Read La casa de Riverton Online
Authors: Kate Morton
Me divierte estar sentada a solas en mi habitación, hablando con una pequeña caja negra. Al principio susurraba, me preocupaba que otros pudieran oír, que mi voz y sus secretos se escurrieran por el pasillo y la sala de estar, como la sirena de un barco que flota desamparada hacia un puerto extranjero. Pero cuando la jefa de las enfermeras llegó con mis opiáceos, su aspecto de sorpresa me tranquilizó.
Ella ya se ha ido. He dejado las píldoras en el alféizar de la ventana que está a mi lado. Las tomaré más tarde, por ahora necesito tener la mente clara. No importa que la espalda me duela tanto o más que la propia historia.
Estoy a solas otra vez, mirando cómo el sol cae sobre el jardín. Me gusta seguir su recorrido mientras se desliza silenciosamente detrás de la hilera de árboles cercanos. Hoy me distraigo y me pierdo su último adiós. Cuando mis ojos se abren, el instante ha pasado y la brillante medialuna ha desaparecido, dejando el cielo desolado: sólo queda un frío y pálido reflejo azul lacerado por blancas y gélidas vetas. Hasta el jardín tiembla en la súbita oscuridad. A lo lejos un tren serpentea en medio de la niebla del valle, los frenos chirrían cuando gira hacia el pueblo. Miro mi reloj de pared. Es el tren de las cinco de la tarde, repleto de personas que regresan de su trabajo en Chelmsford, en Brentwood e incluso en Londres.
En mi mente aparece la imagen de la estación. Tal vez no como verdaderamente es, sino como era. El enorme reloj redondo pende sobre el andén, su esfera incólume y sus diligentes agujas. Un duro recordatorio de que el Tiempo y los trenes no esperan a ningún hombre. Es probable que haya sido reemplazado por un titilante marcador digital. No puedo saberlo. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que estuve en la estación.
La recuerdo tal como era la mañana que despedimos a Alfred cuando se fue a la guerra. Banderines triangulares de papel, rojas y azules, agitándose en la brisa, enamorados abrazados, niños que corrían de un lado a otro haciendo sonar silbatos de hojalata y ondeando banderas del Reino Unido. Los jóvenes —esos jóvenes— lucían radiantes y ansiosos con sus uniformes nuevos y sus botas lustradas. Y serpenteando por la vía, el tren, reluciente, ansioso por empezar a andar, por hacer desaparecer como por arte de magia a sus pasajeros llevándolos hacia un infierno de lodo y muerte.
Pero ya basta de detalles. Daré un gran salto hacia adelante.
«Las lámparas se apagan en toda Europa. No volveremos a verlas encendidas en lo que nos resta de vida».
Lord Grey, ministro de Asuntos Exteriores de Gran Bretaña
3 de agosto de 1914
En el oeste
A medida que pasaban los días y el año 1914 se deslizaba hacia el siguiente, se esfumaban las posibilidades de que la guerra terminara para Navidad. Un certero disparo había estremecido las llanuras de Europa y el dormido gigante del rencor, alimentado durante siglos, había despertado. El mayor Hartford había sido convocado, desempolvado junto con otros héroes de campañas olvidadas hacía tiempo. Lord Ashbury se había mudado a su apartamento de Londres y se había alistado como voluntario en la milicia de Bloomsbury. El señor Frederick, no apto para el servicio militar debido a que había enfermado de neumonía en el invierno de 1910, dejó de fabricar automóviles para producir en cambio aviones de combate y el gobierno lo condecoró por su valiosa contribución a una industria vital en tiempos de guerra. Era un escaso consuelo, opinaba Myra, que sabía cosas tales como que el señor Frederick siempre había soñado con formar parte de las filas militares.
La historia sostiene que en el transcurso de 1915 comenzó a aclararse el verdadero carácter de la guerra. Pero la historia es un cronista muy poco fiable: el cruel recurso de la mirada retrospectiva hace que sus protagonistas queden en ridículo. Porque mientras en Francia los jóvenes afrontaban peligros que jamás habrían imaginado, en Riverton ese año transcurrió de manera muy semejante al anterior. Estábamos al tanto, por supuesto, de que el frente occidental estaba en un
impasse
—el señor Hamilton nos mantenía bien informados gracias a su minuciosa lectura de truculentos pasajes del periódico—; a decir verdad existían muy pocos obstáculos que impidieran que la gente siguiera criticando la guerra, pero las críticas eran atenuadas por el enorme torrente de objetivos que el conflicto había proporcionado a aquellos para quienes la vida cotidiana se había convertido en algo aburrido, los que agradecían el nuevo escenario en el que podían demostrar su valor.
Lady Violet creó y formó parte de numerosos comités: desde los que se ocupaban de ofrecer el alojamiento apropiado a correctos refugiados belgas hasta los que organizaban reuniones a la hora del té para oficiales que estaban de permiso. Todas las jovencitas de Gran Bretaña y también algunos niños hicieron su contribución a la defensa de la nación. Ante un mar de dificultades alzaron sus agujas de tejer para producir un aluvión de bufandas y calcetines para los muchachos del frente. Fanny, que no sabía tejer pero estaba ansiosa por impresionar al señor Frederick con su patriotismo, se lanzó a coordinar esas iniciativas, organizando el embalaje de las prendas tejidas y el envío de los paquetes a Francia. Incluso lady Clementine demostró un raro espíritu solidario, alojando en su casa a uno de los ciudadanos belgas protegidos por lady Violet, una anciana que no hablaba un buen inglés pero tenía modales lo suficientemente educados para disimularlo, y a la que lady Clementine procedió a interrogar sobre los detalles más espantosos de la invasión.
A medida que se acercaba el mes de diciembre, lady Jemina, Fanny y los niños Hartford fueron convocados a Riverton. Lady Violet estaba decidida a celebrar allí las tradicionales fiestas de Navidad. Fanny habría preferido permanecer en Londres —un lugar mucho más emocionante— pero no fue capaz de rechazar la invitación de una mujer con cuyo hijo esperaba casarse (sin importar que el hijo en cuestión estuviera instalado en otro lugar y mal predispuesto hacia ella). Por tanto, no le quedó más alternativa que armarse de valor y viajar a Essex para pasar unas largas semanas de invierno en el campo. Logró mostrarse tan aburrida como sólo pueden estarlo los niños más pequeños y pasó el tiempo arrastrándose de una habitación a otra y posando afectadamente, ante la escasa posibilidad de que el señor Frederick regresara imprevistamente a casa.
Jemina no salía bien parada si se la comparaba con Fanny. Estaba más gorda y fea que el año anterior. Sin embargo, había un aspecto en el cual la hacía sombra: no sólo estaba casada, sino que era la esposa de un héroe. Cuando llegaban cartas del mayor, el señor Hamilton se las llevaba solemnemente en una bandeja de plata. Jemina representaba entonces su estudiado papel de Esposa de un Militar. Recibía la carta con una graciosa inclinación de cabeza, la observaba un instante con los párpados respetuosamente bajos, suspiraba como dándose ánimos a sí misma, para finalmente abrir el sobre y absorber su precioso contenido. La carta era leída entonces, con el tono solemne que requerían las circunstancias, a un auditorio cautivado (y cautivo).
Mientras tanto, escaleras arriba, para Hannah y Emmeline el tiempo se hacía interminable. Habían llegado a Riverton hacía dos semanas, pero el hostil clima las obligó a quedarse dentro de la casa, sin lecciones que las entretuvieran (la señorita Prince estaba dedicada a tareas de voluntariado relacionadas con la guerra). Ya habían agotado todo lo que se les permitía hacer. Habían jugado a todos los juegos que conocían —a hacer nidos con hilos, a las tabas, al minero (que hasta donde yo podía comprender, requería que una de ellas arañara el brazo de la otra hasta que la sangre o el aburrimiento vencieran), habían hecho de pinches de la señora Townsend —que preparaba el banquete de la cena de Navidad— hasta que enfermaron por comer la masa cruda que habían robado a escondidas, y finalmente habían obligado a Nanny a que les abriera el ático para que pudieran explorar entre sus olvidados y polvorientos tesoros. Pero lo que añoraban era El Juego. (Yo había visto a Hannah investigando en el arcón chino, volviendo a leer viejas aventuras cuando creía que nadie la miraba). Y para eso necesitaban a David, que todavía permanecería una semana más en Eton.
Una tarde, a finales de noviembre, cuando subí a lavar los manteles más delicados para la cena de Navidad, Emmeline entró en el lavadero. Se detuvo un momento, recorrió la habitación con la mirada, y luego fue hacia el armario de las sábanas. Abrió la puerta y el halo de luz que proyectaba su vela se reflejó en el suelo.
—Ja, ja —proclamó triunfante—. Sabía que estarías aquí.
Mostró las manos y estiró los dedos para dejar a la vista dos blancos y pegajosos bastones de caramelo.
—De parte de la señora Townsend.
Un largo brazo apareció desde el oscuro interior del armario y se replegó después de tomar su bastón.
Emmeline lamió su pegajoso regalo.
—Estoy aburrida. ¿Qué estás haciendo?
—Estoy leyendo —fue la respuesta. Silencio.
Emmeline miró dentro del armario y arrugó la nariz.
—
La guerra de los mundos
. ¿Otra vez?
No hubo respuesta.
Emmeline dio un largo y abstraído lametazo a su caramelo, lo observó desde todos los ángulos y quitó una hebra de algodón que se había adherido.
—Eh —exclamó de pronto—, cuando David llegue podríamos ir a Marte.
Silencio.
—Habrá marcianos buenos y malos y peligros inesperados.
Como todas las hermanas menores, Emmeline se había especializado en detectar las predilecciones de sus hermanos. No necesitaba mirarlos para saber que había dado en el blanco.
—Lo someteremos a la decisión del consejo —se oyó decir desde el armario.
Emmeline chilló emocionada, unió sus pegajosas manos y alzó su pie calzado con botas para entrar en el armario.
—¿Y podemos decirle a David que fue idea mía?
—Cuidado, la vela está encendida.
—Puedo pintar el mapa de rojo en lugar de verde. ¿Es verdad que en Marte los árboles son rojos?
—Por supuesto que lo son. También el agua, el suelo, los canales y los cráteres.
—¿Cráteres?
—Agujeros grandes, profundos y oscuros donde los marcianos guardan a sus niños. —Desde el interior del armario surgió una mano que comenzó a cerrar la puerta.
—¿Son como pozos? —preguntó Emmeline.
—Pero más profundos y más oscuros.
—¿Por qué guardan allí a los niños?
—Para que nadie vea los horrendos experimentos que han realizado con ellos.
—¿Qué clase de experimentos? —inquirió Emmeline con un hilo de voz.
—Ya lo descubrirás —respondió Hannah—. Si David llega
alguna vez
.
Abajo, como siempre, nuestras vidas reflejaban como un turbio espejo las de quienes vivían arriba. Una noche, cuando todos los habitantes de la casa ya se habían ido a dormir, los sirvientes nos reunimos junto al fuego que ardía vigorosamente en nuestra salita. El señor Hamilton y la señora Townsend, como los topes que sujetan los libros en un estante, se sentaron en los extremos. Myra, Katie y yo nos agrupamos en el medio, en las sillas donde nos sentábamos a cenar, mirando con ojos bizcos las bufandas que tejíamos a la centelleante luz del fuego. Un viento frío azotaba los cristales de la ventana, provocando con sus ráfagas indómitas que los tarros de conservas de la señora Townsend temblaran en el estante de la cocina.
El señor Hamilton meneó la cabeza y apartó
The Times
. Se quitó las gafas y se frotó los ojos.
—¿Siguen las malas noticias? —preguntó la señora Townsend, alzando la vista del menú de Navidad que estaba planificando. El calor del fuego le había enrojecido las mejillas.
—Cada vez peores, señora Townsend. —El señor Hamilton volvió a ponerse las gafas—. Más bajas en Ypres. —Se levantó de la silla y fue hacia la pared en la que había colgado un mapa de Europa, donde se veía una docena de alfileres de colores que representaban distintos ejércitos y campañas. Quitó un alfiler azul de un lugar de Francia y lo reemplazó por uno amarillo—. Esto no me gusta nada —murmuró para sus adentros.
La señora Townsend suspiró.
—Tampoco a mí me gusta nada
esto
. —Señaló dando golpecitos con el lápiz en el menú—. ¿Cómo se supone que puedo preparar la cena de Navidad para la familia sin manteca, té o siquiera pavo, por mencionar algunos ingredientes?
—¿No habrá pavo, señora Townsend? —intervino Katie.
—Ni un ala.
—¿Y qué servirá?
La señora Townsend meneó la cabeza.
—No te alarmes. Algo se me ocurrirá, jovencita. Siempre lo hago, ¿no es cierto?
—Sí, señora Townsend —asintió seriamente Katie—. Ciertamente así es.
La señora Townsend miró hacia abajo, satisfecha. En las palabras de Katie no había ironía. Volvió a prestar atención al menú.
Yo trataba de concentrarme en mi labor pero no logré completar tres filas sin que se soltara algún punto en cada una de ellas. Lo dejé, frustrada, y me puse de pie. Algo había estado rondándome toda la noche. Algo de lo que había sido testigo en el pueblo y que no había logrado comprender.
Me alisé el delantal y me acerqué al señor Hamilton que, según me pareció, ya lo sabía todo.
—¿Señor Hamilton? —comencé tímidamente.
El se volvió hacia mí. Me observó por encima de sus gafas. Aún sostenía un alfiler azul entre dos uñas puntiagudas.
—¿Qué sucede, Grace?
Yo volví a mirar hacia el lugar donde los demás estaban entretenidos en una animada conversación.
—Y bien, niña. ¿Te ha comido la lengua el gato?
Carraspeé nerviosa.
—No, señor Hamilton, es sólo que… quería preguntarle algo. Se trata de algo que vi hoy en el pueblo.
—¿Sí? Habla, niña.
Miré hacia la puerta.
—¿Dónde está Alfred, señor Hamilton?
Él frunció el ceño.
—Arriba, sirviendo jerez. ¿Por qué? ¿Qué tiene que ver Alfred con todo esto?
—Es sólo que lo vi hoy en el pueblo.
—Sí, le mandé a hacer un recado.
—Lo sé, señor Hamilton, lo vi en McWhirter, cuando salía del almacén. —Apreté los labios. No lograba vencer la enorme reticencia que me impedía continuar—. Le dieron una pluma blanca, señor Hamilton.
—¿Una pluma blanca?
El señor Hamilton abrió mucho los ojos y su mano bajó lentamente hasta quedar a un lado del cuerpo.