—Muchas gracias —contesté muy seca.
—Corre de mi cuenta, es gratis, invito yo.
—Muy amable.
—Esto es una risa, ¿eh?
Le miré de reojo y me di cuenta de que era la primera vez que estábamos a solas desde que se marchó de casa. Su extraña actitud frívola me sacaba un poco de quicio. Parecía contento, demasiado contento. Sin duda, pensé suspicaz, porque se lo estaba pasando de miedo con Andie.
—Qué divertido, ¿no? —repitió de nuevo, tamborileando con los dedos en el volante—. Como en los viejos tiempos.
—En realidad no —repliqué mientras me ponía las gafas de sol—. Los viejos tiempos han quedado atrás.
—Sí —suspiró él—. Sí, supongo que sí. Dime, ¿cómo va lo del divorcio? —preguntó tranquilamente—. ¿Me vas a reclamar la casa o yo intentaré obtener la custodia de los niños? ¿Quién se va a quedar con los discos? ¿Nos vamos a pelear por Graham?
—La verdad es que no lo sé —contesté, negándome a responder a sus burlas—. Hace semanas que no hablo con el abogado.
—Yo he cumplido con mi parte, Faith. —En ese momento atravesábamos Catford—. He enviado los papeles del acuse de recibo, de modo que si hay algún retraso no será por mi culpa.
—Pareces muy contento con todo esto.
—Es humor negro. Es que estoy resignado. Si tú quieres el divorcio yo no puedo impedirlo. Pero ya sabes que no ha sido decisión mía.
—Tampoco fue decisión mía que tú te marcharas con tu cazadora de talentos —le espeté.
—Yo no me marché con ella. Eso no es justo, Faith. ¡Maldita sea! —Habíamos entrado en una rotonda—. ¿Dónde está la señal?
—No, pero te liaste con ella.
—Es verdad —admitió, dando la vuelta a la rotonda de nuevo—. Pero solo después de que tú me echaras de casa.
—Sí, pero yo no te habría echado si tú no hubieras tenido un lío con ella.
—Ya. Para ti es sencillo, ¿no? De lo más lógico. Uno más uno, dos.
—No, uno más uno, tres. Y en un matrimonio eso es un cincuenta por ciento de más.
—Vaya, tu aritmética es impresionante. Deberían haberte dado el premio de matemáticas a ti, y no a Matt. En cualquier caso, tú también te has buscado la vida con una rapidez increíble.
No respondí, porque era verdad.
—Los niños dicen que tu amigo, como se llame, don Glyndebourne, es un dechado de virtudes.
—Es verdad. Jos es considerado, generoso, amable. ¿Sabes qué? Le ha regalado a Matt un ordenador portátil. Un detalle, ¿no te parece? Y hoy se ha ofrecido para cuidar del perro.
—Vaya, qué amable.
—Pues sí. Sobre todo teniendo en cuenta que Graham ni siquiera le gusta.
Se produjo un silencio.
—¿Cómo que no le gusta Graham? —preguntó con voz queda.
—Mira, Peter, que nosotros estemos locos por él no significa que todo el mundo tenga que sentir lo mismo.
—Pero Graham no es un perro cualquiera, Faith. Es un perro muy especial.
—Sí, lo sé. Pero a Jos no se lo parece. Lo cual no es de extrañar, porque Graham tampoco está muy contento con él.
—¿Ah, no? Vaya, qué interesante. ¿Y por qué no?
—Pues no lo sé. De momento está un poco… raro. Katie cree que es por lo del divorcio.
—O tal vez porque sabe algo que tú ignoras —apuntó Peter. Nos habíamos detenido en un semáforo—. Yo siempre he dicho que ese perro es un genio, Faith. Desde el primer día que te siguió a casa. Así que a Graham no le gusta tu novio —repitió con una risita—. Vaya, vaya. ¿Y cómo se comporta?
—Bueno, es un poco violento, la verdad —comencé, algo tensa—. Si Jos intenta, en fin…
—¿Qué?
—Pues… darme un beso, entonces Graham trata de morderle.
—No me extraña. Probablemente yo haría lo mismo.
—Además, Graham ha lanzado una campaña psicológica en contra de él. Se niega a ser amistoso, y suele mostrarse frío y reservado. Pero hoy Jos ha tenido el detalle de dejar de lado sus sentimientos para echarme una mano.
—Muy considerado.
—Sí, así es.
—O igual está intentando demostrar que es un gran tipo.
—No tienes por qué ser tan cínico. Puede que sea un gran tipo.
—No te pongas así, Faith. Yo solo digo que ofrecerse para pasar varias horas encerrado con un perro que te tiene inquina, es pasarse un poco. Así que no puedo evitar preguntarme qué intenta demostrar.
—Jos no intenta demostrar nada —aseguré—. Además, no tiene por qué demostrar nada porque sabe lo que pienso de él.
—¡Mira qué bien! Qué suerte tiene.
—Oye, Peter, no tengo ganas de discutir. Además, hace demasiado calor. ¿Te parece bien que dejemos de hablar de nuestras parejas? Yo te prometo no hablar mal de… ella, si tú no criticas a Jos.
—De acuerdo. ¿Haya paz?
—Sí, haya paz.
Justo cuando estaba a punto de desviar la conversación al terreno menos peligroso del nuevo trabajo de Peter, él puso el intermitente y se metió en una gasolinera.
—Tengo que echar gasolina. Espera un momento.
Mientras él llenaba el depósito yo entré en la tienda a comprar agua, caramelos y un periódico. El
Times
se había agotado, así que opté por el
Mail
.
—¿Qué tal te va en Bishopsgate? —pregunté, una vez en marcha.
—Estupendamente. —Peter miró por el retrovisor y adelantó a un coche—. Es mucho más comercial, claro. Todo son libros de autoayuda y libros ilustrados de gran formato. Nada de ficción, lo cual echo mucho de menos. Pero por otra parte me he librado de Oliver, tengo más responsabilidad y más dinero.
—No te preocupes, que Rory Cheetham-Stabb te va a quitar una buena parte.
—Sin duda. Y la casa. En la riqueza y en la pobreza —añadió—. Claro, que eso lo prometí en el matrimonio, no en el divorcio.
Entonces me invadió una oleada de tristeza y se me hizo un nudo en la garganta. Miré la larga carretera negra que se extendía a lo lejos y pensé que Peter y yo estamos en una carretera igual, que nos lleva inexorablemente al divorcio. «Hay muy pocas salidas y ninguna posibilidad de dar media vuelta, porque en medio hay una gran barrera divisoria», pensé con amargura. La barrera de la infidelidad de Peter, que yo nunca podría superar. Y ahora nos dirigíamos los dos a ver a los niños, como si no pasara nada, cuando la verdad es que estábamos metidos en un proceso que nos separaría del todo en menos de seis meses. Era surreal, irreal. La calima se alzaba a lo lejos, como un fantasma. Yo suspiré dolida.
—Bien, estamos pasando Maidstone ahora mismo —comentó—. ¿Quieres buscar Nettlebury Green? Siempre me paso de largo la desviación. Faith, estate atenta a las señales, por favor. ¿Faith? ¿Me estás escuchando?
No, no le escuchaba. Estaba leyendo la página de sociedad del periódico. En la parte superior aparecía una fotografía de Rory Cheetham-Stabb, en una playa tropical, con una sonrisa turbia en la cara y una preciosa rubia entre los brazos. Vaya, por eso no había sabido nada de él últimamente: estaba de vacaciones en su casa de Mustique. Y de pronto me llevé una sorpresa. Un poco más abajo aparecía yo, en una foto más pequeña, con Peter. El titular rezaba: FAITH SMITH, LA CHICA DEL TIEMPO, EN TIEMPOS MÁS FELICES.
—Ah, ahí está la señal —comentó Peter, aminorando la velocidad—. Estás muy callada, Faith. ¿Faith?
No contesté. Estaba leyendo el artículo del periódico, con creciente indignación: «Faith Smith, de la AM-UK!, se divorcia de su esposo Peter. La atractiva chica del tiempo ha confesado a sus amigos que “está harta de los devaneos de su marido, todo un mujeriego”. La única cuestión ahora es qué pensarán los nuevos jefes de Peter Smith. ¿Y qué sucederá con su puesto en el Comité de Ética Familiar del gobierno? ¿Sería ético que lo conservara? Hay quien asegura que Smith tomará la decisión de dimitir, sin duda la opción más digna».
—¿Qué pasa, Faith? —preguntó Peter, mientras atravesábamos la verja del colegio—. ¿Qué es? —repitió.
—Mira. —Le tendí el periódico. Peter ya había aparcado. Echó un vistazo a la página y se le demudó el semblante—. ¿Quién coño es el responsable de esto? —protestó—. Yo no soy un mujeriego. ¡Te he sido fiel durante quince años! ¿Quién demonios está detrás de todo esto? —repitió furioso, saliendo del coche.
—No lo sé. —Yo saqué la chaqueta y el bolso del asiento trasero—. Pero tengo alguna idea…
—¿Ah, sí? ¿Quién?
—Yo creo que es Andie —dije con cautela, apoyada contra el coche.
—¿Andie? ¡Ni hablar!
—Yo creo que es ella. Tiene su lógica.
—Faith, ya sé que Andie no te cae bien, pero esto no tiene ningún sentido.
—Sí que lo tiene. Te puede sonar un poco retorcido, pero… —Tragué saliva. No me gustaba tener que decir aquello—. Andie quiere casarse contigo, ¿no es así? Vaya, supongamos que ese es su objetivo.
Peter miraba a lo lejos.
—Pues dime, ¿en qué le puede ayudar todo esto? —preguntó y apretó los labios.
—Rory Cheetham-Stabb cree que es una forma sutil de presionarte. Piensa, y yo estoy de acuerdo, que es ella quien ha ido con el cuento al
Hello!
—Pero ¿por qué? No lo entiendo.
—Porque si el divorcio te acarrea mala prensa y te causa dificultades con los de Bishopsgate, Andie, siendo cliente de ellos, puede asegurarles que tu vida personal no tardará en «normalizarse» de nuevo… con ella.
—Faith, ese tío no sabe lo que se dice. No sabe nada de los términos de mi contrato. Es evidente que no me van a despedir porque me esté divorciando. Si esa fuera una condición en la empresa, la mitad del personal tendría que dimitir. Estos artículos del corazón no son más que especulaciones sin base ninguna. En todo caso, si me despidieran antes de que terminara el primer año, Andie tendría que devolver casi todos sus honorarios. Cheetham-Stabb se equivoca, Faith. El único propósito de este hatajo de mentiras es desacreditarme, hacerme daño. La cuestión es, ¿quién es el responsable? ¿Y por qué?
—No lo sé.
—¿Quién podría tenerme tanto rencor para salir con un golpe tan bajo y vengativo?
«Sí, ¿quién?», pensé. Y entonces se me ocurrió.
—Oliver. —Claro.
—¿Oliver? —repitió Peter—. ¡Venga ya! Es verdad que tiene malas intenciones y que me tenía inquina…
—Todavía te guarda rencor. —Entonces le expliqué los desagradables comentarios que le había oído en la presentación del libro, en junio.
—Mmm. Muy interesante. Así que todavía me guarda rencor.
—Pero no entiendo por qué, ahora que tiene lo que siempre ha querido, es decir, tu trabajo.
Peter no contestó. Tenía la mirada perdida de nuevo. Siempre le pasa cuando está pensando.
—¿Por qué querría Oliver hacerte daño —proseguí—, ahora que ya no eres ninguna amenaza para él?
—Sí, ¿por qué? —repitió él con voz queda—. ¿Por qué? Pero puede que tengas razón. Sí —añadió pensativo—, tal vez tengas razón. Lo voy a averiguar. Mmmm. Oliver… Una idea muy interesante. En fin —dijo de pronto—, vamos a por Katie y Matt.
Atravesamos el terreno que hacía las veces de aparcamiento, notando la hierba crujiente bajo los pies, y entramos con los demás padres por la verja del colegio. Sobre ella se leía la leyenda heráldica de Seaworth.
Garde Ta Foy
. Sí, yo había conservado la fe, pensé. Había tenido fe durante quince años. Pero ahora sabía que sería la última vez que Peter y yo entraríamos en el colegio como marido y mujer. El año que viene, para estas fechas, ya estaríamos divorciados. A pesar del calor que hacía me sacudió un escalofrío al pensar en lo deprisa que podían cambiar las cosas. Pero hice un esfuerzo por olvidarme del tema, porque acababa de ver a los niños. Matt parecía muy mayor, aunque tenía una expresión algo ansiosa. Seguramente estaba nervioso porque tenía que subir a recoger su premio. Katie estaba muy guapa con el vestido de lino verde que le habíamos comprado en Hobbs.
Nos llevaron a una enorme carpa en el jardín principal donde tomaríamos un aperitivo. Entre la multitud distinguí varios rostros conocidos: los Dobbs, con los que habíamos coincidido un par de veces; los Black, cuyos hijos estaban en la misma casa que los nuestros; los Thompson, a los que conocimos en la obra de teatro escolar el año pasado. Tenían un hijo de la misma edad que Matt, llamado Johnny, y otro chico de dieciséis años. Sonreí a los Dobbs y a su hijo James y me sorprendieron mucho sus caras serias.
—Peter —susurré, ya esperando en la cola—. No sé si son imaginaciones mías, pero los Dobbs parecen enfadados.
—Es curioso que lo digas. David Black también parece distante conmigo.
—No será por el artículo del
Mail
, ¿verdad? Peter se encogió de hombros.
—No veo por qué. Aquí mucha gente se ha divorciado.
Miré alrededor. Era verdad. Allí estaba Rod McShagg, un cantante de rock que ha estado casado tres veces. A un lado de la carpa vi a Sheryl Love, una actriz, acompañada de su cuarto marido. Y aquel otro tipo, un conocido productor de discos, cuya ajetreada vida privada se había ventilado en el
Hello!
¿Por qué demonios nos iban a poner mala cara a Peter y a mí?
—Hola, señora Thompson —saludé a una mujer vestida con un traje lila pasado de moda—. Me alegro de verla.
Ella me sonrió con una expresión muy rara.
—Bueno, supongo que Matt estará muy satisfecho —contestó.
—¿Matt? —pregunté sorprendida.
—Sí, Matt.
—Ah. ¿Lo dice por lo del premio de matemáticas?
—No sé por qué se lo han dado —me espetó, dándose unos golpecitos en una permanente de aspecto muy rígido.
—Bueno… —Estaba tan perpleja que no hacía más que abrir y cerrar la boca como un pez—. Bueno, supongo que se lo han dado porque le va muy bien en matemáticas.
La señora Thompson me dedicó una sonrisa mordaz y se alejó. Me quedé temblando de puro pasmo. ¡Qué manera de hablarme! ¿Y por qué demonios había dicho eso? Pero entonces me di cuenta. ¡Claro! Estaba celosa porque su hijo, Johnny, no había recibido ningún premio. «¡Por Dios! —pensé—, ¿cómo se puede ser tan mezquino?». Si Matt es inteligente no es culpa suya. Desde luego no es culpa nuestra que su hijito Johnny sea un cretino. «¿Por qué tiene que ser tan competitiva la gente?», reflexioné enfadada.
Ahora los Ellis-Jones nos miraban también con expresión rara mientras comíamos un poco de quiche fría. Yo empezaba a sentirme muy molesta y estaba pasando un calor de espanto con la chaqueta. Pero estaba decidida, a pesar de todo, a seguir como si no pasara nada.