Read La casa de Riverton Online
Authors: Kate Morton
—… enseño inglés para ganarme la vida, pero mi pasión es la historia. Me gusta verme a mí mismo como un admirador de la historia local.
Sylvia surge por la entrada, con una taza de poliestireno en la mano.
—Aquí lo tiene.
Té. Justo lo que quería. Tomo un sorbo. Está tibio. Ya no puedo confiarme con los líquidos calientes. Me he quedado dormida inesperadamente demasiadas veces.
Sylvia se sienta en otra silla.
—¿Le ha contado Anthony lo de los testimonios? —me pregunta, mientras entorna con coquetería sus pintadas pestañas mirando a su novio—. ¿Se lo has contado?
—Todavía no.
—Anthony ha realizado en vídeo una serie de relatos sobre la historia de Saffron Green y sus habitantes. Piensa donarlo a la Sociedad Histórica —explica Sylvia y me dedica una amplia sonrisa—. Le han dado una beca y todo. Acaba de filmar a la señora Baker, aquí mismo.
Con ayuda de Anthony, ella sigue explicando, haciendo hincapié en determinados términos: transmisión oral, significado cultural, depósito de tiempo del milenio, la gente dentro de cien años…
En mis tiempos las personas guardaban sus historias para sí. No se les ocurría que a otros pudieran parecerles interesantes. Ahora todos escriben sus memorias, compiten por la infancia más infeliz, el padre más violento. Hace cuatro años, un estudiante de una escuela técnica local vino a Heathview a hacer preguntas. Un joven inquieto con acné y la desagradable costumbre de comerse las uñas mientras escuchaba. Trajo una pequeña grabadora con micrófono, y una carpeta de papel manila con una hoja de preguntas escritas a mano. Recorrió las habitaciones preguntando a los residentes si les molestaría responder a algunas preguntas. Muchos de ellos estaban exultantes ante la posibilidad de brindar su relato, de soltarse y dar a conocer su intimidad. Mavis Buddling, por ejemplo, se entretuvo con cuentos sobre un ficticio esposo heroico.
Supongo que debería sentirme feliz. En mi segunda vida, después de que todo terminara en Riverton, después de la segunda guerra, pasé buena parte de mi tiempo excavando por allí, tratando de descubrir las historias de las personas, de encontrar pruebas, de desenterrar huesos. Habría sido mucho más sencillo si cada uno de ellos hubiera estado provisto de una grabación de su historia personal, pero lo único que conseguí fue un millón de testimonios de ancianos quejándose por el precio que pagaban por los huevos treinta años antes. ¿En algún salón, en un enorme refugio subterráneo, con estantes de suelo a techo, estarán apiladas esas cintas? ¿Resonarán entre esas paredes los ecos de recuerdos triviales que nadie tiene tiempo de escuchar?
Sólo hay una persona a la que quiero contar mi historia. Una persona para la cual la estoy grabando. Espero que valga la pena. Ursula tiene razón: Marcus la escuchará y comprenderá. Mi propia culpa, y la explicación de sus motivos, lo liberarán.
La luz es brillante. Me siento como un ave en el horno: ardiendo, desplumada y observada.
¿Por qué acepté esto? ¿Lo acepté?
—¿Puede decir algo para que podamos ajustar el volumen?
Anthony está agachado detrás de un objeto negro. Supongo que es una cámara de vídeo.
—¿Qué debo decir? —Mi voz no parece mía.
—Una vez más.
—Me temo que en realidad no sé qué decir.
—Bien. —Anthony se aparta de la cámara—. Ya está. Deseaba hablar con usted —declara sonriendo—. Sylvia dice que trabajó en la mansión.
—Sí.
—No es necesario que se incline hacia el micrófono. La escucho muy bien desde donde está.
No había advertido que me estaba inclinando levemente hacia el respaldo curvo de la silla. Tengo la sensación de haber sido amonestada.
—Usted trabajó en Riverton.
La frase no precisa respuesta, pero no puedo dominar mi necesidad de completar, de especificar.
—Comencé en 1914, como criada.
Él se siente incómodo, por él o por mí, no lo sé.
—Sí, bien… —Anthony cambia de tema con rapidez—. ¿Trabajó para Theodore Luxton?
Pronuncia el nombre con cierto temblor, como si al invocar el fantasma de Teddy, su oprobio pudiera mancharlo.
—Sí.
—Excelente. ¿Lo conoció bien?
En realidad quiere saber si sé lo que pasaba a puerta cerrada. Temo desilusionarlo.
—No mucho. En aquel momento yo era la doncella de su esposa.
—En ese caso, tuvo algún tipo de relación con Theodore.
—No, en realidad no.
—Pero he leído que las dependencias de los sirvientes eran el centro de los chismes de la casa. Seguramente estaba al tanto de lo que ocurría.
—No, la mayor parte salió a la luz más tarde, por supuesto. Lo leí, como todo el mundo, en los periódicos. Visitas a Alemania, reuniones con Hitler. Nunca creí las acusaciones más graves. Ellos sólo admiraban el impulso que Hitler dio a las clases trabajadoras, su habilidad para desarrollar la industria. No imaginaban que eso se había conseguido a expensas del trabajo esclavo. Por entonces pocas personas lo sabían. La historia sería la encargada de demostrar que ese hombre era un loco.
—¿Qué sabe de la reunión con el embajador alemán en 1936?
—Para entonces ya no trabajaba en Riverton. Me había ido diez años antes.
Anthony interrumpe la filmación. Está desilusionado, tal como imaginé. El curso de sus preguntas ha sido injustamente cortado. Luego recupera algo de su interés.
—¿En 1926?
—En 1925.
—Entonces usted estuvo allí cuando ese hombre, ese poeta… ¿cómo se llamaba?… se suicidó.
La luz me da calor. Estoy cansada. Mi corazón se encoge un poco. O algo dentro de mi corazón palpita, una arteria gastada que deja de bombear sangre.
—Sí —me oigo decir.
Es un consuelo.
—Bien, ¿podemos hablar de eso?
Ahora puedo oír mi corazón. Late fatigosamente, con recelo.
—¿Grace?
—Está muy pálida.
Siento un vahído. Estoy muy cansada.
—¿Doctora Bradley?
—¿Grace? ¿Grace?
Un viento furioso preludio de una tormenta de verano avanza estruendosamente por un túnel hacia mí, cada vez más rápido. Es mi pasado y viene a buscarme. Está en todas partes. En mis oídos, debajo de mis párpados cerrados, comprimiendo mis costillas…
—Llamen a un médico. Que alguien pida una ambulancia.
Liberación. Desintegración. Un millón de minúsculas partículas caen a través del túnel del Tiempo.
—¿Grace? Está bien. Estará bien. Grace, ¿me oye?
Cascos de caballos sobre calles de adoquines, automóviles de marcas extranjeras, chicos que hacen repartos en bicicleta, institutrices que desfilan con cochecitos, combas para saltar, rayuelas, Greta Garbo, la Dixieland Jazz Band, Bee Jackson, el charlestón, Chanel número 5,
El misterioso caso de Styles
, F. Scott Fitzgerald…
—¡Grace!
¿Es ése mi nombre?
—¿Grace?
¿Es Sylvia? ¿Hannah?
—Se ha desmayado. Estaba sentada allí y…
—Apártese de ella un poco, para que podamos llevarla a la ambulancia.
Una nueva voz. Una puerta se cierra. Una sirena. Movimiento.
—Grace… soy Sylvia. ¿Me oye? Aguante un poco, estoy con usted… vamos a casa… sólo aguante un poco más.
¿Aguantar? ¿El qué? Ah… la carta, por supuesto. La tengo en la mano. Hannah espera que le lleve la carta. Es invierno, la calle está helada y ha comenzado a nevar.
En las profundidades
Es un crudo invierno y estoy corriendo. Puedo sentir la sangre espesa y caliente, corriendo rápidamente por mis venas, bajo mi rostro frío. El aire helado tensa la piel de mis mejillas, como si se hubiera encogido más que mi mandíbula. Cogida con alfileres, como diría Myra.
Aferro la carta entre mis dedos. Es pequeña. El sobre tiene las huellas del pulgar dejadas por su autor al tocar la tinta todavía húmeda. Está recién escrita.
Es una nota de un investigador. Un verdadero detective, con oficina en Surrey Street, secretaria en la entrada y máquina de escribir en su escritorio. Me encargaron recogerla personalmente porque —como poco— contiene información demasiado incendiaria para ser enviada por correo o ser transmitida por teléfono. Tenemos la esperanza de que la carta contenga datos sobre el paradero de Emmeline, que ha desaparecido. El asunto amenaza con convertirse en escándalo. Soy una de las pocas personas que lo saben.
Hace tres días el señor Frederick llamó por teléfono. Emmeline había pasado el fin de semana con amigos de la familia en una finca de Oxfordshire. Al parecer se había escabullido mientras sus anfitriones estaban en la iglesia del pueblo. Un coche la esperaba. Todo estaba planeado. Se rumorea que un hombre está involucrado en su fuga.
Me alegra ser la portadora del sobre —sé cuan importante es que encontremos a Emmeline—, pero, además, estoy excitada por otro motivo. Esta noche veré a Alfred, por primera vez desde aquel brumoso atardecer, muchos meses antes, cuando me dio la dirección de Lucy Starling y me dijo que se preocupaba por mí. Horas más tarde me acompañó hasta la puerta de casa. Desde entonces, en nuestras cartas hemos expresado nuestra creciente confianza (y cariño) y ahora, por fin, volveremos a vernos. Un verdadero compromiso. Alfred vendrá a Londres. Ha ahorrado de su sueldo y ha comprado dos entradas para ver
Princess Ida
. Por primera vez asistiré a un espectáculo teatral. He visto los carteles que lo anuncian en Haymarket, mientras cumplía un encargo de Hannah, o en alguna de mis tardes libres, pero nunca he estado en un teatro.
Es mi secreto. No se lo digo a Hannah, que ya tiene bastante en que pensar, ni a los demás sirvientes de la casa del número diecisiete. El gusto por mortificarnos de la señora Tibbit ha conseguido que cualquier insignificancia sea objeto de burlas, de crueldad, como modo de diversión. Una vez, cuando me vio leyendo una carta (gracias a Dios no era de Alfred sino de la señora Townsend), insistió en que se la mostrara. Alegó que era su obligación controlar que sus subordinados no se comportaran indebidamente o mantuvieran relaciones indecorosas, porque el amo no lo admitiría.
En cierto modo tiene razón. En los últimos tiempos, Teddy se ha vuelto muy estricto con el personal de servicio. En el trabajo las cosas no marchan bien, y aunque no es por naturaleza una persona de mal carácter, tal parece que incluso el hombre más bonachón puede cambiar de humor cuando los problemas lo acosan. Comenzó a preocuparle la suciedad y adquirió el hábito de controlar a diario la higiene de nuestras uñas, algo que aprendió de su padre.
Ese es el motivo por el que los demás sirvientes no deben saber lo de Emmeline. Seguramente alguno hablaría, tratando de ganar su aprecio por haber sido el que dio la información. Ellos responden a Teddy, yo soy leal a Hannah.
Al llegar a la casa del número diecisiete, subo rápidamente por la escalera de servicio, ansiosa por no llamar la atención de la señora Tibbit.
Hannah me espera en su dormitorio. Desde que recibió la llamada de su padre, la semana anterior, la palidez no ha desaparecido de su rostro. Le entrego la carta y ella la abre inmediatamente. La lee y suspira aliviada.
—La han encontrado —anuncia sin levantar la vista del papel—. Gracias a Dios, está bien.
Luego sigue leyendo, inspira, menea la cabeza.
—Oh, Emmeline —exclama con la voz entrecortada.
Cuando termina de leer la carta, la deja a un lado y me mira. Con la boca cerrada asiente, como para sí misma.
—Debemos ir a buscarla inmediatamente, antes de que sea demasiado tarde.
Vuelve a poner la carta en el sobre agitadamente. Desde que visitó a la adivina ha estado permanentemente nerviosa y preocupada.
—¿Ahora mismo, señora?
—De inmediato, ya han pasado tres días.
—¿Pido al chófer que traiga el coche?
—No —se apresura a responder Hannah—. No puedo arriesgarme a que alguien lo descubra —afirma, refiriéndose a Teddy y su familia—. Conduciré yo misma.
—¿Cómo dice, señora?
—¿Te sorprende, Grace? No es tan extraordinario, considerando que mi padre y mi esposo son fabricantes de automóviles.
—¿Le traigo los guantes y la bufanda, señora?
Hannah asiente.
—Y los tuyos.
—¿Los míos, señora?
—Vendrás conmigo, ¿verdad? —ruega Hannah mirándome con ojos muy abiertos—. Si vamos nosotras dos tendremos más posibilidades de rescatarla.
Nosotras. La palabra me suena especialmente afectuosa. Por supuesto, iré con ella. Necesita mi ayuda. Estaré de regreso a tiempo para encontrarme con Alfred.
Él es un director de cine francés, que dobla en edad a Emmeline y, lo que es peor, está casado. Hannah me lo cuenta durante el viaje. Nos dirigimos a los estudios cinematográficos, al norte de Londres. El investigador asegura que Emmeline está allí.
Cuando llegamos a la dirección indicada, Hannah detiene el automóvil y nos quedamos dentro por un momento, mirando a través de la ventanilla. Estamos en una parte de la ciudad desconocida para las dos. Las casas son bajas y estrechas, de ladrillo oscuro. El reluciente Rolls Royce de Teddy no pasa desapercibido en ese lugar. Hannah saca la carta del detective y verifica la dirección. Me mira, alza las cejas, asiente.
Es una casa modesta. Hannah llama a la puerta. Una mujer rubia, con rulos, vestida con una sucia bata de seda color crema, se asoma.
—Buenos días, soy Hannah Luxton, la
señora
Hannah Luxton.
La mujer cambia de posición y la bata deja a la vista su rodilla. Abre los ojos.
—Claro, querida —responde. Su acento me recuerda al de una amiga de Deborah oriunda de Texas—. ¿Qué desea? ¿Viene por la audición?
Hannah parpadea.
—Vengo a buscar a mi hermana. Emmeline Hartford.
La mujer frunce el ceño.
—Es un poco más baja que yo —explica—, tiene el cabello claro, los ojos azules. —Saca de su bolso una fotografía y se la entrega a la mujer.
—Oh, sí, sí —dice la dueña de la casa y le devuelve la fotografía—. Esa niña, por supuesto.
Hannah suspira aliviada.
—¿Está aquí? ¿Se encuentra bien?
—Desde luego.
—Gracias a Dios. Entonces, quiero verla.
—Lo siento, cariño, es imposible. Está en pleno rodaje.
—¿Rodaje?
—Están filmando una escena. A Philippe no le gusta que lo molesten cuando trabaja. —La mujer cambia el peso de su cuerpo al otro lado, dejando a la vista la otra rodilla, e inclina la cabeza hacía un lado.