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Authors: Daniel Hernández Chambers

Tags: #Infantil y juvenil, Intriga

La ciudad de la bruma (10 page)

BOOK: La ciudad de la bruma
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William estaba enfadado, aunque había esperado varias horas antes de salir de su casa intentando recobrar la calma, y el tono altanero y la mirada despectiva con que aquel tipo se dirigía a él aumentaron ese enfado.

—No, gracias, no necesito que me acompañe a ninguna parte. Lo que voy a hacer ahora mismo es interrumpir esa reunión de Mr. Dawson, si es que es verdad y no se trata de una burda excusa.

—¿Perdón?

—Apártese de mi camino, si aprecia su puesto de trabajo.

—¡Pero…! ¿Quién es usted, joven, y qué le hace creer que puede venir aquí…?

En cierto modo, a William la situación le pareció incluso divertida. Cambió la expresión de su cara para sonreír ampliamente:

—Ah, claro, tonto de mí, no me he presentado. Mi nombre es Ravenscroft, William Ravenscroft. —Pudo ver al decirlo cómo el labio inferior del hombre se desplomaba varios centímetros y su rostro palidecía, a la vez que un temblor incontrolable se adueñaba de su cuerpo—. Ahora le recomiendo que se haga a un lado y abra esa puerta.

El tipo todavía titubeó unos instantes, o tal vez el temblor no le permitió moverse. Al punto, logró reaccionar y obedeció la orden de William, olvidándose de realizar la llamada de rigor con los nudillos en la puerta que exigía su jefe antes de ser molestado. William avanzó y entró en el despacho, una estancia descomunal, con unos ventanales frente mismo a la puerta por los que se veían los tejados de Londres hasta el horizonte, con la cúpula de la Catedral de San Pablo en primer plano. A su derecha se encontraba Herbert Dawson, parapetado tras una mesa gigantesca; delante de él había una mujer mayor, a quien la irrupción de William y el secretario había sorprendido en mitad de una frase y en actitud suplicante.

—Mr. Ravenscroft… —balbució el asustado secretario—, le ruego disculpe mi actitud, ignoraba que…

—Váyase y cierre la puerta. Tengo cosas importantes que tratar con Mr. Dawson.

Después de la sorpresa inicial, Herbert Dawson se había incorporado de su sillón como un resorte y acudía a recibir al recién llegado con la mano extendida y una sonrisa de extremada cortesía instalada en sus labios. William estrechó la mano que le ofrecía, pero no respondió a la sonrisa.

—¡Qué sorpresa más agradable, Mr. Ravenscroft! ¿Qué le trae por aquí? No se preocupe, le señora ya se marchaba. —Con lo cual la guió hasta la puerta, con un gesto aparentemente cariñoso pero excesivamente enfático.

Al pasar junto a él, a William se le antojó que la mujer mostraba señales de angustia en su cara.

—Usted dirá, Mr. Ravenscroft. Por favor, siéntese.

—He de hablar con usted de ciertos asuntos —contestó, dudando que la sorpresa de Dawson fuese realmente grata.

—Por supuesto, por supuesto. ¿Le apetece tomar algo?

—No, gracias.

—Bien, tome asiento, por favor.

Antes de comenzar a hablar, William observó a Dawson mientras reunía los papeles que tenía sobre la mesa y los guardaba en el interior de una carpeta de tapas rojas y luego la metía en un cajón. El presidente del imperio Ravenscroft no podía disimular un ligero nerviosismo, preguntándose a qué se debía aquella visita no solo inesperada sino totalmente infrecuente. Algo pesimista por naturaleza, por su cabeza pasaron en cuestión de segundos todo tipo de posibilidades.

—¿Seguro que no desea tomar nada?

William no estaba habituado a mantener conversaciones como la que había ido a celebrar en aquel despacho, así que decidió empezar cuanto antes. Sabía que su interlocutor, infinitamente más experto que él en las artes de la dialéctica, podría hacerse con las riendas si le daba oportunidad.

—Quiero que me explique qué sucede con Stevens.

—¿S… Stevens? —Pudo verse con nitidez cómo la nuez de Herbert Dawson ascendía y volvía a descender en su cuello—. ¿A qué se refiere, Mr. Ravenscroft?

—Vamos a dejar las cosas claras, ¿de acuerdo, Mr. Dawson? No estoy de buen humor. Mejor dicho, estoy de muy mal humor.

—¿Por qué? ¿Qué ocurre?

—Usted fue quien me recomendó los servicios de Stevens.

—Sí, lo recuerdo. —Dawson intentaba rehacerse y mostrarse como de costumbre, servicial y cortés.

—Explíqueme por qué él trató de engañarme y por qué ahora se dedica a vigilarme a mí.

—P… No lo entiendo, Mr. Ravenscroft. ¿Stevens le engañó? ¿En qué sentido? ¿Le pidió más dinero?

—Al principio pensé que usted podría no tener nada que ver con ello, que el tipo vio una buena posibilidad de hacer un dinero fácil y la aprovechó, simplemente. Pero, si eso fuera todo, ¿por qué habría de espiarme? Stevens no puede tener nada contra mí, no me conoce, a él no puede preocuparle lo que yo haga ni a dónde vaya… a no ser que alguien le haya pedido que me mantenga vigilado. Y ese alguien ha de ser usted, Dawson. Usted fue quien me lo presentó.

Por mucho que tratase de disimular, la mueca sombría que había en su cara reflejaba la turbación de Herbert Dawson.

—Créame que sigo sin comprender, Mr. Ravenscroft. Lo único que yo hice, a petición suya, fue ponerle en contacto con el investigador… Si con posterioridad se ha producido algún conflicto entre ustedes…

William alzó la palma de su mano y el otro se interrumpió.

—Dígame una cosa, Dawson, ¿quién ocupa el puesto inmediatamente inferior a usted en Ravenscroft Limited?

Su interlocutor le dirigió una mirada de sorpresa ante el brusco cambio de tema, y sin pensar en la posible causa respondió:

—Mr. Goodwiny, Mr. Bachelor… ¿por qué?

—Bien —dijo William poniéndose en pie con gesto teatral—. Voy a entrevistarme con ambos y decidiré cuál ocupará su puesto, Dawson.

—¿Perdón?

—Vaya recogiendo sus cosas. Está despedido. —Nunca hasta ese día William había sido consciente del poder que tenía para hacer temblar a la gente con solo pronunciar unas palabras; como unos momentos antes había hecho su secretario, ahora era el mismo Herbert Dawson quien sentía escalofríos y espasmos por todo su cuerpo.

—Pero… pero…

William aparentó ignorar su agónico balbuceo y se encaminó lentamente hacia la puerta del despacho. Estaba satisfecho consigo mismo, había sido capaz de mostrar una firmeza que realmente estaba lejos de sentir. Ya en la puerta, alargó intencionadamente los segundos antes de abrirla, convencido de que Dawson se desmoronaría.

—Mr. Ravenscroft… —oyó la voz trémula del todavía presidente—. Por favor… William.

El uso de su nombre de pila era la prueba de su derrota. Herbert Dawson no podía tolerar la idea de perder su trabajo; aunque durante todos los años que llevaba en la empresa se había mostrado servicial y siempre disponible para lo que sir Ernest, primero, y William, después, pudiesen exigir de él, de puertas para fuera y en especial desde que había accedido al puesto de presidente se había comportado como un tiburón frente a la competencia, granjeándose enemistades por todas partes, con lo que si la amenaza que acababa de escuchar se hacía realidad, sus oportunidades de colocarse en alguna otra empresa eran nulas.

—Espere.

William se giró hacia él con semblante grave.

—¿Va a dejarse de embustes y contarme la verdad?

Dawson tragó saliva ruidosamente. En su frente habían aparecido gruesas gotas de sudor. Abrió la boca pero de ella no salió ningún sonido, todavía no había encontrado las palabras adecuadas. La cerró y un instante después volvió a abrirla:

—Algún tiempo antes del incendio, sir Ernest… su padre, me dio instrucciones muy precisas sobre cómo actuar en el… hipotético caso de que él se ausentara durante una larga temporada.

* * *

Una noche más a la intemperie, y ya eran demasiadas. Su salud se estaba quebrando sin remedio. El frío se había convertido en un compañero inseparable, se había instalado en sus entrañas y Elizabeth sentía cómo una garra gélida la arañaba desde dentro. Hoy, además, la parte exterior de su cuerpo ardía. Tiritaba y sudaba al mismo tiempo, la cabeza le dolía tanto que tenía los ojos entrecerrados, porque solo con intentar abrirlos del todo el dolor se agudizaba.

Buscaba un sitio seco y medianamente limpio donde poder acostarse o siquiera sentarse, pero la lluvia de hacía un rato había dejado las calles llenas de charcos. No le quedaba otra que continuar caminando y ver si la fortuna le sonreía y encontraba algún patio trasero cubierto en el que pudiera colarse.

Al doblar una esquina vio un callejón en completa oscuridad y dudó si internarse en él o no. Al agotamiento, el hambre, el frío y la fiebre se unió el temor a aquella oscuridad que tenía delante, pero sabía que en las calles mejor iluminadas no hallaría el refugio que estaba buscando… Solamente había dado unos pocos pasos indecisos hacia el interior del callejón cuando frente a ella, a lo lejos, surgió una luz, vacilante y temblorosa, rojiza, únicamente un punto en la distancia que iba agrandándose a medida que su portador avanzaba. En los oídos de Elizabeth retumbaron unos pasos sobre el empedrado con fuerza de truenos, vio la luz acercándose hacia ella y creyó oír una voz masculina en el mismo momento en que se quedaba ciega y notaba como su propio cuerpo se vencía hacia delante y su cara golpeaba el suelo. No sintió dolor, solo el golpe como una caricia áspera y húmeda.

El agente Frank Roberts había visto la figura varios metros delante y llamó antes de acercarse.

—¡Hola! ¿Quién va?

No era infrecuente tropezar con alguien durante su ronda, aún a pesar de las altas horas de la madrugada, pero no estaba de más hacerles hablar antes de tenerlos demasiado cerca. El agente Roberts siempre actuaba así. Si la otra persona, fuera quien fuera, hombre o mujer, no respondía a su llamada, él ya sabía que probablemente iba a tener algún tipo de problema. Por lo general hablaban, con timidez o incluso con enfado, como si les molestase la presencia de un miembro de Scotland Yard; solía tratarse de prostitutas o de sus clientes, a veces también de algún trabajador cualquiera que no tenía más remedio que terminar de trabajar tan tarde o empezar tan temprano, según el caso. A esas horas la gente no estaba de buen humor, pero la mayoría no tenía inconveniente en contestar y decir quiénes eran y qué hacían allí… Alguna vez el agente Roberts no había recibido respuesta y había visto cómo la figura desaparecía a la carrera. Años atrás corría tras ella, o más bien, tras los ecos de sus pasos, pero ya había dejado de hacerlo; no tenía ni edad ni ánimos para echar a correr. Menos aún ahora, con aquel asesino suelto; no sería Roberts quien se mostrase como un valiente (un loco, pensaba él) si se lo encontraba.

Repitió la llamada:

—¿Hola?

Debían separarles unos treinta metros, pero aquella lámpara con que se veían obligados a recorrer los pozos negros en que se convertían las calles de Londres al caer la noche eran inútiles, solamente alumbraban lo suficiente para ver a dos o tres metros de distancia, no más. El resto quedaba en penumbra y dependía de la agudeza visual de cada cual. En el caso del agente Roberts, sus ojos tenían todavía la agudeza requerida para ver aquella figura muda desplomándose de repente.

Podía no ser un valiente, pero tampoco era un cobarde, y sobre todo era buena persona. Odiaba a todos aquellos que fingían no ver a alguien necesitado por no tener que pararse y echar una mano; él lo hacía, no ya porque era en parte su trabajo, sino también porque lo consideraba una obligación moral.

Avanzó hasta el lugar donde había caído el cuerpo y enfocó el haz de su lámpara a los lados para cerciorarse de que no había nadie más.

—Oiga, ¿puede oírme? ¿Qué le ocurre?

Se agachó junto al cuerpo y se dio cuenta de que era una mujer joven. Enseguida temió haber hallado una nueva víctima del misterioso asesino, pero con un ligero temblor de su mano comprobó que respiraba. Volteó el cuerpo y vio que había heridas en la frente, la nariz y la barbilla, probablemente a causa de la caída. Le extrañó no percibir el olor a alcohol característico de la mayoría de los noctámbulos. Aquella joven no parecía estar borracha, sino enferma.

El agente Roberts hizo sonar su silbato repetidas veces y a los pocos minutos un compañero suyo apareció por la bocacalle. Al verle agachado junto a la mujer, el recién llegado soltó un improperio y preguntó:

—¿Otra?

—No, gracias a Dios no. Creo que esta joven está muy enferma, ayúdame a incorporarla. Vamos a llevarla al hospital.

* * *

Después de la entrevista con Mr. Dawson aquella mañana, William había regresado a casa y ya no había vuelto a salir en todo el día. Seguían resonando en su cabeza como aldabonazos las palabras del presidente de la Ravenscroft Limited.

Su padre había dejado claras instrucciones a su inmediato subordinado acerca de cómo debía actuar si él
se ausentaba
. Más que meras instrucciones, había indicado Herbert Dawson, se trataba de órdenes, y las órdenes de sir Ernest Ravenscroft eran siempre tajantes, no admitían excusas ni toleraban displicencia o dejadez.

—¿En qué consistían esas instruc… esas órdenes? —había querido saber William.

Dawson había carraspeado. Nunca anteriormente se había visto en la difícil situación de tener que facilitar explicaciones a un superior de lo que otro le había ordenado hacer.

—Bien… Ehhh… —de nuevo carraspeó—. Su padre confiaba mucho en mí. Muchísimo. Él sabía que yo no le defraudaría…

—Déjese de rodeos.

—Sir Ernest me dio la orden de… Bueno, él no quería que si por alguna razón faltaba, no quería que usted, por ser tan joven, pudiera cometer… alguna imprudencia. Algún desliz, principalmente en relación con los negocios que su padre tanto adoraba.

—¡¿Le ordenó que me vigilara?!

—Que le supervisara. —Una vez más, aquel carraspeo que dejaba claro el mal trago por el que Herbert Dawson estaba pasando—. Sir Ernest quería evitar que su… —titubeó mientras buscaba la palabra correcta; estuvo a punto de decir «ignorancia» pero la cambió a tiempo—:
inexperiencia
en asuntos de negocios, en una materia de tanta trascendencia como la que tratamos a diario en este despacho, quería evitar, digo, que esa inexperiencia pudiera acarrear graves perjuicios a la Ravenscroft Limited. Comprenderá que ese recelo es hasta cierto punto lógico… Su padre había luchado por la compañía toda su vida.

En cierto modo no le resultaba extraño: durante su vida su padre no le había demostrado el más mínimo cariño, no había tenido ningún interés en su hijo, así que no parecía ni mucho menos inconcebible que tampoco hubiese confiado en él.

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