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Authors: Daniel Hernández Chambers

Tags: #Infantil y juvenil, Intriga

La ciudad de la bruma (11 page)

BOOK: La ciudad de la bruma
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—Pero… —William había regresado hasta situarse frente a la mesa de Dawson y ahora la golpeó con las palmas de sus manos—. ¡Demonios, Dawson! Mi padre no se ha ausentado, mi padre ha muerto. ¿Por qué diablos creyó usted que debía seguir obedeciéndolas órdenes de un hombre muerto?

Lo que siguió fue un balbuceo incomprensible. Dawson abría la boca y la volvía a cerrar sin llegar a articular ninguna palabra con sentido.

—¡Conteste!

—Nnno sé… El incendio… No lo sé, Mr. Ravenscroft. Creí que era mi deber. En el momento en que supe del fallecimiento de su padre en tan horribles circunstancias, no sé, creí que… no sé, recordé las instrucciones que me había dado algún tiempo atrás y consideré… Creí que era mi obligación para con su padre.

William creyó comprender finalmente.

—Déjese de embustes, Mr. Dawson. Usted me mantuvo bajo vigilancia por su propio interés, no por obedecer las órdenes dictatoriales de un cadáver. —Los ojos de Dawson esquivaron la mirada incisiva de William—. Cualquier cosa que yo pudiera hacer con respecto a la Ravenscroft Limited le afectaría a usted personalmente, y usted quería saberlo cuando aún tuviese tiempo de reaccionar e impedirlo, ¿me equivoco? Ordenó a ese miserable de Stevens que controlase mis movimientos, ¿no es así?

Todo comenzaba a encajar en la mente de William. El incomprensible encuentro con Stevens en el Ten Bells era la prueba de que aquel hombre le había estado siguiendo. Ahora que estaba a solas en la Mansión y ya no tenía a Herbert Dawson delante para interrogarle al respecto, se le ocurrió pensar que Stevens podría ser también la explicación a los ruidos extraños que le habían despertado a menudo por las noches. ¿Se había extralimitado aquel rufián y había penetrado en la Mansión Ravenscroft?

—Dígame, ¿desde cuándo lo he tenido detrás de mí? —había continuado preguntando—. ¿Me ha estado espiando desde el mismo día de la muerte de mi padre? ¿Durante todo el verano he tenido a ese impresentable como una sombra?

—Por favor, Mr. Ravenscroft… Por favor… —la voz de Dawson había derivado a un gemido. Se sabía en un atolladero del que difícilmente podría salir bien parado.

William se paró un instante a pensar. Estaba furioso y lo que más le apetecía en aquel momento era cerrar el puño y golpear algo que pudiera romperse, agarrar por el cuello de la camisa a aquel tipo mezquino que permanecía sentado en el sillón de presidente y sacarlo a rastras del despacho y del edificio, pero optó por hacer una pausa y tratar de pensar con calma. Con la discusión y la rabia que la revelación que acababa de escuchar había suscitado en su interior presentía que estaba olvidando algo importante, algo que realmente quería saber. Faltaba una parte esencial de la información que había ido a buscar. Dio la espalda a Dawson y buceó en su mente, pero la sensación de enfado parecía obstruirla… Entonces lo recordó, de repente, como surgen las ideas y los recuerdos que se habían dado por perdidos. Se volvió de nuevo hacia el hombre regordete cuya piel habitualmente rojiza aparecía ahora traslúcida. Mientras William había mantenido silencio, Dawson le había observado como el que sabe que se encuentra ante quien puede decidir su destino para bien o para mal.

—¿A qué se debe el engaño?

—¿Q-qué…?

—¿Por qué me mintieron con respecto a Elizabeth? ¿Fue cosa de Stevens únicamente, o tuvo usted algo que ver en ello?

El aspecto de Herbert Dawson, allí sentado en su lujoso sillón, con su grueso cuerpo extrañamente encogido y la cabeza hundida entre los hombros era el de alguien que daría lo que pudiera por estar en cualquier otra parte. William intuyó que en cuanto se viese a solas, aquel hombre de más de cincuenta años rompería a llorar como un niño pequeño.

Viendo que no contestaba, William insistió:

—¿Por qué intentaron hacerme creer que ella había muerto?

—Aunque no vaya a creerme, Mr. Ravenscroft—dijo Dawson—, esa fue una de las órdenes que me dio su padre.

William sintió que estaba ante un enigma indescifrable. Sir Ernest Ravenscroft parecía haber querido influir más en la vida de su hijo después de su propia muerte en lugar de hacerlo cuando estaba vivo, que era precisamente cuando había rehuido todo contacto con él.

—¿Qué quiere decir con eso, qué fue lo que le ordenó mi padre?

Además de su mano derecha, Herbert Dawson había sido el único hombre de plena confianza con que sir Ernest había contado en la compañía. A lo largo de los muchos años que ambos habían compartido trabajando duro para que la Ravenscroft Limited creciera y llegara a convertirse en el pequeño pero muy provechoso imperio que ahora era, había habido ocasiones en las que sir Ernest había abierto las compuertas de su más secreta intimidad y había hecho confidencias que Dawson había escuchado con atención para guardarlas celosamente, considerando, algo ingenuamente, que tal vez pudieran serle de utilidad en el futuro. Tales confidencias solían producirse tras alguna jornada agotadora, para celebrar un gran éxito cuando sir Ernest se hallaba de excesivo buen humor e invitaba a su subordinado a una copa en su despacho después de que el resto de los empleados se hubiese marchado, pero también al contrario, cuando el esfuerzo no había obtenido los resultados esperados y a sir Ernest le vencía el desánimo. Junto al trabajador servicial y manso, siempre dispuesto a cumplir órdenes y realizar horarios sin fin, había también en el interior de Herbert Dawson un sórdido avaricioso que a solas ambicionaba escalar hasta transformarse en el presidente de la empresa, soñaba con ser quien tomaba las decisiones y quien repartía órdenes, no quien las cumplía o simplemente las transmitía. La suya era una personalidad complicada, mezcla de diversos temperamentos en conflicto. En los últimos meses había visto cumplido su sueño y había permitido que su lado más ruin saliera a la superficie, mostrando únicamente su apariencia complaciente y solícita en los regulares encuentros que mantenía con William en la Mansión Ravenscroft. El muchacho no representaba un problema para sus ambiciones, en principio.

No lo había representado hasta el día en que le pidió que le ayudase a dar con el paradero de aquella otra muchacha, Elizabeth. Entonces Herbert Dawson intuyó el peligro avecinándose.

Ahora creyó que tal vez podría tener un as en la manga y recuperó medianamente su compostura:

—Sir Ernest quiso mantener a esa joven alejada en todo momento. Él se empeñó en enviarla al internado y dispuso que permaneciera allí incluso durante los periodos de vacaciones escolares, no quería que regresara a su casa.

—¿Esa parte de la historia es cierta, Mr. Dawson? —inquirió William—. Stevens me habló del colegio, pero…

—Lo único falso en lo que Stevens le contó, Mr. Ravenscroft, es lo que hace referencia a la muerte de la muchacha.

—Lo sé, Elizabeth está viva.

El otro se encogió de hombros, como para mostrar que lo ignoraba o tal vez que ni siquiera le importaba.

—Sinceramente, yo ya conocía toda la información que Stevens le dio, no fue necesaria ninguna investigación. Recibimos una carta desde el colegio comunicando su fuga y en aquel momento sí se realizó un seguimiento, por llamarlo de alguna manera, pero al comprobar que Elizabeth no tenía intención de acudir a la Mansión lo dejamos estar.

—Pero ¿por qué, Dawson? ¿Por qué?

—Insisto en que fue el deseo de su padre.

—¡Y yo insisto en que mi padre está muerto, maldita sea! ¡Mi padre está muerto! ¿Por qué demonios se ha creído usted con el derecho a seguir obedeciendo sus órdenes?

Herbert Dawson carraspeó, pero ya no era el carraspeo dubitativo del principio de aquella entrevista, sino un intento de serenar el tono de su voz. Hizo una pausa mientras meditaba cómo jugar sus cartas.

—Puedo asegurarle que la intención de su padre era protegerle a usted.

—¿Protegerme a mí…? ¿Cómo? ¿De qué está hablando?

—Dígame, Mr. Ravenscroft, ¿qué sabe usted exactamente sobre esa… sobre Elizabeth?

William dudó. Se daba perfecta cuenta de que su interlocutor pretendía hacerse con el dominio de la discusión, pero no sabía cómo evitarlo: por mucho que cumpliese su amenaza de despedirle, Dawson era quien tenía la información que él deseaba. Sería difícil decidir si aceptaba como cierto lo que aquel hombre le iba a contar, pero en realidad por el momento no tenía otra opción.

Se dejó caer en uno de los sillones frente a la mesa presidencial. Dawson, interiormente, sintió un gran alivio al verle sentado, sabía por experiencia que siempre era más sencillo conversar con alguien que se encontraba a su misma altura y no de pie frente a él.

—Cuénteme cuanto sabe, Herbert —pidió William, utilizando el nombre de pila sin apercibirse de ello.

Una mueca que bien podría ser una sonrisa se dibujó en el rostro del otro.

—Pero, verá, William —con toda la intención, empleó también en respuesta el nombre de pila—, esto podría calificarse como una conversación de negocios. Si entiende a lo que me refiero, cada uno de nosotros tiene algo que el otro desea… Yo tengo una información que le afecta directamente a usted, y usted, en contrapartida, tiene…

—…El poder de mantenerle en su puesto de trabajo —concluyó William.

—En efecto.

—Yo no entiendo eso como un negocio, Dawson, sino como un despreciable chantaje.

—¡Oh, por Dios, William, por Dios! Llamémoslo
intercambio
, mejor. A fin de cuentas, no hay mejores manos para dirigir esta compañía en este momento que las mías; sería una estupidez despedirme o relegarme a cualquier otro puesto. Ni Bachelor ni Goodwin serían capaces de mantener la Ravenscroft Limited en el privilegiado lugar en que ahora se encuentra. Y, además, recuerde que estoy a su disposición para lo que usted quiera, aunque se trate de emplear a un muchacho sin ninguna clase de experiencia —dijo, haciendo mención a la reciente contratación de Gregory a petición de William.

—Bien, denomínelo como quiera, pero hable de una vez.

—¿Tengo su palabra de que mi empleo no se verá afectado, Mr. Ravenscroft?

—Siempre y cuando lo que me diga sea cierto. Si averiguo que me ha mentido otra vez, puede estar seguro…

—Descuide.

—Hable, entonces.

—De acuerdo. Como ya le he dicho antes, la primera intención fue protegerle a usted.

—Eso no puedo entenderlo: ¿protegerme, en qué sentido?

—Sir Ernest quiso asegurarse de que usted fuera su heredero y de que sus derechos como tal no se vieran en peligro.

William continuaba sin comprender.

—¿Por qué iban a peligrar?

—Bueno… —En los gruesos labios de Herbert Dawson se formó algo parecido a una sonrisa de malicia—. Si esa joven, Elizabeth, decidiera reclamar una parte podrían surgir problemas.

—¿Pero qué está diciendo? ¿Por qué iba Elizabeth a reclamar, qué podía reclamar?

—Ella es su hermana, William.

* * *

Al salir del despacho presidencial, William caminaba aturdido por lo que acababa de escuchar y sin darse cuenta casi tropezó de bruces con el secretario de Dawson, quien no quería perder la oportunidad de ofrecerle una vez más sus disculpas por el anterior malentendido.

—Mr. Ravenscroft —empezó a decir—, perdone mi ignorancia de hace un momento…

William le miró sin comprender a qué se refería; el relato de Dawson le había afectado hasta tal punto que no podía pensar en nada más.

—Por favor, no lo tenga en cuenta. Si yo hubiera sabido…

—Olvídelo. —Reparó entonces en la presencia de la mujer que había estado en el despacho a su llegada. Estaba sentada en un rincón, con la mirada perdida y los ojos arrasados en lágrimas—. ¿Quién es esa mujer?

El secretario miró por encima de su hombro con notorio desdén en el momento justo en que la mujer se levantaba y se marchaba.

—La señora Smith, viuda de uno de los empleados fallecidos en el incendio. Ha venido para pedir más dinero por la indemnización, ¡como si esta empresa fuera una organización benéfica!

Ahora fue William quien le dirigió a él una mirada cargada de desdén. Un ser mezquino y despreciable como Herbert Dawson no podía haber elegido mejor a su secretario personal. Deseó alejarse cuanto antes de aquel lugar.

En el exterior, mientras una lluvia mortecina caía sobre él, sintió que todo su mundo se venía abajo, que nada estaba bien, que la ciudad entera se estaba convirtiendo en una trampa.

* * *

Elizabeth no supo jamás que estaba en deuda con el agente Frank Roberts. En el Royal London Hospital solo le dijeron que dos miembros de Scotland Yard la habían llevado hasta allí hacía dos días. Ella no conseguía recordar qué había sucedido.

Cuando despertó, le pareció sentir bajo su cuerpo un colchón, pero se le antojó un imposible. Al abrir los ojos esperaba que apareciese ante ella el cielo encapotado de Londres y que sus oídos se inundasen de los ruidos comunes de la metrópolis, pero no fue así. Parpadeó varias veces antes de que ninguna imagen se formase en su retina, luego al fin los mantuvo abiertos y vio que alguien la observaba. Gritó. No pudo evitarlo, había despertado en medio de una pesadilla. El grito volvió a salir de su garganta, al tiempo que una voz difícil de comprender le pedía que se tranquilizase y una mano diminuta, como la de un niño, se posaba sobre la suya.

Elizabeth se retorció en el lecho, tratando de apartarse. Enseguida entraron en su campo de visión otras dos personas, un médico y una enfermera, sintió que la sujetaban y algo frío se hundía en la piel de su brazo… Al poco notó una calma profunda y una pesadez insoportable en los párpados, mientras oía hablar al médico:

—¡Joseph! ¿Qué haces aquí?

—No quería asustarla, no quería asustarla.

—Ya sabes que no puedes venir por esta sala sin pedírmelo antes.

Antes de que sus ojos se cerrasen definitivamente, Elizabeth vio que se encontraba en una sala muy amplia, de la que no veía el final, y que a su lado había muchas otras camas como la suya, todas las que pudo ver estaban ocupadas y la mayoría de los ocupantes la miraban a causa de sus alaridos. Volvió a sentir una mano sobre la suya y se deslizó al sueño.

* * *

—¿Dónde estoy?

—En el Royal London Hospital. Llevas dos días inconsciente —respondió la enfermera, una mujer de unos cuarenta años que a pesar de que parecía no saber sonreír se mostraba extremadamente amable con Elizabeth.

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