Read La casa de Riverton Online
Authors: Kate Morton
Asentí. Recordé que la conducta de Alfred había cambiado en los últimos tiempos, ya no mostraba esa actitud desenfadada. Ese día, en el pueblo, se quedó azorado con la pluma en la mano, mientras la gente que pasaba a su lado se detenía y susurraba con expresión de complicidad. Alfred había bajado la vista y había salido apresuradamente, encorvado y con la cabeza gacha.
—¿Una pluma blanca? —Para mi bochorno, el señor Hamilton lo repitió con voz lo suficientemente alta como para llamar la atención de los demás.
—¿Qué sucede, señor Hamilton? —preguntó la señora Townsend mirando por encima de sus gafas.
Él se pasó la mano por la mejilla y los labios, y meneó incrédulo la cabeza.
—Le han dado una pluma blanca a Alfred.
—¡No! —La señora Townsend se llevó la mano regordeta a la mejilla—. Es imposible que le dieran una pluma blanca. No a nuestro Alfred —exclamó con voz entrecortada.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Myra.
—Grace lo ha visto esta mañana en el pueblo —explicó el señor Hamilton.
Asentí. Los latidos de mi corazón comenzaron a acelerarse. Tenía la desagradable sensación de haber abierto una caja de Pandora que contenía el secreto de otra persona y no poder cerrarla.
—Es absurdo —declaró el señor Hamilton, enderezándose el chaleco. Luego regresó a su silla y se acomodó las patillas de las gafas sobre las orejas—. Alfred no es un cobarde. Todos los días contribuye con el país en guerra, ayuda a mantener esta casa en funcionamiento. Tiene un puesto importante en casa de una familia importante.
—Pero no es lo mismo que ir al frente, ¿verdad, señor Hamilton? —preguntó Katie.
—Sin duda lo es —aseguró enfáticamente el señor Hamilton—. Cada uno de nosotros tiene un papel en esta guerra, Katie, incluso tú. Nuestro deber es preservar las costumbres de este gran país para que cuando los soldados regresen victoriosos, la sociedad que recuerdan esté esperándolos.
—Entonces, ¿cuando lavo las sartenes y cacerolas estoy contribuyendo a los fines de la guerra? —preguntó Katie maravillada.
—No si los lavas de esa manera —alegó la señora Townsend.
—Sí, Katie —confirmó el señor Hamilton—. Cumpliendo con tus deberes y tejiendo las bufandas estás haciendo tu parte. Todos lo hacemos —agregó, mirándonos a Myra y a mí.
—A decir verdad, no parece suficiente —admitió Myra, con la cabeza gacha.
—¿Qué dices, Myra?
Myra dejó de tejer y apoyó sus huesudas manos en el regazo.
—Bueno —prosiguió cautelosamente—. Por ejemplo, Alfred es un hombre joven y saludable. Seguramente sería de mayor provecho si ayudara a los otros muchachos que están allí en Francia. Cualquiera puede servir jerez.
El señor Hamilton empalideció.
—¿Cualquiera puede servir jerez? Tú deberías saber mejor que nadie que el servicio doméstico es una actividad para la que no todos son aptos, Myra.
Myra se ruborizó.
—Por supuesto, señor Hamilton, no quise sugerir que fuera de otro modo —se disculpó, jugueteando con los nudillos de sus dedos—. Supongo… que yo misma me he sentido algo inútil últimamente.
El señor Hamilton iba a condenar esos sentimientos cuando de pronto se oyeron los pasos de Alfred que bajaban la escalera y entraban en la salita. La boca del señor Hamilton se cerró y todos guardamos un silencio cómplice.
—Alfred —exclamó por fin la señora Townsend—, ¿por qué motivo bajas la escalera a esa velocidad? —Luego miró a su alrededor hasta que me encontró—. Has asustado a la buena de Grace. La pobre niña casi se muere del susto.
Le sonreí débilmente a Alfred. No me había asustado en lo más mínimo, tan sólo me había sorprendido, como a los demás. Y me sentía apenada. No debía haber preguntado al señor Hamilton acerca de la pluma. Le estaba tomando cariño a Alfred. Era una persona de buen corazón y a menudo dedicaba parte de su tiempo a sacarme de mi aislamiento. Al comentar su humillación a sus espaldas, de algún modo lo había hecho pasar por tonto.
—Lo siento, Grace. Es sólo que el amo David ha llegado.
—Sí —confirmó el señor Hamilton mirando su reloj—, era lo previsto. Dawkins fue a buscarlo a la estación porque sabíamos que llegaría en el tren de las diez. La señora Townsend tiene preparada su cena. Puedes ocuparte de llevársela. —Alfred asintió y trató de serenarse.
—Lo sé, señor Hamilton —contestó y tragó saliva—. Es sólo que alguien ha llegado con él. Una persona de Eton. Creo que es el hijo de lord Hunter.
Hago una pausa. Una vez me dijiste que, en la mayoría de los relatos, cuando se llega a un punto ya no hay retorno. Cuando los personajes principales han hecho su aparición en escena y sólo queda desarrollar el drama, el narrador pierde el control y los protagonistas comienzan a moverse a su propio arbitrio.
La presencia de Robbie Hunter en esta historia la lleva al borde del Rubicón. ¿Lo cruzaré? Tal vez aún no sea demasiado tarde para regresar. Para envolverlos amablemente a todos ellos con papel de seda, y guardarlos en los compartimentos de mi memoria.
Sonrío. Ya no soy capaz de detener esta historia, como no puedo detener el transcurso del tiempo. No soy lo suficientemente romántica como para imaginar que la historia misma es quien desea ser contada, pero sí lo suficientemente honesta como para saber que quiero contarla yo.
Así pues, Robbie Hunter.
A la mañana siguiente, temprano, el señor Hamilton me pidió que fuera a su despacho. Cerró suavemente la puerta tras él y me otorgó un dudoso honor. Todos los inviernos los diez mil ejemplares entre libros, revistas y manuscritos que albergaba la biblioteca de Riverton se sacaban de los estantes, se limpiaban y volvían a ponerse en su lugar. Ese rito anual se realizaba desde 1846, cuando la madre de lord Ashbury lo instituyó. Según contaba Myra la exasperaba el polvo, y ciertamente tenía razones para que así fuera. Una noche, a finales del otoño, el hermano menor de lord Ashbury —a quien le faltaba apenas un mes para cumplir tres años y era el favorito de todos los que lo conocían— se quedó dormido y ya nunca despertó de su sueño. Aunque nunca encontró un médico que apoyara su argumento, la madre del niño estaba convencida de que la humedad y el polvo acumulado durante años, suspendidos en el aire, le habían causado la muerte. Culpaba en especial a la biblioteca, porque allí era donde sus dos hijos habían pasado ese fatídico día jugando, imaginando que eran exploradores entre los mapas y las cartas de navegación que describían los viajes de remotos antepasados.
Lady Gytha Ashbury no era una persona con cuyos sentimientos se pudiera jugar. Decidió dejar de lado su dolor, con el mismo coraje y determinación que había demostrado al estar dispuesta a abandonar su tierra natal, su familia y a perder su dote por amor. De inmediato declaró la guerra. Reunió a sus tropas y fue su comandante en la empresa de desterrar a los insidiosos adversarios. Durante una semana, limpiaron día y noche hasta que finalmente se declaró satisfecha: había desaparecido hasta la última mota de polvo. Sólo entonces pudo llorar a su pequeño hijo.
Desde aquel día, todos los años, cuando las últimas hojas caían de los árboles, volvía a realizarse, escrupulosamente, el mismo ritual. La costumbre había perdurado aun después de la muerte de lady Gytha. Y en 1915 fui yo la encargada de honrar la memoria de la anterior lady Ashbury (en parte, estoy segura, como castigo por haber observado a Alfred en el pueblo el día anterior: el señor Hamilton no me agradecía que hubiera llevado a Riverton el fantasma de la guerra).
—Durante esta semana estarás dispensada de cumplir con tus obligaciones habituales, Grace —me anunció, sentado frente a su escritorio, esbozando una leve sonrisa—. Todas las mañanas irás directamente a la biblioteca, comenzarás por la parte más alta y seguirás hacia los estantes de la parte inferior.
Luego me sugirió que me proveyera de un par de guantes de algodón, un paño húmedo y mucha paciencia para asumir la tediosa tarea.
—Recuerda, Grace —indicó, con las manos firmemente apoyadas en el escritorio, los dedos muy separados—, que para lord Ashbury la cuestión del polvo es algo muy serio. Se te ha encomendado una tarea de gran responsabilidad, por la que deberías sentirte agradecida.
Un golpe en la puerta interrumpió la homilía.
—Adelante —gritó el mayordomo, frunciendo su larga nariz.
La puerta se abrió y Myra entró precipitadamente, moviendo su delgada figura como si fuera una araña.
—Señor Hamilton, venga rápido, arriba ocurre algo que necesita de su inmediata intervención.
Él se puso de pie con presteza, tomó su chaqueta negra que estaba colgada de un gancho en la puerta y subió velozmente la escalera. Myra y yo lo seguimos.
Allí, en el vestíbulo de la entrada principal, estaba Dudley, el jardinero, jugueteando torpemente con su sombrero de lana entre las manos agrietadas. A sus pies, todavía rebosante de savia, había un enorme abeto de Noruega, recién sacado de la tierra.
—Señor Dudley, ¿qué está haciendo aquí? —preguntó el señor Hamilton.
—He traído el árbol de Navidad, señor Hamilton.
—Eso está a la vista, pero ¿qué está haciendo usted
aquí
? —volvió a preguntar, señalando el enorme vestíbulo—. Y aún más importante, qué está haciendo
esto
aquí. Es enorme —agregó, dirigiendo la mirada al árbol.
—Sí, es una belleza —convino gravemente Dudley, observando el árbol como si mirara a su amada—. Lo he cuidado durante años, me he tomado mi tiempo para dejar que alcanzara todo su esplendor. Ya ha crecido suficiente para esta Navidad —afirmó mirando solemnemente al señor Hamilton—, tal vez un poco de más.
El señor Hamilton se volvió hacia Myra.
—En el nombre de Dios, ¿qué está sucediendo?
Myra tenía los puños crispados a ambos lados del cuerpo, los labios apretados de rabia.
—No cabe, señor Hamilton. Dudley trató de meterlo en el salón, donde siempre ponemos el árbol de Navidad, pero es demasiado alto, mide casi tres palmos más.
—¿No lo midió? —preguntó el mayordomo al jardinero.
—Oh, sí, señor —repuso Dudley—, pero nunca he sido bueno para el cálculo.
—Entonces, tome su sierra y corte lo que sea necesario, hombre. —El señor Dudley meneó la cabeza con tristeza.
—Lo haría, señor, pero me temo que es necesario cortar un buen trozo. El tronco ya no puede ser más corto y no puedo serrar la copa, ¿verdad? ¿Dónde pondríamos entonces al hermoso ángel? —preguntó consternado.
Todos permanecimos inmóviles, considerando su argumento. Los segundos transcurrían lentamente en el marmóreo vestíbulo. Sabíamos que la familia haría su aparición de un momento a otro para desayunar. Por fin, el señor Hamilton se pronunció:
—Entonces, supongo que no tiene solución. Podar la copa y dejar al ángel sin colocar no tiene sentido. Por esta vez tendremos que prescindir de la tradición y poner el árbol en la biblioteca.
—¿En la biblioteca, señor Hamilton? —exclamó Myra.
—Sí, bajo la cúpula de cristal —afirmó—. Donde esté seguro y pueda lucir en todo su esplendor —agregó, lanzando una mirada fulminante a Dudley.
De modo que la mañana del 1 de diciembre de 1915, cuando yo estaba en lo más alto de la biblioteca, limpiando el estante más remoto, predispuesta a pasar una semana quitando el polvo a los libros, un abeto en todo su esplendor se erigió majestuoso en el centro de aquel salón de lectura, con las ramas superiores apuntando en éxtasis hacia el cielo. Yo, que estaba a la altura de su cúspide, percibí el penetrante olor de la resina que impregnaba cálidamente la indolente atmósfera del lugar.
La biblioteca de Riverton se prolongaba largamente hacia lo alto, por encima del propio tejado, y era difícil no distraerse. La reticencia a comenzar el trabajo rápidamente se asociaba a la tendencia de dejar la tarea para más tarde. La visión del salón a mis pies era impresionante. Es una verdad universal que, sin importar lo conocida que sea una escena, al observarla desde arriba se experimenta algo parecido a una revelación. Yo me quedé mirando el panorama, más allá del árbol.
La biblioteca, habitualmente tan enorme e imponente, adquiría el aspecto de una escenografía. Los objetos de costumbre —el gran piano Steinway, el escritorio de cedro, el globo terráqueo de lord Ashbury— se veían repentinamente pequeños, parecían imitaciones de sí mismos, y daban la impresión de haber sido dispuestos para armonizar con un elenco que aún no había hecho su aparición en escena.
Especialmente la zona de lectura parecía anticipar una representación teatral, con el espacio central flanqueado por los sillones —tapizados con bellas telas, diseño de William Morris—, el rectángulo de luz invernal que caía sobre el piano y la alfombra oriental: elementos de utilería esperando pacientemente que los actores ocuparan sus lugares. Me preguntaba qué clase de obra se representaría en un escenario como ése. ¿Una comedia, una tragedia, una obra basada en la vida cotidiana?
Podría haber pasado así todo el día, sumida en especulaciones y posponiendo mis obligaciones. Pero una persistente voz interior resonaba en mis oídos. Era la voz del señor Hamilton, recordándome que, como era bien sabido, lord Ashbury solía hacer inspecciones al azar para verificar si en la biblioteca había polvo. De modo que, con gran esfuerzo, abandoné mis pensamientos y tomé el primer libro. Le quité el polvo de la tapa, la contratapa y el lomo, lo dejé nuevamente en su lugar y tomé el siguiente.
A media mañana había terminado de limpiar cinco de los diez estantes superiores y me disponía a comenzar el siguiente. Por fin había llegado a los de la parte inferior donde podría trabajar sentada. Después de quitar el polvo a cientos de libros, mis manos habían adquirido destreza y hacían automáticamente su tarea, lo que fue una bendición, porque mi mente se había entumecido y no era capaz de pensar.
Ya había desempolvado el sexto libro del sexto estante cuando una nota impertinente, aguda y súbita, alteró el silencio de la sala. Involuntariamente giré y miré hacia abajo, más allá del árbol.
De pie junto al piano, un joven al que jamás había visto paseaba silenciosamente sus dedos por las teclas de marfil. Sin embargo, ya entonces sabía quién era: el amigo del amo David, de Eton. El hijo de lord Hunter, que había llegado la noche anterior.
Era bien parecido, algo común en un joven, pero había en él algo más. Hay personas que se caracterizan por los sonidos y movimientos que producen, pero la suya era la belleza de la quietud. Solo en la sala, con los ojos graves y oscuros debajo de las cejas igualmente oscuras, daba la impresión de cargar con un penoso pasado, profundamente doloroso, del que no podía librarse. Era alto y delgado, aunque no tanto como para tener un aspecto desgarbado. El cabello castaño era más largo de lo que dictaba la moda, y algunos mechones le rozaban el cuello y los pómulos.