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Authors: Daniel Hernández Chambers

Tags: #Infantil y juvenil, Intriga

La ciudad de la bruma (5 page)

BOOK: La ciudad de la bruma
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—No es algo que te incumba.

—Cierto, pero igual que te he traído hasta aquí tal vez pueda ayudarte a dar con ella. Conozco esta zona como la palma de mi mano —se miró las manos, que estaban cubiertas de suciedad y bromeando se corrigió—: mejor, incluso.

—No creo que jamás la encuentre. Ya no me quedan más pistas, lo único que sabía de ella era que estuvo en esa pensión de mala muerte.

Gregory se plantó delante de William, obligándole a detenerse.

—¿Y te vas a rendir? ¿Tan fácilmente os rendís los niños ricos?

—¿Y eso me lo dices tú, que vives aquí —preguntó William, abriendo sus brazos y mirando a su alrededor— en medio de toda esta miseria? Dime, ¿qué es este lugar, sino el reino de los que se han rendido?

—¿Qué sabrás tú? Es exactamente al contrario, el East End está lleno de luchadores… que pierden, sí, pero vuelven a luchar cada día.

—¡Uff, eso suena muy poético! Apártate, me voy a mi casa.

William se alejó unos pasos y volvió a detenerse cuando la calle por la que avanzaba se bifurcaba.

—Da igual cuál de esas dos elijas, ninguna te llevará de vuelta a Whitechapel High Street —dijo Gregory, a su espalda—. Vas en dirección contraria. Ven, niño rico, yo te llevaré.

William no tuvo más remedio que seguirle para no perderse en aquel laberinto de callejuelas de oscuridad impenetrable, y poco después ambos desembocaban en silencio en la avenida principal del barrio de Whitechapel. William sacó unas monedas de su bolsillo y se las tendió al otro.

—Desde aquí ya me apaño solo. Gracias por tu ayuda.

Gregory no dijo nada. Se guardó las monedas y le observó mientras caminaba aprisa, en dirección hacia el río. Luego fue tras él.

Gregory y Merrick

El viejo no paraba de hablar y su voz de tonos oxidados se ahogaba de tanto en tanto en la agonía de una respiración asmática, entonces se apresuraba a dar un sorbo rápido de su pinta de cerveza y acto seguido la voz volvía a alzarse en la penumbra y retumbaba de lado a lado de la cocina, de rincón a rincón.

—Las calles de esta maldita ciudad están pobladas por fantasmas —dijo, sin dirigirse a nadie en particular. Aparte de él solo había dos personas más allí: Annie Chapman, una cuarentona que parecía a punto de quedarse dormida en la silla, y Gregory, que comía sin prisa el pescado frito que acababa de comprar con las monedas que William le había dado un rato antes.

—¡Cállate de una vez, vejestorio! —gruñó Annie.

—Quien no quiera que no me escuche.

Gregory conocía la escena de tanto repetirse. Ambos, el viejo y la mujer, eran habituales de aquella pensión, Crossingham's, como él, y a menudo los tres coincidían en la cocina cuando ya el resto de los inquilinos dormía arriba.

El viejo se rascó la barba sin afeitar y carraspeó para aclararse la voz, pero era imposible eliminar el óxido de su garganta:

—Veo fantasmas cada día.

Mientras hablaba, miraba ensimismado el interior de su vaso, aunque Gregory le sorprendió un par de veces observando con desazón y envidia su comida.

—¿No sabes hablar de otra cosa más agradable? —inquirió Annie, que ya había cerrado los ojos y parecía más dormida que despierta.

Gregory había seguido a William hasta su casa y luego había regresado a su pensión con una idea en la mente: aunque aquel extraño muchacho parecía haberse dado por vencido, él continuaría su búsqueda. La chica, Elizabeth, podía ser su salvoconducto para salir de la ciénaga del East End. En realidad no tenía ni idea de lo cerca que estaba de ella.

Terminó de comer y se retiró sin despedirse. El viejo parloteaba sin cesar entre trago y trago, y Annie se había quedado definitivamente dormida, con la cabeza caída ligeramente hacia atrás y la boca abierta, emitiendo un ronquido ininterrumpido.

—Ahí va otro fantasma —oyó que decía la voz enmohecida.

* * *

Gregory era del norte, del pequeño pueblo de Dinnington, de donde había emigrado hacía dos años huyendo del destino oscuro que le aguardaba en las minas de carbón donde su padre y sus hermanos mayores trabajaban sin descanso, quemando su salud por un sueldo miserable.

A escondidas, por la oposición de su padre, que consideraba la educación una pérdida de tiempo para quien estaba encaminado a mal ganarse la vida con las manos, su madre le llevó a la escuela para que al menos aprendiera a leer y escribir. Gregory halló tanto placer en ello, que a la temprana edad de diez años finalizó su primer poema, una larguísima composición de más de cien versos que leyó con devoción a su madre. Ella, aunque entendió más bien poco, le animó a seguir escribiendo, siempre y cuando se cuidara de que su padre no le descubriera.

Poco tiempo después, Gregory tenía tantos poemas escritos que ya no sabía dónde esconderlos para que ni su padre ni sus hermanos los encontrasen y se burlasen de él. Como no podía ser de otra manera, finalmente su padre se enteró de su secreta afición y se produjo una agria discusión que finalizó con la orden tajante de que Gregory debería abandonar aquellas inclinaciones
propias de niñas o nobles afeminados
. Para darle un escarmiento, su padre le llevó al día siguiente a la mina y le obligó a permanecer en el subsuelo mientras él y sus hermanos mayores trabajaban.

—Lo que has visto hoy es lo que tú vas a hacer dentro de poco —le dijo al concluir la jornada—. Olvídate de todo lo demás, no pierdas el tiempo conversos absurdos.

Pero Gregory no estaba dispuesto a olvidarse. Le gustaba la poesía, era algo innato en él, los versos salían de su pluma sin esfuerzo, y no estaba dispuesto a abandonarlos por la tosca cabezonería de su padre.

Continuó escribiendo y almacenando sus obras en escondites que creía seguros….

Un día regresó de la escuela y encontró a su madre con los ojos llorosos; su padre había vuelto a casa más temprano de lo habitual y había descubierto los papeles de su hijo. Estaba sentado frente a la chimenea encendida y arrojaba uno a uno los poemas al fuego.

Ese día Gregory decidió marcharse. Lo hizo esa misma noche: al ir a acostarse besó a su madre con más ternura que de costumbre y luego, cuando su familia entera dormía, se escabulló afuera.

Semanas más tarde llegó a Londres, donde ingenuamente creía que todo sería fácil.

Sin embargo, la vida allí estaba resultando tan dura que aunque escribía a diario, últimamente no le satisfacía ninguno de sus poemas. Se decía que, como todos los grandes poetas, tenía que hallar una fuente de inspiración, una musa.

Ahora se encontraba en un lugar oscuro como las minas de carbón de su ciudad natal, pero al fin le parecía divisar un poco de claridad, una luz tenue que le indicaba el camino. La luz se llamaba Elizabeth; si conseguía encontrarla y reunirla con William, tal vez su vida en el East End pasase a formar parte del pasado, como el color negro que recordaba tiñendo los rostros de su padre y sus hermanos.

* * *

Salió a la calle Dorset, una de las más peligrosas de todo Whitechapel, y desde allí se dirigió a la pensión Cooney's, donde continuaba el hombrecillo calvo en la misma posición, dando la impresión de que había permanecido así toda la noche. Había una mujer de edad indefinida a su lado, apoyada con los codos en el mostrador. Al ver al muchacho, el hombre le miró como si le sonase su cara pero no lograse recordar dónde la había visto antes.

—Hola otra vez.

—¿Qué quieres?

—Estuve aquí anoche, ¿recuerda?

El tipo se acordó entonces de la visita intempestiva de los dos jóvenes; apenas se había fijado en Gregory, ya que las ropas elegantes de William habían atraído toda su atención. No dijo nada, pero con un gesto le dio pie a que dijera a qué había venido.

—Necesito encontrar a esa chica, Elizabeth.

—Ya os dije anoche que no sé nada de ella y que si la vuelvo a ver le retorceré el cuello por ladrona.

—Haga memoria, puede que antes de marcharse ella diera sin querer alguna pista de adónde podría dirigirse.

El hombre le lanzó una mirada de mal humor.

—Esa fulana me debe dinero.

—Razón de más para que me ayude a encontrarla. Si doy con ella, le prometo que le traeré de vuelta el dinero que ella le robó.

—¿Tú? Ella se habrá gastado ya mi dinero, estará ahora tirada en cualquier parte, y tú no pareces estar mucho mejor.

—Será mi amigo el que le pague —dijo Gregory.

Aquello pareció hacer dudar un momento al hombrecillo, aunque cuando volvió a hablar siguió negándose a colaborar:

—¡Fuera! Lárgate, tú y tus patrañas.

Viendo que no cambiaría de opinión, Gregory dio media vuelta y regresó a la calle, echando a caminar cabizbajo. Solo había recorrido unos metros cuando oyó que a su espalda alguien le llamaba en susurros. Se giró y vio a la mujer que un momento antes estaba en el mostrador, avanzando hacia él sin mirarle.

—No te pares —dijo en un murmullo al pasar junto a él—, no quiero que ese sinvergüenza me vea hablando contigo.

Gregory hizo lo que le decía y reanudó la marcha, colocándose a poco más de un metro por detrás de ella, de forma que podía escucharla sin que se notase.

—Búscala en el Ten Bells. La última vez la vi allí.

La mujer giró en una esquina, indicándole disimuladamente con la mano que se fuera él por otra dirección, temerosa de que el viejo les estuviese observando desde la puerta de la pensión.

—Gracias —murmuró Gregory, sin obtener respuesta.

* * *

Si algo no esperaba William era volver a ver a aquel muchacho andrajoso y sucio, pero Gregory salió a su encuentro en cuanto le vio asomarse por la puerta de la mansión.

—¿Tú? ¿Cómo demonios…? ¡Me has seguido! —William cerró el puño dispuesto a lanzarlo con todas sus fuerzas contra la nariz de aquel chico, seguro de que su intención no podía ser otra que robarle.

—Tranquilo —dijo Gregory, dando un par de pasos hacia atrás para ponerse a salvo del posible puñetazo—, ya te dije que soy un poeta honrado.

—¿Qué es lo que quieres?

—Ofrecerte un trato.

William enarcó las cejas.

—¿Un trato? ¿De qué estás hablando?

—Verás, tú quieres algo y yo quiero algo, yo puedo conseguir lo que tú quieres, pero solo lo haré a cambio de una cosa que tú puedes hacer por mí.

—Explícate mejor —William seguía en tensión.

—Viviendo aquí —dijo Gregory, indicando la Mansión Ravenscroft—, está claro que eres de… buena familia, sobradamente acomodado.

—Quieres dinero.

—No, no exactamente. No me gusta que me den limosna. Quiero un trabajo, seguro que tu familia puede conseguírmelo.

William no reveló que su familia no existía.

—¿Y qué es lo que me ofreces a cambio?

—A tu amiga, Elizabeth.

* * *

El pub Ten Bells estaba abierto desde el año 1752, en la esquina de las calles Commercial y Fournier, y era frecuente verlo abarrotado de gente. Se reunían en él trabajadores y desempleados, jóvenes y viejos, hombres y mujeres, para correr un tupido velo que les permitiera olvidar por un rato los sinsabores y fracasos de sus vidas. Las prostitutas del East End solían dejarse ver por allí en busca de algún cliente que les solucionase el problema del alojamiento esa noche, o que al menos las invitase a media pinta de cerveza para engañar al frío nocturno.

Nadie se fijó en ellos cuando entraron, y Gregory y William tuvieron la fortuna de localizar una mesa que acababa de quedar libre en aquel preciso momento. El poeta fue a la barra y regresó con dos pintas de cerveza.

—¿Estás seguro de que vendrá? —preguntó William, atisbando entre la multitud que bebía, conversaba, reía o canturreaba. Los ruidos se mezclaban y llegaban distorsionados hasta sus oídos.

—Confío en que lo haga, pero no puedo estar seguro. Hubiera preferido llevarla hasta tu misma puerta, pero yo no puedo reconocerla.

William se preguntó si él la reconocería después de tantos años, y por un instante le asaltó una duda: ¿y si alguna vez se había cruzado con ella y ninguno de los dos había reconocido al otro? Se dijo que no, que era imposible, solo sería necesario un fugaz vistazo para saber que se trataba de ella. ¿Acaso no llevaba ya un mes entero, desde que su nodriza mencionó su nombre justo antes de morir, soñando con ella cada vez que cerraba los ojos? No le hacía falta ni dormirse siquiera; en cuanto entornaba los párpados aparecía Elizabeth; había revivido en aquel último mes todo el tiempo que habían pasado juntos de niños, hasta que ella se había marchado. O, si en ese punto podía creer a Stevens, el investigador, hasta que ella había sido enviada al internado de Essex.

Pasaron un buen rato mirando las caras de la clientela y bebiendo, sin apenas hablar. Luego, según fue pasando una hora y después otra, poco a poco fueron entablando una conversación salpicada de muchas lagunas de silencio. Gregory era quien más hablaba, más por aburrimiento que otra cosa; mientras William no dejaba de mirar con avidez a un rincón y otro del local, le contó a grandes trazos su vida, su largo viaje desde Dinnington, sus desventuras y penurias desde que llegó a Londres, su propósito de publicar un día un libro con sus poemas.

—Por desgracia no he conseguido aquí escribir ninguno tan bueno como los que escribí en Dinnington, y aquellos los destruyó todos mi padre.

Al contrario que su compañero de mesa, William no tenía ganas de hablar de sí mismo, pero veía que en cierto modo, y aun con las notables diferencias entre ambos, había algo que tenían en común: él no tenía familia, y Gregory, aunque sí la tenía, había roto los lazos que le unían a ella. Los dos estaban solos en medio de una ciudad inmensa.

—Mira —dijo Gregory, señalando a una mujer gruesa con un abrigo negro—, esa de ahí es Annie, vive en mi pensión.

Alrededor de Annie había un pequeño grupo de gente. Otra mujer, más joven, que quedaba de espaldas a Gregory y William, parecía ser la única del grupo que le prestaba atención.

—Llevamos horas aquí —protestó William.

—Tal vez no venga hoy —se vio obligado a sugerir Gregory—. Puede haber mil razones por las que le haya sido imposible venir, quizás esté enferma, qué sé yo, o puede que simplemente no tenga por costumbre venir todos los días.

—¿Y qué propones: que venga un día tras otro hasta que Elizabeth tenga a bien aparecer por aquí?

—Reconoce que eso es al menos más de lo que tenías hasta ahora.

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