció ofenderse ante aquella insinuación, y su expresión resultó algo cómica.

—Puedo darte lo único que tengo: mi palabra. Soy honrado, pobre pero honrado. Te doy mi palabra, y si quieres, puedo darte también un poema. Algún día puede que tenga mucho valor.

—¿Un poema? —preguntó William, extrañado.

—Sí, soy poeta.

—Pobre, honrado y poeta, entonces. Lo de poeta y lo de pobre van unidos, me parece, o al menos suelen hacerlo, pero lo de honrado no necesariamente.

—Así es, en efecto. Me llamo Gregory.

William le examinó, tratando de decidir si debía fiarse de él. Sus ojos eran sombríos, pero parecían sinceros.

—¿Conoces la pensión Cooney's? —preguntó al fin.

—¡Claro! Queda aquí cerca. —Ahora fue el otro quien le examinaba a él con cierta incredulidad—. ¿Buscas alojamiento?

—No.

Gregory parecía esperar una respuesta un poco más extensa pero William no se la dio.

—Puedo llevarte, pero permíteme decirte que hay pensiones mejores que esa. O menos malas, quiero decir.

—Da igual, necesito ir a Cooney's.

Gregory se encogió de hombros y echó a caminar por una bocacalle próxima, donde la niebla parecía concentrarse. Aún con cierta desconfianza, William optó por seguirle.

La pensión estaba situada en el número cincuenta y cinco de la calle Flower & Dean. William sintió que el corazón se le encogía al ver la suciedad de aquel lugar e imaginar a Elizabeth allí. Pensó que era lo más opuesto que podría encontrar a la Mansión Ravenscroft. Resultaba difícil hacerse una idea del tipo de gente que viviría en aquella pensión maloliente.

—¿Puedes decirme qué es lo que buscas aquí?

—Busco a una chica —respondió, adelantándose hacia la entrada.

—Eh, para, para —dijo Gregory, volviendo a cogerle por el brazo—. Si lo que quieres es compañía femenina, puedo llevarte a sitios mejores.

William se soltó bruscamente y empujó la puerta de entrada a la pensión. Al otro lado, sentado tras un murete que hacía las veces de mostrador, había un hombrecillo calvo y delgado, envuelto en la claridad amarillenta de un candil. Miró a William parpadeando, como si se hubiese quedado dormido y el ruido de la puerta acabase de despertarlo. La diminuta estancia apestaba.

—Buenas noches.

El tipo no contestó al saludo. Se limitó a bostezar y pasarse la mano por la cara para apartar la nube de somnolencia.

—No quedan camas libres. Lárgate y déjame dormir.

—¿Tiene pinta mi amigo de estar buscando una cama en este agujero? —interrumpió Gregory desde la entrada.

—¿Qué queréis entonces? —quiso saber el hombrecillo, bajando sus manos hasta un hueco en la parte interior del mostrador, donde Gregory adivinó que debía tener escondido algún tipo de arma para defenderse.

—Tranquilo, viejo.

—Estoy buscando a una amiga —dijo William—. Tengo la esperanza de que se aloje aquí.

—¿Una amiga tuya, dices? —El encargado observó con suspicacia las ropas del muchacho que tenía enfrente. Ahora que lo veía bien, se notaba a la legua que aquel chico no era del East End. Profirió una carcajada—. No creo que ninguna amiga tuya viva en esta pensión.

—Sé que estuvo aquí hace unos meses, en mayo. Necesito encontrarla.

—¿Pretendes que me acuerde de todas las mujeres que han dormido aquí? Lárgate de una vez.

—Se llama Elizabeth.

El hombre torció el gesto.

—¿Elizabeth, dices?

—Sí, Elizabeth, tiene… Debe tener dieciocho años. ¿Sigue aquí?

—No, ¡y si supiera dónde está me encargaría de arrancarle la cabeza a esa pequeña ladronzuela! Le di trabajo y me robó.

—¿Cuándo ocurrió eso?

—Hará cosa de un mes. Desapareció una mañana, cuando me levanté ya no estaba, y se había llevado mi dinero. ¡Más le vale que no me la encuentre!

—¿Y no sabe dónde puede estar?

—¿No me escuchas, mocoso? Si supiera dónde se ha metido, yo mismo la habría ido a buscar. ¡Ahora largo, fuera de aquí!

Gregory tiró de William hasta sacarlo a la calle.

—No tientes tu suerte. Ese tipo no te dirá nada más y está a punto de echarnos a la fuerza. ¿Quién es esa Elizabeth?

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