Read La casa de Riverton Online
Authors: Kate Morton
Yo carraspeé y ella me miró.
—Grace —enunció, con toda naturalidad—. Myra me informó de que la reemplazarías mientras ella está cumpliendo con su trabajo en la estación.
—Sí, señorita.
—¿No va a ser mucho ocuparse de las tareas de Myra además de las tuyas?
—Oh, no, señorita, en absoluto.
Hannah se inclinó hacia mí y bajó la voz.
—Debes de estar muy ocupada. Pero ¿cumples ante todo con las clases de la señorita Dove?
Por un instante no supe qué decir. ¿Quién era la señorita Dove y por qué motivo me daría clases? Entonces recordé: la escuela de secretarias del pueblo.
—Trato de cumplir, señorita —contesté, y tragué saliva, deseosa de cambiar de tema—. ¿Comienzo por su cabello, señorita?
—Sí —dijo Hannah, afirmando enfáticamente con la cabeza—. Por supuesto, haces bien al no hablar de eso, Grace. Yo debería ser más cuidadosa —agregó, tratando de no sonreír, aunque cuando estaba a punto de lograrlo, rió abiertamente—. Es sólo que… es un alivio tener a alguien con quien compartirlo.
—Sí, señorita —asentí solemnemente, disimulando mi inquietud.
Por fin, con una sonrisa cómplice, ella se llevó un dedo a los labios indicando silencio, y volvió a leer la carta.
Tomé un cepillo de madreperla del tocador y de pie detrás de ella miré el espejo oval. Al ver que seguía leyendo me atreví a observarla. La luz de la ventana le alumbraba el rostro y proyectaba un reflejo etéreo. Podía distinguir la retícula de sus venas, apenas visibles bajo la piel blanca, comprobar cómo se movían sus ojos debajo de los bellos párpados mientras leía.
Ella se revolvió y yo dejé de mirarla. Deshice las cintas de sus trenzas y las solté. Desenredé el cabello largo y ondulado y comencé a cepillarlo.
Hannah dobló la carta por la mitad y la dejó debajo de una bombonera de cristal que estaba sobre el tocador. Se miró en el espejo, cerró la boca y dirigió su vista a la ventana.
—Mi hermano se marcha a Francia —comentó con aspereza—. A pelear en la guerra.
—¿De verdad, señorita?
—Él y su amigo Robert Hunter. —Pronunció ese nombre con disgusto y rozó el borde de la carta—. El pobre papá no lo sabe. No debemos decírselo.
Cepillé rítmicamente, contando en silencio. (Myra había dicho que lo hiciera cien veces y que se daría cuenta si me había saltado alguna).
—Me gustaría ir —continuó entonces Hannah.
—¿A la guerra, señorita?
—Sí. El mundo está cambiando, Grace, y quiero verlo. —Hannah me observó a través del espejo. La luz del sol animaba sus ojos azules moteados de amarillo—. Quiero experimentar la sensación de que la vida me transforme —declaró luego, como si recitara un verso aprendido de memoria.
—¿La transforme?
Yo no podía imaginar que ella deseara una vida distinta de la que Dios tan generosamente le había concedido.
—Que me transforme, Grace. Así como algunas personas pueden sentir que las transforma la música u otro arte, quiero vivir una gran experiencia que me aleje de mi vida habitual. —Entonces volvió a mirarme, con ojos brillantes—. ¿Nunca has sentido algo así? ¿No has querido más de lo que la vida te ha dado?
La miré un instante, reconfortada por la vaga sensación de haber sido destinataria de una confidencia, y desconcertada porque parecía requerir alguna señal de reciprocidad que yo, desafortunadamente, no estaba en condiciones de ofrecer. El problema era, sencillamente, que no la comprendía. Los sentimientos que Hannah describía eran para mí un idioma desconocido. La vida había sido buena conmigo. No tenía duda. El señor Hamilton no dejaba de recordarme cuán afortunada era por tener ese puesto y lo mismo hacía mi madre. No lograba encontrar una respuesta y Hannah seguía mirándome, expectante.
Abrí la boca, mi lengua produjo un chasquido prometedor, pero las palabras no salieron.
Ella suspiró y se encogió de hombros. En su boca se dibujó una leve sonrisa de desilusión.
—No, por supuesto. Lo siento, Grace, te he desconcertado.
Cuando Hannah miró en otra dirección me oí decir:
—Alguna vez pensé que me gustaría ser detective, señorita.
—¿Detective? —Sus ojos se encontraron con los míos en el espejo—. ¿Cómo el señor Bucket en
La casa desolada
?
—No conozco al señor Bucket, señorita. Pensaba en Sherlock Holmes.
—¿De verdad? ¿Detective?
Asentí.
—¿Alguien que encuentra pistas y descubre cómo se cometieron los crímenes?
Asentí otra vez.
—Bien —exclamó, de lo más complacida—. Estaba equivocada. Sabes lo que quiero decir.
Dicho lo cual, volvió a mirar por la ventana, sonriendo levemente.
No supe cómo había sucedido, por qué mi impulsiva respuesta le había agradado tanto, aunque tampoco me importaba especialmente. Todo lo que sabía era que en ese momento disfrutaba de la agradable sensación de haber establecido un vínculo.
Dejé el cepillo en el tocador y me pasé las manos por el delantal.
—Myra me indicó que hoy usaría su traje de paseo, señorita.
Tomé el traje del guardarropa, lo llevé hacia el tocador y sostuve la falda para que Hannah pudiera entrar en ella.
En ese momento una puerta empapelada que estaba junto a la cabecera de la cama se abrió y apareció Emmeline. Desde el lugar donde estaba arrodillada, sosteniendo la falda de Hannah, la vi cruzar la habitación. La de Emmeline era un tipo de belleza que no armonizaba con su edad. Algo en sus grandes ojos azules, sus labios carnosos, incluso la manera de bostezar, daban impresión de vaga madurez.
—¿Cómo está tu brazo? —se interesó Hannah, apoyando una mano en mi hombro para equilibrarse y dando un paso para ponerse la falda.
Seguí mirando hacia abajo. Deseaba que el brazo de Emmeline estuviera bien y que no recordara mi participación en su caída. De hecho, si lo recordaba, no lo demostró. Sólo se encogió de hombros, se tocó distraídamente la muñeca vendada y dijo:
—No me duele, me dejo la venda para impresionar.
Hannah miró hacia la pared. Yo recogí su camisón y deslicé el corpiño del traje por encima de su cabeza.
—Tal vez te quede una cicatriz, ¿sabes? —insinuó provocadoramente.
—Lo sé —afirmó Emmeline, sentándose en el extremo de la cama de su hermana—. Al principio no me gustaba la idea, pero Robbie dijo que era una herida de guerra, y que me daría personalidad.
—¿Eso dijo? —preguntó Hannah, mordaz.
—Señaló que la gente interesante siempre tiene personalidad.
Abroché el primer botón para ajustar el corpiño de Hannah.
—Vendrá a pasear con nosotros esta mañana —anunció Emmeline, golpeteando la cama con los pies—. Le ha pedido a David que le mostremos el lago.
—Sin duda pasaréis una mañana encantadora.
—¿No vendrás? Es el primer día templado desde hace semanas. Dijiste que si pasabas más tiempo aquí adentro te volverías loca.
—He cambiado de idea —contestó Hannah con displicencia.
Emmeline permaneció en silencio un momento. Luego dijo:
—David tenía razón.
Yo, que continuaba abotonando el corpiño, advertí la tensión en el cuerpo de Hannah.
—¿A qué te refieres?
—David le contó a Robbie que eras obstinada, que, si te lo proponías, pasarías todo el invierno encerrada para evitar encontrarte con él.
Por un momento, Hannah no supo qué decir.
—Bueno, pues dile a David que se equivoca. No estoy evitando a Robbie, en absoluto. Tengo cosas que hacer aquí. Cosas importantes, de las que no estáis al tanto.
—¿Como sentarte en el cuarto de juegos, sufriendo, mientras lees otra vez las cosas que hay en el arcón?
—¡Eres una fisgona! —protestó Hannah indignada—. ¿Te sorprende que desee tener privacidad? Pues te equivocas, como de costumbre. No me dedicaré a revisar el arcón. Ya no está allí.
—¿Qué dices?
—Lo he escondido.
—¿Dónde?
—Te lo diré la próxima vez que juguemos.
—Pero es probable que no juguemos durante todo el invierno. No podemos hacerlo sin que se entere Robbie.
—Entonces te lo diré el próximo verano. No lo echarás de menos. Tú y David tenéis montones de cosas que hacer ahora que el señor Hunter está aquí.
—¿Por qué no te agrada Robbie?
Se produjo una extraña tregua, una pausa forzada en la conversación, durante la cual sentí que era el centro de atención y pude oír mi propia respiración y los latidos de mi corazón.
—No lo sé —reconoció Hannah por fin—. Desde que llegó a esta casa todo ha sido diferente. Parece como si todo hubiera desaparecido, esfumado antes de comprender siquiera de qué se trata. ¿Por qué te agrada a ti? —preguntó alargando el brazo para que yo colocara el encaje del puño.
Emmeline se encogió de hombros.
—Porque es divertido, inteligente. Porque a David le agrada especialmente. Porque me salvó la vida.
—Lo sobrestimas. —Hannah inspiró cuando llegué al último botón—. Sólo desgarró la tela de tu vestido y con ella te vendó la muñeca —señaló, girándose para mirar a su hermana.
Emmeline se llevó la mano a la boca, abrió mucho los ojos y comenzó a reír.
—¿Qué pasa? ¿De qué te ríes? —preguntó Hannah y a continuación se encorvó para verse en el espejo—. Oh —exclamó, frunciendo el ceño.
Emmeline, sin dejar de reír, se dejó caer sobre las almohadas de Hannah.
—Tienes el aspecto de un niño pobre del pueblo, ese al que su madre le hace usar prendas demasiado pequeñas.
—Eres cruel, Emme —replicó Hannah, pero no pudo contener la risa. Miró su imagen en el espejo y movió los hombros tratando de estirar el corpiño—. Y también mentirosa. Ese pobre chico nunca tuvo un aspecto tan ridículo. Evidentemente he crecido desde el verano pasado —agregó mirándose de costado.
—Sí, estás más
alta
, eres afortunada —opinó Emmeline observando el apretado pecho de su hermana.
—Bien, está claro que no puedo usar esto.
—Si papá se interesara por nosotras tanto como por
su
fábrica, se daría cuenta de que necesitamos ropa nueva.
—Se esfuerza por hacer lo mejor.
—Detesto ver lo peor de él. Si no estamos atentas, haremos nuestra presentación en sociedad con vestidos marineros.
Hannah se encogió de hombros.
—Me tiene sin cuidado. Es una ceremonia estúpida y pasada de moda —declaró, y volvió a mirarse en el espejo mientras trataba de estirar su corpiño—. De todos modos, tengo que escribirle y preguntarle si podemos tener vestidos nuevos.
—Sí, y no delantales, sino verdaderos vestidos, como los de Fanny —propuso Emmeline.
—Bueno… hoy tendré que conformarme con un delantal. Esto no me sirve —sentenció Hannah y arqueó las cejas—. Me pregunto qué dirá Myra cuando sepa que no hemos respetado sus normas.
—No le agradará, señorita —opiné, retribuyendo la sonrisa de Hannah en el espejo mientras le desabotonaba el traje.
Emmeline me miró, inclinó la cabeza y parpadeó.
—¿Quién es?
—Es Grace —dijo Hannah—. ¿La recuerdas? Ella nos salvó de la señorita Prince el verano pasado.
—¿Myra está enferma?
—No, señorita. Está en el pueblo, trabajando en la estación como voluntaria, por la guerra —expliqué.
Hannah alzó una ceja.
—Lo siento por el inocente pasajero que pierda su billete.
—Sí, señorita.
—Grace nos vestirá mientras Myra esté en la estación —le indicó Hannah a Emmeline—. ¿No crees que es más agradable que sea alguien de nuestra edad?
Hice una reverencia y salí de la habitación, con el corazón agitado. Una parte de mí deseaba que la guerra nunca terminara.
Alfred se fue a la guerra una fría y clara mañana de marzo. El cielo estaba limpio y el aire cargado de promesas de aventura. Mientras caminábamos desde Riverton hacia el pueblo, me sentí extrañamente emprendedora. El señor Hamilton y la señora Townsend se ocuparían de que en la casa todo siguiera su curso. Myra, Katie y yo habíamos obtenido autorización especial —con la condición de que hubiéramos completado nuestras tareas— para acompañar a Alfred a la estación. Era un deber cívico, nos había dicho el señor Hamilton, ofrecer apoyo moral a los jóvenes que servían al país.
No obstante, ese apoyo moral tenía sus límites. Bajo ninguna circunstancia podíamos entablar conversación con los soldados, para quienes tres jóvenes como nosotras resultaban presa fácil.
Me sentí importante, caminando por High Street con mi mejor vestido, acompañada por uno de los miembros del ejército de su majestad. Tengo la certeza de que no era la única que experimentaba esa emoción. Advertí que Myra había puesto especial atención a su peinado. Había recogido en un rodete la negra cola de caballo, como lo hacía la Señora. Incluso Katie se había esforzado en domar sus rizos rebeldes.
Cuando llegamos, la estación estaba repleta de soldados y de personas que acudían a despedirlos. El centro de reclutamiento de Saffron Green, que se negaba a perder la supremacía en el asunto, había organizado una campaña para promover el alistamiento el mes anterior, y todavía podían verse en los postes de alumbrado los carteles con la fotografía de lord Kitchener señalando con el índice. Los muchachos de Saffron formarían un batallón especial. Todos estarían juntos. Según nos dijo Alfred, era lo mejor: los hombres que vivirían y lucharían juntos ya se conocían.
En lo alto, sobre las vías del tren, el viento hacía flamear las hileras de banderines triangulares, rojos y azules. Debajo de ellos, los enamorados se abrazaban, las madres alisaban los uniformes nuevos y brillantes y los padres no podían ocultar su orgullo. Los niños corrían de un lado a otro, en medio de la multitud, haciendo sonar silbatos y agitando banderas de Gran Bretaña.
El tren aguardaba reluciente y de tanto en tanto soltaba impaciente un vanidoso chorro de vapor.
Alfred caminó un trecho a lo largo del andén llevando su equipaje y por fin se detuvo.
—Bien, chicas —señaló mientras apoyaba su carga en el suelo y miraba a su alrededor—. Éste parece el mejor lugar.
Asentimos, dejándonos llevar por el ambiente festivo. En un extremo del andén, donde se habían reunido los oficiales, tocaba una banda. Myra hizo un saludo oficial a un adusto guarda que le contestó con una formal inclinación de cabeza.
—Alfred —anunció tímidamente Katie—, tengo algo para ti.
—¿De verdad, Katie? Es muy amable de tu parte —le respondió, presentándole la mejilla.