—No hace falta, de verdad.
—No, sí que hace falta, a ver si así me crees por fin y se acaban los interrogatorios. Te aseguro que ya no puedo más, con todo lo que estoy pasando en el trabajo. Así que espero que no me consideres poco razonable, Faith, pero no puedo soportar que me agobien también en casa.
—Yo no te agobio.
—Sí que me agobias. Llevas persiguiéndome tres semanas. Nunca lo habías hecho antes, pero se ve que ahora estás obsesionada, sabe Dios por qué. Así que para convencerte de que no salgo con nadie, te voy a recitar de memoria la lista de las mujeres que conozco. Vamos a ver… En el trabajo están Charmaine, Phillipa y Kate en redacción; Daisy y Jo en publicidad; Rossanna, Flora y Emma en marketing, y Mary y Leanne en ventas. Tengo que hablar con estas mujeres con cierta frecuencia, Faith, y no estoy liado con ninguna.
—Vale, vale.
—Luego están mis autoras, por supuesto. Clare Barry, a quien envié unas flores, Francesca Leigh y Lucy Watt. Janet Strong, J. L. Wyatt, Anna Jones y… Ah, sí, Lorraine Liddel y Natalie Waugh.
—Eso no me interesa —dije aburrida.
—¿Quién más? —Peter se cruzó de brazos y miró al techo—. Bueno, hay varias agentes literarias con quienes también hablo a menudo. Betty y Valerie, de Rogers; Joanna y Sue, de Blake Hart; Alice, Jane y Emma de A. P. Trott, y Celia de Ed McPhail.
—Está bien.
—No, no está bien. A ver, que todavía hay más. Ah, sí, está el estúpido Comité de Ética Familiar, al que tengo que atender cuatro veces al año. Allí tenemos a la baronesa Warner, que tiene sesenta y tres años; la socióloga Dame Barbara Brown y otras dos mujeres, casadísimas y aburridísimas, miembros del Parlamento. Las dos se llaman Anne.
—Todo esto es innecesario.
—Otras mujeres conocidas son las colegas de Andy Metzler, Theresa y Clare. Y por otra parte están las mujeres de mi círculo social, pero tú también las conoces: Samantha, Jackie y esa tan simpática, no me acuerdo cómo se llama, la que nos encontramos a veces en el gimnasio. Si añades a eso tus amigas del colegio, como Mimi, me parece que la lista está completa. Ah, y también está Lily, por supuesto. Pero si se te ha ocurrido pensar por un segundo que tengo un lío con ella, te llevo ahora mismo al psiquiatra.
—¡Vale, vale, vale! Oye, yo no te he pedido nada de esto…
—Sí que lo has pedido. Con tus dudas y sospechas. Pero te aseguro que aquí el único que anda liado por ahí es Graham.
—Mira, yo solo te he preguntado si conocías a una tal Jean.
—Pues no. Puedo decir con toda sinceridad que no la conozco.
Pero yo sabía que era mentira, y no una de esas mentirijillas sin importancia, sino una mentira con todas las letras. Y aquello era de lo más significativo, porque Peter suele ser muy sincero y ahora me estaba mintiendo con todo el descaro. Claro que yo no podía decir que había visto la nota sobre Jean porque entonces él sabría que le había registrado los bolsillos una vez más. «Me encantaría que lo siguieran», pensé. Pero entonces recordé que estaba fuera de toda posibilidad, porque los detectives privados no son baratos precisamente.
—¿Te has quedado tranquila, Faith? —me preguntó Peter, de pie junto a la puerta.
—¿Cómo?
—Que si estás convencida. ¿No podríamos olvidarnos de una vez de todo esto? Porque me gustaría que nuestro matrimonio fuera…
—¿Qué?
—Normal.
—Supongo que es normal.
Estos días el trabajo es un refugio donde resguardarme de mis problemas matrimoniales. Cuando miro los mapas del satélite, con sus masas de nubes sobre el planeta azul, me olvido de mis preocupaciones. Y además la guerra fría que hay en el estudio crea muchos momentos de distracción.
Sophie tuvo una mañana fatal. Problemas con el
autocue
. «Qué curioso», pensé. Es que Sophie normalmente lee con mucha fluidez y nunca la he visto meter la pata. Hace que parezca todo de lo más natural, como si estuviera improvisando y no leyendo un guión. Pero, claro, no es así. Arriba en realización, Lisa, la operadora del
autocue
, maneja el ordenador a mano, haciendo avanzar el texto al ritmo del presentador. Si el presentador va despacio, ella va despacio. Si el presentador acelera, ella acelera también. Pero esta mañana algo iba mal.
—Bienvenidos de nuevo… al programa —saludó Sophie después de la pausa—. Y… ahora —prosiguió, a treinta y tres revoluciones por minuto. Se le notaba en la cara que estaba desconcertada—… según… un… informe… sobre… la… igualdad de… sexos… en… el mundo… laboral… las mujeres… jóvenes… son… la fuerza… que encabeza… en… Gran Bretaña… la entrada… en… el siglo… XXI.
Era angustioso. Sophie miró una o dos veces su guión, pero era evidente que no sabía por dónde estaba. El
autocue
seguía avanzando a paso de tortuga. Era como si la estuvieran torturando, pero ella aguantó con valentía.
—Casi… cuatro… de cada… diez…
—¿Qué pasa, Lisa? —oí gritar a Darryl.
—¡No lo sé! —gimió ella—. ¡Esto no funciona!
—… directivos… son ahora… mujeres… El mayor… índice… del que… se tiene… noticia. —Sophie suspiró—. Las mujeres… además…
—¡Venga, Sophie! —la interrumpió Terry—. Que no tenemos todo el día. Lo siento, amigos —añadió mirando el
autocue
con una sonrisa—, pero parece que Sophie ha perdido el don de la palabra, de modo que vamos a prescindir de esta noticia para ir directamente al informe de Tatiana desde el teatro Old Vic. Sí, nuestra encantadora Tatiana ha hablado con Andrew Lloyd-Webber de sus planes para ese monumento londinense en el que Laurence Olivier y John Gielgud pisaron por primera vez las tablas.
—¿Qué pasa? —preguntó Sophie—. ¿Qué ha pasado con el
autocue
?
—Se ve que han tenido problemas con él —dijo Darryl.
—¿Sí? Pues a Terry le ha venido de miedo —señaló ella. Se notaba que estaba a punto de echarse a llorar—. Lisa —añadió con cautela, tragando saliva—, te agradecería que no lo vuelvas a hacer.
—Yo no he hecho nada —protestó Lisa. La verdad es que esta chica nunca me ha gustado—. Es que el
autocue
se ha quedado… no sé, atascado.
—Pues ten la amabilidad de desatascarlo para mi próxima intervención —replicó Sophie cortante.
No era de extrañar que estuviera tan afectada. No hay nada peor que emitir en vivo para todo el país con un
autocue
defectuoso. A mí me ha pasado una o dos veces y la verdad es que se hace un ridículo espantoso. Y peor es que la gente lo recuerda durante años. A lo mejor te dicen: «¡Hombre! El otro día te vi en la tele». Y tú te crees que te van a hacer un cumplido, pero entonces te salen con eso de: «Sí, hace un par de años. ¡El
autocue
se rompió! ¡Qué risa!». Y tú tienes que contestar que sí, que fue graciosísimo, sí, ja ja ja.
—¡Ay, pobre! —exclamó Terry con toda su hipocresía—. Ha debido de ser horroroso para ti, Sophie. Qué vergüenza habrás pasado. ¡Y en la hora de máxima audiencia! Cuando todo el mundo te está viendo. Cinco millones de personas. Vaya por Dios, qué lástima.
Sophie miró su guión, fingiendo no oír.
—Pero en fin, son gajes del oficio —prosiguió Terry—. No te lo tomes a mal, querida, pero me parece que no tienes madera para esto.
Más tarde, en la reunión, Darryl estaba furioso.
—Lisa, creo que deberías pedir disculpas a Sophie —dijo, cruzándose de brazos.
—Lo siento mucho, pero no voy a pedir disculpas. Ha sido un fallo técnico.
No hubo forma de que diera su brazo a torcer. Lisa insistía en que no había sido culpa suya. Pero cuando me marchaba vi a Terry y Tatiana, que estaban desayunando en la cafetería. Parecían encantados de la vida. Lisa se sentó con ellos. No hace falta ser un genio para imaginar lo que había pasado. Me pregunté cuánto habrían pagado a Lisa.
Cuando llegué a casa me llevé a Graham a dar un paseo por el río, que a él le encanta, y luego volví a echar un vistazo a la página ¿teengaña?.com. Sí, había algunos consejos para mí.
«Emily, ¡deberías dar un respiro a tu marido! —escribía Barbara de Nueva York—. No tienes ninguna prueba de que te engañe, así que ¿por qué buscarte problemas?». «Si te parece que tu marido está siendo evasivo, es que lo es», apuntaba Sally de Wichita. «¿Por qué no le engañas tú a él? —proponía Mike de Alabama—. Así estaríais en paz». «Pincha el teléfono de su despacho», aconsejaba alguien más. «¡Llama a un abogado ahora mismo!». «¡Vete a casa de tu madre!». «¡Contrata a alguien para que siga al cabrón de tu marido!».
Esa noche, mientras cortaba verduras para la cena, reflexionaba sobre estos consejos. Yo no pensaba tener ninguna aventura, porque eso sería algo rastrero. Aunque tuviera el equipo necesario para pincharle el teléfono, no podría entrar en su despacho de ninguna manera. Tampoco podía permitirme un abogado, así que eso quedaba fuera de cuestión, y no podía irme con mi madre porque mi madre estaba siempre de viaje. En cuanto a hacer que siguieran a Peter… no me sentía capaz, y tampoco tenía dinero para contratar a nadie. Había hecho un par de llamadas para informarme y me habían dicho que me costaría por lo menos dos mil libras. No sabía qué hacer.
—Mamá, ¿estás bien? —me preguntó Katie, que estaba aseando la pecera de Sigmund, su pez tropical.
—¿Qué?
—Que si estás bien.
—Pues claro que sí, cariño. ¿Por qué no voy a estar bien?
—Porque estás cortando la verdura con una rabia increíble.
—¿Ah, sí? —pregunté, con el cuchillo en el aire.
—Sí. Me recuerdas a Jack Nicholson en
El resplandor
. La verdad es que desde que Matt y yo hemos llegado a casa, noto muchísima tensión.
Vaya por Dios. Ya me veía yo venir el rollo psicoanalítico.
—Sí, aquí se detecta mucha tensión —prosiguió Katie—, y mucha rabia contenida. Estás furiosa, ¿verdad, mamá?
—Pues claro que no.
—¿No hay nada que quieras decirme? Ya está, Siggy. Limpito y aseado.
—¿A qué te refieres?
—¿No necesitas hablar de algo?
—No, gracias.
—Porque la verdad es que yo noto aquí muchísima ansiedad.
—¿Sí?
—Sí. ¿Tienes pensamientos negativos?
—¿Negativos? No.
—¿Estás en un período de negación?
—Desde luego que no.
—¿Tienes pesadillas?
—No. Qué tontería. No tengo pesadillas.
—Es que estoy preocupada por tu superego —explicó con naturalidad, mientras ponía la mesa en la cocina—. Creo que tienes conflictos reprimidos, así que tenemos que trabajarlos para mitigar un poco la tensión en tu subconsciente. Vamos a ver, ¿por qué no hacemos un pequeño ejercicio de asociación?
—No, gracias.
—Creo que podría ayudarte mucho a abrir tu ego.
—Mi ego está muy ocupado haciendo la cena, cariño. Lo siento.
—Pero mamá, si no es nada.
—Ya lo sé —contesté mientras colaba las judías—. Precisamente por eso.
—Mira, lo único que tienes que hacer es sentarte, cerrar los ojos y decir lo primero que te venga a la cabeza.
—Ay, Katie, por favor. No quiero servirte de conejillo de Indias —dije irritada—. ¿Por qué no lo haces en el colegio?
—No puedo.
—¿Por qué?
—Porque ya están todos haciendo alguna terapia. De verdad, mamá. La libre asociación es muy fácil —insistió. Mientras yo abría el horno para echar un vistazo al pastel de carne, Katie se sacó una libreta del bolsillo—. Tú di lo primero que se te ocurra, aunque te parezca una tontería.
—Ay, Dios…
—Aunque sea una cosa de lo más trivial —prosiguió ella, como queriendo tranquilizarme—. O aunque sea algo asqueroso u obsceno.
—¡Katie! Me niego a que me psicoanalice alguien que hasta hace relativamente poco todavía jugaba con Barbies.
—Sí, pero a mí las Barbies solo me interesaban como paradigma del imperialismo cultural norteamericano. Por favor, mamá. Solo cinco minutos…
—¡Está bien, como quieras! Pero te aseguro que todo este rollo psicológico me parece una tontería.
—Muy bien, mamá. Expresa tu rabia, no la contengas. Puedes decir lo que quieras, ¿de acuerdo? Venga, siéntate y cierra los ojos. Muy bien. Relájate, respira hondo, deja vagar la mente. ¿Qué es lo primero que te viene a la cabeza?
—Eh…
—No, no pienses, mamá. Simplemente dilo. Lo primero que se te ocurra, ¿de acuerdo? ¡Ya!
—Eh… Zanahoria.
—Bien.
—Chuleta…
—Sigue.
—Cuchillo… afilado… eh… palo… pegar… tiempo. Quince. Feliz. No. Acabado. Todavía. Quizá. Inquieto. Tabaco. Herida. Dolor. Corazón. Flores. Traición. Mentira. Engaño. ¡Mujeriego! ¡Hijo de su madre! ¡Muy bien! ¡Se acabó! —exclamé levantándome de pronto—. No quiero jugar más a esto.
—Estás mostrando la típica resistencia, mamá —explicó Katie con benevolencia—. No te preocupes, es de lo más natural. Significa que nos acercamos al fondo del problema.
—Yo no tengo problemas. Ah, hola, Matt.
—Lo que acabamos de ver —concluyó Katie alegremente mientras cerraba de golpe su cuaderno— era tu subconsciente debatiéndose para evitar confesar sus oscuros secretos.
—Mira, Katie —dije con paciencia, enjugándome la frente—, yo no tengo oscuros secretos, y estas tonterías freudianas son eso, ¡tonterías! La cena está lista, así que hazme un favor y mata a tu padre.
«¿Quién será Jean? —me pregunto una y otra vez—. Mi rival. ¿Y qué aspecto tendrá? ¿Es rubia o morena? ¿Alta o baja? ¿Más joven que yo? ¿Más guapa? Probablemente. ¿Más delgada? No sería difícil. ¿Más inteligente? ¿Cómo y cuándo se conocieron? ¿Fue ella la que sedujo a Peter, o al revés? ¿Pensará Peter que está enamorado de ella, o será solo atracción física? ¡Dios mío! ¡Dios mío! Me estoy torturando, pero no puedo parar». Es que esta mañana he encontrado otra nota sobre Jean, y ha sido todo un golpe porque el fin de semana había ido muy bien. Estábamos juntos de lo más normal, como una familia. Sacamos al perro de paseo, alquilamos una película y los niños se lo pasaron muy bien. Matt se pasó casi todo el rato encerrado en su habitación, como siempre, aunque, curiosamente, salió varias veces al buzón. En fin, que en general fue un buen fin de semana. Y yo empezaba a tranquilizarme y a pensar que tal vez me había equivocado. Al fin y al cabo todavía no tengo pruebas de que Peter me esté engañando. Es solo una sensación, una espantosa corazonada que no me deja en paz.
Pero esta mañana, al volver del trabajo, vi que se había dejado la cartera en casa. Así que la abrí. Ya sé que les parecerá muy mal, pero lo único que puedo decir en mi defensa es que necesitaba hacerlo.