—Buenos días, señora Ellis-Jones —saludé—. Hola, Jack —le dije a su hijo de dieciséis años, un chaval cubierto de acné—. ¿Cómo estás?
—Bien… bien, teniendo en cuenta las circunstancias.
¿Qué demonios quería decir?
—¿Tienes planes para las vacaciones? —pregunté.
—No. Tenía planes —añadió sombrío—. Había ahorrado para viajar con interrail, con Tom North. Pero ahora no me lo puedo pagar.
—Vaya por Dios. Es una lástima.
No tenía ni idea de por qué me estaba contando todo aquello, pero no quise presionarle más.
—Katie —susurré—, tengo la impresión de que no somos muy bien recibidos.
—Mmmm. Estamos recibiendo malas vibraciones. Se nota una cierta hostilidad del grupo. Ya me imaginaba que podía pasar.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, mamá —comenzó pensativa, metiéndose una fresa en la boca—, creo que deberías saber una cosa.
—¿Qué? ¿De qué estás hablando?
Pero no tuve tiempo de averiguarlo, porque en ese momento sonó un timbre y todos entramos en el edificio. Era el momento de los discursos. Todos los niños se sentaron en las primeras filas del salón de actos mientras los padres se acomodaban en la parte de atrás.
—Peter —susurré—, el ambiente está muy tenso.
—Sí, es verdad. Aquí pasa algo raro, eso seguro. O puede que solo sea el calor.
Mientras iban nombrando a los chicos que habían recibido algún premio, yo me abanicaba con la hoja del programa. Sentí una punzada de orgullo maternal al leer el nombre de Matt al final. Por fin el director subió a la tarima para pronunciar su discurso anual.
—Durante el pasado año… progreso… espíritu de comunidad… resultados de criquet… excelente… por desgracia… expulsiones… el ala de ciencias… caro… recorte… agradecido… presupuesto. Y ahora —anunció—, la entrega anual de premios, que han sido posibles gracias a la generosidad de nuestros benefactores, a quienes estamos muy agradecidos. Quiero dar las gracias en particular al señor Bill Gates por dotar el nuevo premio de matemáticas con un espléndido vale de diez libras para la adquisición de libros.
Todos aplaudimos. Luego el director carraspeó y anunció a los ganadores.
—El premio Ali G de gramática es para Caroline Day. —Una niña larguirucha de pelo moreno se acercó a recoger el vale para libros y volvió a su sitio entre una lluvia de aplausos—. El premio Emim de pintura es para Laetitia Banks. —Todos aplaudimos de nuevo con entusiasmo, mientras la pequeña Laetitia estrechaba la mano del director—. El premio Mark Thatcher de orientación es para Rajiv Patel. —Más aplausos mientras el chico atravesaba el escenario con aire arrogante y las manos en los bolsillos—. Britney Scott ha obtenido el premio Archer de arte dramático. El premio Al Fayed de política, este es en metálico, es para Mary Ross. —A mí ya me dolían las manos de tanto aplaudir—. Barbara Jones tiene el premio Barbara Windsor de elocución. Y por último, Matthew Smith ha obtenido el premio Bill Gates de matemáticas.
Peter y yo aplaudimos con entusiasmo cuando Matt se levantó, pero fuimos los únicos. La sala se había quedado en silencio. ¡Qué groseros! Yo había aplaudido a los demás niños, ¿por qué no podían ahora aplaudir a mi hijo? Me ardía la cara de pura rabia. Pero por fin estallaron los aplausos. Simplemente habían tardado un poco en reaccionar. De pronto me di cuenta de que no era un aplauso de apreciación, sino más bien todo lo contrario: eran palmadas muy lentas. Matt estaba coloradísimo. Clap, clap, clap, se oía. Clap. Clap. Clap. Cada vez más fuertes y más rítmicas. Y entonces oí horrorizada que alguien le abucheaba. Mientras Matt estrechaba la mano del director se alzaron gritos de «¡Fuera! ¡Fuera!». El director, viendo que la situación se le iba de las manos, tuvo que llamar al orden.
—Debemos aplaudir a los galardonados con un espíritu de generosidad. Matt es un matemático muy dotado. Aunque a veces se equivoque —añadió.
—¡Desde luego que se equivoca! —gritó alguien desde la tercera fila.
—Es verdad que algunos cálculos de Matt no han sido muy precisos últimamente.
—¡No me digas!
—Pero estamos seguros de que su reciente racha de mala suerte es… pasajera.
—¡Ojalá! —gritó Johnny Thompson—. ¡A mí me ha hecho perder trescientas libras! ¿Qué?
—A mí, quinientas —protestó una niña delgada.
—A mí, seiscientas cincuenta —apuntó Jack Ellis-Jones—. Las había ahorrado para viajar por Europa.
—Bueno, creo que Matt tiene que trabajar un poco más en sus porcentajes —prosiguió el director—, pero estoy seguro de que lo solucionará en el próximo trimestre. Y todos estamos seguros de que ayudará a la administración a reunir los fondos para la nueva ala de ciencias.
—¿Qué demonios pasa aquí? —susurré.
—Ojalá lo supiera —contestó Peter.
—Con esto concluye la entrega de premios —dijo el director—. Felicidades a todos.
Matt bajó desconsolado del escenario. Peter y yo nos abrimos camino hasta las primeras filas. Matt estaba sentado con la cabeza gacha.
—Matt, ¿qué ocurre aquí?
—No es culpa mía —murmuró, jugueteando con su vale—. Ya les advertí que era un riesgo.
—¿Qué quieres decir? Matt guardó silencio.
—¿Katie? ¿Quieres explicarnos qué pasa? ¿Ha hecho Matt algo malo?
—No, en realidad no. Ha estado… especulando, nada más.
—¡En las carreras de caballos! —exclamé.
—No, claro que no. En la bolsa. Al principio ganó muchísimo dinero. Tuvo una buena racha. Lo hacía todo a través del ordenador.
—¿Has estado invirtiendo en bolsa? ¿Cómo? ¿Y con qué? Matt, ¿de dónde has sacado el dinero? Nosotros solo te damos ochenta libras al trimestre.
Matt suspiró.
—Vendí mis juegos de ordenador —contestó por fin—. Los anuncié en una página web y gané casi dos mil libras.
—¡Dos mil libras! —exclamó Peter.
—Yo creía que los habías regalado —señalé.
—No. Los vendí a veinte libras cada uno. Eso es barato, ¿sabes? La gente me hacía los pedidos por e-mail y luego me mandaba el dinero.
Ah. Por eso recibía tanta correspondencia.
—¿Y luego invertiste el dinero en acciones?
—Sí.
—Pero no tienes edad para eso —observó Peter—. No puedes apostar en bolsa antes de los dieciséis años. De hecho no tienes ni siquiera edad para abrir una cuenta en el banco. ¿Cómo lo has hecho? —Matt bajó la vista—. ¿Cómo? —insistió Peter—. ¿Y dónde has metido el dinero? Dínoslo, Matt. Te prometo que no nos enfadaremos.
—Bueno… —Matt nos miró suplicante, a punto de echarse a llorar—. Es que no lo puedo decir. Es un secreto.
—No quiero que tengas esa clase de secretos con nosotros —dije—. Tienes que decirnos la verdad.
—Es que no puedo, mamá.
—¿Por qué no?
—Porque se lo prometí a la abuela.
—¿La abuela? —exclamamos Peter y yo.
Matt dio un respingo al darse cuenta de que había metido la pata y ocultó la cara entre las manos.
—Sí, la abuela —dijo con voz rota—. El dinero estaba en su cuenta. Ella también puso dos mil libras, así que teníamos cuatro mil para invertir. Yo le daba la información y ella apostaba en bolsa. Luego nos partíamos los beneficios.
—¿Me estás diciendo que la abuela te ha animado a invertir en bolsa?
—No, en realidad no. Lo hacíamos juntos.
Vaya. Ahora entendía por qué mi madre hablaba tanto con él.
—Incluso le compró el ordenador portátil —apuntó Katie—. Para que fuera más fácil estar en contacto.
—¿Te lo compró la abuela? Yo creía que te lo había dado Jos. Pensaba que era un ordenador viejo.
—No, no. —Katie sacudió la cabeza—. Es un portátil muy potente, de lo último que ha salido al mercado.
Entonces me pregunté por qué había mentido Jos. ¿Por qué demonios dijo que se lo había regalado él?
—¿Cuánto dinero has ganado? —pregunté.
—Al principio mucho. Obtuve beneficios de un cinco por ciento.
—¿Eso cuánto es?
—Veinte mil libras.
—¡Madre mía!
—Algunos chicos se enteraron —explicó Katie—, y le pidieron información.
—Yo no quería —dijo Matt—. Pero Ellis-Jones y Thompson son prefectos, y me obligaron a decirles qué acciones había que comprar. Al principio también ganaron mucho dinero —sollozó—, pero luego la dot.com cayó de golpe.
—¿Dot.com? —exclamó Peter—. ¡Eso es como jugar a la lotería!
—Ya lo sé. Y se lo dije. Les advertí que teníamos que salir de ese sector. Yo estuve invirtiendo una temporada en las minas de plata de Bolivia, pero tampoco me fue muy bien. Después intentamos con las cosechas de soja. Pero ellos querían comprar dot.com y conservarlas. Y luego se pusieron furiosos cuando se hundieron. Hasta entonces nos había ido bien.
—Entiendo —suspiré.
Y sí que lo entendía. Estaba todo clarísimo. Así era como mi madre se había podido permitir sus fabulosas vacaciones, y por eso los otros padres se habían mostrado tan hostiles. Ahora sabía por qué Matt no hacía más que acudir al buzón y por qué recibía tanta correspondencia. También comprendía que su nuevo interés por los asuntos mundiales no era exactamente lo que parecía. Me enfurecía pensar que mi madre había animado a Matt a jugar en bolsa en lugar de estudiar.
—Ellis-Jones y Thompson estaban furiosos —explicó Matt—. Dijeron que todo había sido por mi culpa.
—¿Cuántas acciones tenían?
—Cien. Luego compraron hasta seiscientas, pero el valor cayó en picado. Yo les advertí que podía pasar. No es que no lo supieran.
—Dios mío. Así que te has jugado el pellejo. Vaya. Eso lo explica todo.
—No todo —terció Katie—. El director también metió baza. Quería fondos para el ala de ciencias. Pretendía conseguir tres millones, pero también ha perdido.
Dadas las circunstancias, decidimos no quedarnos a tomar el té. Los niños recogieron sus mochilas y nos fuimos a casa. Yo no quería ni pensar lo mucho que Matt se habría atrasado en sus deberes del colegio. Todo aquello tenía que acabarse. Tendríamos que disculparnos por escrito ante los otros padres y… sí, habría que devolverles el dinero. Además, tendría que hablar con mi madre. Por otra parte quería saber por qué Jos me había mentido con lo del ordenador. Aquello no tenía ningún sentido. La verdad es que fue un alivio que no estuviera en casa cuando volví. No estaba preparada para presentarle a Peter todavía. En cualquier caso, estaba agotada después de tanta tensión.
Graham salió disparado como un cohete en cuanto oyó la puerta y se puso tan contento al ver a Peter que casi lo derriba. Lloraba de pura emoción cuando Peter se agachó para saludarle.
—Hola, Graham, cariño. ¿Me has echado de menos? —Graham le lamió las orejas gimiendo de alegría—. Te gusta tener a la familia reunida, ¿eh? Todo tu rebaño, ¿eh?
—Sí —dijo Katie—. Así es.
—Bueno, ¿dónde está Jos? —preguntó Peter—. ¡Ay, Graham! —exclamó, fingiendo estar horrorizado—. No habrás sido capaz, ¿verdad? ¡Eso está muy mal! Mamá se va a enfadar muchísimo. Faith —me llamó—, me temo que Graham se ha comido a Jos.
—No —contesté enfadada, leyendo la nota que Jos me había dejado en la mesa.
—De verdad, Faith. Creo que tiene una expresión culpable.
—Jos está vivito y coleando. Se marchó hace media hora.
Le había dejado a Graham agua y galletas, que él no había tocado. Aunque ahora, encantado de nuestra vuelta, entró en la cocina en busca de su plato. Peter se quedó en la puerta, enmarcado en ella como un hermoso retrato.
—¿Te apetece quedarte a cenar, Peter? —pregunté.
—Me encantaría.
—Estupendo.
—Pero no puedo.
Vaya.
—Qué lástima —contesté como si nada—. ¿Por qué no? —Aunque ya lo sabía.
—Porque Andie me espera. —Asentí con la cabeza—. Le dije que estaría en casa a las ocho.
—Pero estás en casa, papá —observó Katie.
—Sí, ya —dijo él de mala gana—. Supongo que sí. —Entonces me miró y sonrió, como dolido y resignado. Estábamos a pocos centímetros el uno del otro, y a la vez muy lejos.
—Muy bien, pues más vale que no te retrases. Gracias por traerme, por llevarme, quiero decir. Por llevarme en el coche, vaya.
Katie me miraba con esa expresión que pone ella. ¡No sé qué le pasa a esta niña! Peter se despidió de los niños con un beso y acarició a Graham. Luego, para mi sorpresa, me abrazó y presionó su mejilla contra la mía.
—Hasta luego —murmuró.
—Sí, hasta luego.
Y con estas se marchó. Al oír sus pasos en la puerta sentí una punzada. A Graham le pasó lo mismo, porque se sentó en la ventana y se quedó allí una eternidad.
Esa mañana dejé a Jos dormido en mi cama y fui a misa de las ocho. Tenía ganas de reflexionar sobre los últimos eventos y el concepto de culpa y penitencia.
—Antes de celebrar la santa misa —dijo el sacerdote—, vamos a reconocer nuestros pecados.
Pero yo no me puse a reconocer mis pecados, sino los de mi madre. Habíamos tenido una agria discusión por teléfono.
—Era solo una diversión —aseguró ella.
—¡Una diversión!
—Bueno, a Matt le encantan estas cosas. Era nuestro secreto.
—Desde luego, porque a papá le habría parecido muy mal si se hubiera enterado, y ya sabes lo que yo pienso de la bolsa. Es como ir al casino.
—Cariño, la bolsa no tiene nada de malo —replicó mi madre tranquilamente—, mientras uno sepa lo que hace.
—Pues es evidente que Matt no lo sabía. Pero claro, cómo lo iba a saber, si solo tiene doce años. No me puedo creer que hayas estado explotando a tu propio nieto por dinero.
—No lo he hecho por dinero, Faith —se apresuró a señalar ella—. No tenía ni idea de que habíamos ganado tanto. Yo pensé que sería bueno para Matt.
—¿Ah, sí?
—Sí, que ampliaría su educación. Mira, para jugar bien en la bolsa hay que estar al tanto de los asuntos mundiales. Ahora Matt está enteradísimo de la política boliviana —añadió con entusiasmo—, y de las cosechas de soja en Estados Unidos.
—Ya, pero no sabe nada útil. Se ha retrasado mucho en latín y griego, y ha suspendido francés e historia. Estoy muy enfadada, mamá.
—Lo siento, Faith, de verdad. Pero se me ha ocurrido una solución para compensaros.
De modo que mis padres se llevaron a los niños a pasar un mes a Francia. Alquilaron una pequeña
gîte
cerca de Burdeos para que Matt mejorara su francés, y mi madre le va a ayudar a recuperar las asignaturas atrasadas. «Es una buena penitencia para ella —pensé mientras rezábamos en misa—, mucho más divertido que recitar avemarías y padrenuestros». Los niños estaban encantados de la vida, y yo también, sobre todo porque así tendría ocasión de pasar más tiempo con Jos. Es verdad que cuando me enteré de lo del ordenador me puse hecha una furia. No me gustó nada que me mintiera. Pero cuando por fin comprendí por qué lo había hecho, me sentí muy agradecida.