—Dinah, ¿tú qué vas a ser cuando termines en el colegio?
Y Lily gritó:
—¡Una vieja!
Pero, como ya he dicho, el mal comportamiento de Lily se debía al desprecio de las demás alumnas. Venetia Smedley era la peor. Era de las islas del Canal y la llamaban la Bruja de Jersey. Una mañana, durante el desayuno, no se me olvidará nunca, Venetia anunció en voz alta:
—Mis padres se van a St Kitts la semana que viene. Siempre se quedan en el hotel
Four Winds
de Banana Bay. Qué casualidad, ¿eh, Lily? A lo mejor tu madre es la que les limpia la habitación.
Lily se la quedó mirando, bajó la cuchara y contestó:
—Sí, Venetia. Puede.
Pero unos meses más tarde Lily dio con la venganza perfecta. Venetia llevaba un puente en los dientes, debido a que se había caído de su poni hacía dos años. Le daba mucha vergüenza y nunca permitía que nadie la viera mientras se lavaba los dientes. Pues bien, Lily preparó un tofe increíblemente pegajoso (más tarde me enteré de que lo había mezclado con pegamento) y hubo que ver la expresión de triunfo en su rostro cuando a Venetia, al probarlo, se le soltaron sus tres dientes falsos.
—Ay, perdona, Venetia —dijo Lily con toda su dulzura—, se me había olvidado que llevabas dentadura postiza.
Más tarde me comentó muerta de risa:
—La venganza es mía, dijo el Señor.
Y hoy sigue siendo igual; no deja una cuenta sin saldar.
—Esta mañana me ha llamado Camilla Fanshawe —comentó con una risita mientras cogía una cucharada de guacamole—. Se va a casar con no sé qué banquero de tres al cuarto y me suplicaba, Faith, me suplicaba que ventilara la boda en el «
Veo veo
». Pero lo decía porque la de Letty Brocklebank apareció en el
Tatler
. Camilla hablaba por los codos, diciéndome lo bien que le caía cuando estábamos en el colegio, y que ya entonces sabía que yo triunfaría porque era listísima, bla, bla, bla. Y yo sin decir nada, hasta que al final le respondí con muchísima educación: «Mira, Camilla, no sabes cómo lo siento, pero es que en el
Moi!
no podemos encargarnos de pequeñas bodas provincianas».
Sí, Lily es siempre la que ríe la última. Ha superado a todas las compañeras del colegio en todos los sentidos. Intelectualmente por supuesto, eso le ha resultado fácil, pero es que también las ha superado socialmente. Su mente era como un radar, y no tardó en descifrar el código. Modificó sus modales en la mesa, mejoró su porte y al cabo de dos años le había cambiado hasta la voz. Desapareció el sonsonete caribeño, sustituido por un tono de cristal cortante. Peter dice que tiene «diarrea vocal», pero ya he dicho que Peter no es precisamente un admirador suyo.
Mimi, fascinada por Lily, nos preguntó por St Bede. Nosotras le contamos que había misa todas las mañanas, bendición los miércoles, rosario los jueves, confesión los sábados y misa cantada en latín los domingos.
—¿Había tiempo para dar alguna clase? —preguntó Mike.
—Claro que sí. ¡Y a Lily se le daban de miedo! Sacó todo con sobresaliente, y la invitaron a asistir a Cambridge a los diecisiete años.
—¿Y deportes?
—Jugábamos al hockey y al baloncesto.
—¡Para eso sí que era una inútil! —rió Lily—. Tanto correr y brincar… qué aburrimiento. La verdad es que yo pasaba. Tampoco se me daba bien la música.
Yo no dije nada, porque era verdad. Lily tenía una voz de urraca, y estar a su lado mientras se cantaba el himno no era una experiencia muy edificante que digamos.
—¡Y el baile! —prosiguió ella—. ¡También era un desastre! Era como tener dos pies izquierdos.
—También hacíamos mucho teatro —apunté yo—. Era estupendo. Sobre todo la representación anual del colegio…
De pronto Lily dejó de sonreír y me miró ceñuda. Se me había olvidado que el teatro es un tema tabú, no se puede mencionar. La razón es que a Lily no se le daba muy bien actuar y a mí sí, aunque quede mal decirlo. Lo malo es que a ella le encantaba, pero sobreactuaba que daba pena verla. Vamos, no podía ni persignarse sin que pareciera que estaba dirigiendo el tráfico. Así que el teatro no era su punto fuerte, y eso estropeó nuestra amistad durante un tiempo. Cuando estábamos en sexto curso la reverenda madre decidió interpretar Otelo en la función anual. Como Lily era la única niña negra del colegio, se suponía que la protagonista sería ella. Se esforzó mucho en preparar el papel y yo la ayudé a memorizar el guión. Pero cuando después de las audiciones pusieron la lista del reparto, resultó que el papel protagonista no se lo dieron a Lily, sino a mí, y ella se lo tomó muy a pecho. Llegó incluso a irrumpir en el despacho de la reverenda madre (lo sé porque yo estaba allí en ese momento) para gritar:
—Es porque soy negra, ¿verdad?
—No, Lily —contestó con calma la reverenda madre—, es porque como actriz no eres bastante buena. Tienes muchos dones, y sé que tendrás mucho éxito en la vida, pero no será en el teatro.
Se produjo un silencio, y al cabo de un momento Lily se marchó. No me dirigió la palabra durante un mes. ¿Pero qué tenía que hacer yo? ¿Renunciar al papel? Era un papel fantástico, y todo el mundo comentó que lo hice muy bien. Todavía me acuerdo de esos versos maravillosos: «Había sido feliz… porque no sabía nada. Y ahora, adiós para siempre a la paz…».
Lily fue superando poco a poco su decepción, aunque se negó a venir a la representación, y nunca, nunca más volvimos a hablar del tema. Hasta esta noche. Pero no creo que fuera una falta de tacto por mi parte, puesto que han pasado dieciocho años y además nuestros papeles se han invertido hace mucho. Vamos, que ahora ella es la estrella, y no yo. Lily es la que ha triunfado, la que tiene un pisazo en Chelsea y la nevera llena de champán y foie gras auténtico. Yo soy la aburrida ama de casa con dos niños, que considera que ir a Ikea es darse un lujo. Así que aprecio en lo que vale el hecho de que Lily se haya mantenido en contacto conmigo todo este tiempo, teniendo en cuenta lo mucho que nuestras vidas han cambiado.
A esas alturas (debían de ser las diez y media) ya habíamos llegado a los postres. Las velas casi se habían consumido y el vino también. Peter había bebido un poquito de más. Se le notaba bastante achispado. Matt y él hablaban sobre Internet, y Katie le estaba haciendo a Lily unos tests psicométricos (Lily es su madrina y afirmaba que no le importaba). Mientras tanto Mimi, que todavía consideraba una novedad estar casada, me pedía consejo.
—Dime, Faith —susurró—, ¿cuál es el secreto de un buen matrimonio?
—No lo sé —contesté, mientras me llevaba a la boca una cucharada de fruta de otoño escalfada—. Solo sé que después de quince años, entre Peter y yo hay un lazo irrompible. Somos como la glicinia que crece por la pared de la casa: estamos totalmente entrelazados.
—¿Qué es lo que más admiras de él?
—Que siempre encuentra mis lentillas cuando las pierdo. Se le da de miedo.
—No, en serio. ¿Qué es lo que más te gusta de él?
—Que es un hombre decente y sincero. Peter siempre dice la verdad.
A Mike le pareció tan bonito que dijo que Peter debería dar un discurso.
—Venga, hombre —le animó.
—¡Ay, no! —se quejó Peter.
—Por favor —insistió Mimi—. Que se trata de una ocasión…
—Bueno, está bien —concedió él después de otro sorbo de vino—. A ver… Me gustaría decir que… —comenzó. Al levantarse se tambaleó un poco— que Faith es mi primer amor y que nuestros quince años juntos son como un pito…
—¡Lapsus freudiano! —exclamó Katie.
—Quiero decir como un hito. Un hito. Un gran logro, eso es. Cuando lo piensa uno… Y que me parece increíble lo deprisa que han pasado quince años de mi vida.
Y eso fue todo. Nada más. Yo intenté sonreír. Ya he dicho que últimamente está muy preocupado en el trabajo, así que no es el hombre tranquilo y feliz que era.
—Está muy cansado —susurré diplomáticamente a Mimi y Mike.
—Parece distraído —convino Lily.
—Sí. Es que ahora mismo tiene demasiadas cosas en la cabeza.
—Pues sin embargo tiene buen aspecto —comentó Lily cuando llegaba el café—. Ha adelgazado un poco, ¿no?
—Pues sí. Sí que está delgado, sí —contesté.
—Y lleva una corbata preciosa.
—Sí, es muy bonita.
Lily se llevó un purito a la boca y lo encendió con una larga calada. Luego me miró muy seria y me dijo con mucha suavidad:
—Pues yo creo que eres maravillosa al confiar en él.
A mí me pareció un comentario de lo más raro, porque por supuesto que confío en Peter. Siempre he confiado en él. Ya he dicho que es un hombre digno de confianza. De modo que no sabía a qué se refería Lily, y desde luego no quería preguntárselo delante de todo el mundo. Además, Peter ya estaba pidiendo la cuenta. Era tarde.
—… a por los abrigos.
—¿… está incluida la propina? no, invitamos nosotros, Mike.
—Katie, ¿puedes coger el abrigo de la abuela? muy amable, Peter. La próxima corre de nuestra cuenta.
—¿… quién lleva a la niña? ahí hay un taxi.
Antes de que nos diéramos cuenta, estábamos todos fuera besándonos y despidiéndonos.
—Una velada maravillosa —dijo Mimi. La nieve caía suavemente sobre su pelo—. Espero que nosotros también lleguemos a los quince años de casados —añadió mientras ataba la sillita de la niña en el asiento del coche.
—Pues yo espero que lleguemos a los treinta —apuntó Mike—. Gracias a los dos. Ha sido una cena estupenda. Adiós.
Los niños se habían resignado a que Lily les diera un beso, aunque los dos aborrecen su olor; la bolsa de Jennifer estaba cerrada y Sarah ya se había metido en el coche. Yo paré un taxi.
—Una cena estupenda —comentó Peter mientras recorríamos la calle mojada.
—Sí, cariño. Yo también me lo he pasado muy bien.
Y era verdad. Me lo había pasado muy bien. Pero también era consciente, aunque de una forma que no podría definir, de que algo había cambiado.
Cuando trabajas en la televisión matinal, siempre te preguntan tres cosas: a qué hora te levantas, a qué hora te acuestas y si el trabajo ha destrozado tu vida social. A veces me dan ganas de ir por ahí con una pancarta que diga: «A las tres y media, a las nueve y media y ¡sí!». Lo que pasa es que se acostumbra una. ¡Pero qué digo! No es verdad. No, no hay forma de acostumbrarse a los madrugones. Es una cosa horrible. Es espantoso que suene la alarma a las tres y media, cuando el cuerpo me pide a gritos más horas de sueño. Y es todavía peor si estás deprimida, como yo lo estaba esa mañana, y tienes un poco de resaca.
Graham refunfuñó cuando me levanté, pero declinó la posibilidad de hacer guardia a la puerta del baño. Me di una ducha, me eché un poco de
Escape
(mi perfume favorito de momento), me puse el traje azul marino de
Principies
y bajé al taxi. Mientras recorríamos Elliot Road me acordé de nuevo de lo que había dicho Lily: «Creo que eres maravillosa al confiar en él… confiar en él… creo que eres maravillosa al confiar…».
Miré por la ventana, dándole vueltas a aquello, examinándolo desde todos los ángulos, como si fuera una piedra preciosa. Pero por mucho que lo pensara, seguía sin saber qué había querido decir Lily. Claro que tampoco estaba muy segura de querer saberlo. Lily tiene la costumbre de decir cosas que no me hacen mucha gracia, pero por lo general no le hago caso. Y eso es lo que me forcé a hacer esa mañana. Así que me concentré en mi trabajo. Al fin y al cabo, me dije con firmeza, tengo un trabajo importante. Hay gente que depende de mí. Yo puedo alegrarles o destrozarles el día. Cuando estoy a punto de salir en pantalla, Terry, el presentador «estrella», mira a la cámara y dice:
—Bueno, chicos, ¿qué tiempo nos espera hoy? ¡Hay que tener fe, porque aquí tenemos a Faith!
Y entonces yo entro y les digo el tiempo que hará y los televidentes tienen fe en mí. Confían en mí si les digo que tienen que llevar abrigo o paraguas, o si la humedad va a alcanzar cotas altas. También les digo si va a hacer viento y si es seguro conducir o navegar. Yo creo que la información meteorológica es muy importante, pero me temo que mis colegas no piensan lo mismo. Para ellos no es más que un insignificante espacio de tres minutos antes de las noticias. Para ellos no es más que una barrera antes de la intersección, y siempre están intentando acortar mi tiempo. En principio debería tener dos minutos y medio, pero casi nunca llega a un minuto. Y yo no puedo hacer nada, porque todo se controla desde la sala de realización. Igual estoy en medio de un informe fascinante sobre frentes cálidos cuando de pronto oigo al director por los auriculares, gritándome que pare. La verdad es que pueden llegar a ser bastante groseros. A veces me gritan:
—¡Calla, Faith! ¡Calla! ¡Que te calles!
Y claro, no hay quien se concentre. Lo que en realidad tienen que hacer es iniciar tranquilamente una cuenta atrás a partir de diez, y yo sé que para cuando lleguen al cero tengo que haberme despedido con una sonrisa. Lo mismo pasa cuando se quedan cortos en las noticias. Entonces me llaman:
—¡Relleno, Faith! ¡Relleno! ¡Relleno! ¡Relleno!
Pero a mí no me intimidan, porque sé hacer frente a ello perfectamente. Una vez hice un relleno desde treinta segundos hasta cuatro minutos enteritos. Y me enorgullezco de poder mantener la calma en esas situaciones y salir justo cuando es necesario. Otra cosa, como tengo línea abierta a través de los auriculares, les oigo cotillear a todos en realización durante mi espacio. El boletín meteorológico es su momento de descanso, porque no tienen que hacer nada ya que yo misma cambio los gráficos con mi mando a distancia e improviso mi guión, con lo cual no necesito
autocue
. Así que mientras doy mi boletín, les oigo discutir lo que fue mal en el espacio anterior, o decir a los de maquillaje que arreglen el pelo a Terry, o indicar al cámara que tome un primer plano de fulanito o menganito, o alardear de la chica que se han ligado. Y se olvidan de que yo estoy en el aire, en directo, y de que oigo todo lo que dicen.
Así pues, entre una cosa y otra, realizar los informes meteorológicos es un trabajo bastante estresante. Pero a mí me gusta. De verdad, sobre todo en esta época del año. Me encanta el invierno, no solo por mi visión optimista de la vida, sino porque en invierno el tiempo es genial. En verano solo tenemos tres posibilidades: o llueve, o está nublado o hace buen tiempo. Pero en invierno hay de todo: hielo, nieblas, heladas, lluvia, granizo, aguanieve y nieve. También podemos tener buen tiempo, si llega un anticiclón, o igual se producen vientos huracanados. Así que, si trabaja una en meteorología, como yo, el invierno es una época de lo más emocionante. Y aunque el horario es espantoso, la verdad es que en el trabajo me lo paso bien. De modo que esta mañana, a pesar de mis preocupaciones y mi dolor de cabeza, sentí como siempre un escalofrío al atravesar la verja.