Read La casa de Riverton Online
Authors: Kate Morton
—Qué coincidencia —se oyó decir a una voz aflautada desde el auditorio, la de lady Clementine—. Un conocido tenía a su vez un conocido con lepra en India, a quien se le cayó la nariz así, cuando se afeitaba.
Para el señor Frederick fue demasiado. Miró a Hannah y comenzó a reír. Nunca había oído una risa como aquélla: su absoluta sinceridad la hacía contagiosa. Uno por uno, los demás lo siguieron, aunque noté que lady Violet no se les unió.
No pude reprimir mi propia risa —una espontánea oleada liberadora— hasta que Myra siseó en mi oreja:
—Suficiente, señorita. Puedes venir a ayudarme con la cena.
Me perdí el resto del recital, pero ya había visto lo que deseaba. Mientras salíamos de la sala y avanzábamos por el pasillo, oí que los aplausos se apagaban y la función continuaba. Me sentí impulsada por una extraña energía.
Para cuando el recital llegó a su fin ya habíamos llevado la cena informal que había preparado la señora Townsend y las bandejas con café al salón, y habíamos sacudido los almohadones del sofá para que estuvieran mullidos. Los invitados habían comenzado a llegar, uno tras otro, en el orden señalado por el protocolo. Primero, lady Violet y el mayor James; luego, lord Ashbury y lady Clementine; los siguieron el señor Frederick con Jemina y Fanny. Los niños Hartford, según suponía, todavía estaban arriba.
Cuando tomaron asiento Myra dispuso la bandeja de café de modo que lady Violet pudiera servirlo. Mientras los invitados conversaban animadamente a su alrededor, lady Violet se inclinó hacia el sillón del señor Frederick y le susurró con leve sonrisa:
—Consientes demasiado a esos niños, Frederick.
El señor Frederick apretó los labios. Según pude percibir, no era la primera vez que recibía esa crítica.
—Ahora sus travesuras pueden parecerte divertidas, pero llegará el día en que te arrepentirás de tu indulgencia. Los has dejado crecer como seres incivilizados. En especial, a Hannah. Sería mejor que esa niña fuera menos inteligente y más educada —agregó lady Violet, sin dejar de mirar el café que servía.
Una vez soltada su invectiva, lady Violet se irguió, recuperó su expresión cordial, y le pasó una taza de café a lady Clementine.
Como era habitual por aquellos días, la conversación giró sobre los conflictos en Europa y la posibilidad de que Gran Bretaña entrara en guerra.
—Habrá guerra, siempre sucede igual —declaró lady Clementine, con toda naturalidad, mientras tomaba la taza de café y hundía su trasero en el sillón preferido de lady Violet—. Y todos sufriremos, hombres, mujeres y niños —agregó alzando la voz—. Los alemanes no son civilizados, como nosotros. Saquearán nuestro campo, matarán a nuestros niños en su lecho y someterán a las honestas mujeres inglesas, para que procreen pequeños alemanes. Recordad mis palabras, porque rara vez me equivoco. Estaremos en guerra antes de que termine el verano.
—Sin duda exageras, Clementine —indicó lady Violet—. La guerra, si se declara, no será tan terrible. No olvidemos que son tiempos modernos.
—Así es —coincidió lord Ashbury—. Será una guerra del siglo XX. Además, no existe un alemán que pueda con un inglés.
—Tal vez no sea correcto decirlo, pero desearía que entráramos en guerra —comentó Fanny, agitando sus rizos mientras se sentaba en uno de los extremos de la
chaise longue
—. Por supuesto, no habrá saqueos y asesinatos, tía, ni sometimiento de mujeres —aclaró luego dirigiéndose a lady Clementine—. Eso no me agradaría, pero sí, en cambio, ver caballeros con uniforme. —Después de mirar furtivamente al mayor James volvió a dirigirse al grupo—. He recibido hoy una carta de mi amiga Margery… ¿La recuerdas, verdad, tía Clem?
Lady Clementine agitó sus pesados párpados.
—Desgraciadamente. Una jovencita tonta con modales provincianos. —Luego se inclinó hacia lady Violet—. Criada en Belfast, ¿sabes?, una irlandesa católica, nada menos.
Observé a Myra, que ofrecía terrones de azúcar, y noté que su espalda se tensaba. Ella percibió mi mirada y me la devolvió severamente con el ceño fruncido.
—Bien —continuó Fanny—, Margery fue de vacaciones con su familia a la playa y a su vuelta encontraron la estación con los trenes abarrotados de reservistas que volvían a sus cuarteles. Es muy emocionante.
—Fanny, querida —intervino lady Violet, levantando la vista de la cafetera—, me parece que no hay cosa de peor gusto que desear una guerra tan sólo por diversión. ¿Estás de acuerdo, mi querido James?
El mayor, de pie junto a la chimenea apagada, se irguió.
—Si bien no coincido con las motivaciones de Fanny, debo decir que comparto su sentimiento. Yo, por lo pronto, espero que entremos en guerra. Todo el continente se está convirtiendo en un deplorable caos. Disculpadme por usar palabras tan duras, madre, lady Clem, pero así es. Es necesario que la buena y antigua Britania intervenga y ponga orden. Que les dé a esos alemanes una buena sacudida.
Una aclamación general recorrió la sala. Jemina tomó el brazo del mayor, sus pequeños ojos se encendieron y lo miraron con adoración.
El viejo lord Ashbury fumaba su pipa entusiasmado.
—Es como una competición —proclamó apoyándose en el respaldo—. Nada como una guerra para distinguir a los hombres de los niños.
El señor Frederick se revolvió en su asiento, tomó el café que lady Violet le ofreció y se dedicó a cargar tabaco en su pipa.
—¿Qué dices tú, Frederick? —preguntó tímidamente Fanny—. ¿Qué harás si llega la guerra? No dejarás de fabricar automóviles, ¿verdad? Sería una vergüenza que ya no hubiera hermosos vehículos tan sólo por culpa de una tonta guerra. No me agradaría tener que volver a viajar en carruaje.
El señor Frederick, incómodo por el flirteo de Fanny, apartó una hebra de tabaco de su pantalón y respondió:
—Yo no me preocuparía. Los automóviles son el futuro —aseguró y comprimió el tabaco en la pipa—. Dios no permita que una guerra genere molestias a damas tontas y ociosas —murmuró después para sí.
En ese momento la puerta se abrió. Con los rostros todavía exultantes, Hannah, Emmeline y David se dispersaron por la sala.
Las niñas se habían cambiado y volvían a lucir sus blancos vestidos con cuello marinero.
—¡Qué bonito espectáculo! —aclamó lord Ashbury—. No pude oír una palabra, pero fue muy bueno.
—Muy bien, niños —felicitó lady Violet—. Aunque tal vez deberíais permitir que la abuela os ayude en la selección de los textos el año próximo.
—¿Y a ti, papá? —preguntó ansiosamente Hannah—. ¿Te gustó la obra?
El señor Frederick eludió la mirada de su madre.
—Ya discutiremos más tarde los creativos añadidos, ¿de acuerdo?
—David, ¿tú qué opinas? —gorjeó Fanny—. Estábamos hablando de la guerra. ¿Te alistarías si Gran Bretaña entra en guerra? Creo que serías un valiente oficial.
David tomó la taza de café que lady Violet le ofrecía y se sentó.
—No había pensado en eso —repuso, arrugando la nariz—. Imagino que acabaré haciéndolo. Dicen que es una gran oportunidad para un joven que busca aventuras. —David miró a Hannah y le guiñó un ojo. La ocasión era propicia para burlarse de ella—. Me temo que es sólo para chicos, Hannah.
Fanny lanzó una carcajada estentórea que hizo parpadear a lady Clementine.
—Oh, David, qué tonto. Hannah no desearía ir a la guerra. Qué absurdo.
—Desde luego que querría —replicó decididamente Hannah.
—Pero, querida niña —intervino la desconcertada lady Violet—, no tendrías ropa apropiada para la batalla.
—Puede usar pantalones y botas de montar —opinó Fanny.
—O un disfraz —aventuró Emmeline—. Como el que ha utilizado en la obra. Aunque tal vez sin el sombrero.
El señor Frederick advirtió la mirada reprobatoria de su madre y se aclaró la voz.
—Si bien el atuendo de Hannah es un dilema capaz de generar brillantes especulaciones, debo recordaros que es un punto fuera de discusión. Ni ella ni David irán a la guerra. Las niñas no combaten y David aún no ha terminado sus estudios. Ya encontrará otro modo de servir al rey y al país. —Entonces se dirigió a su hijo—. Cuando hayas completado tus cursos en Eton y hayas pasado por Sandhurst será diferente.
—Si es que puedo completar mis cursos en Eton e ir a Sandhurst —advirtió David con firmeza.
La sala quedó en silencio. Algunos carraspearon. El señor Frederick dio unos golpecitos con la cuchara en la taza. Después de una pausa prolongada, declaró:
—David está bromeando. ¿No es cierto, hijo? —El silencio seguía extendiéndose—. ¿Eh?
David parpadeó lentamente. Vi que su mandíbula temblaba casi imperceptiblemente.
—Sí —confirmó por fin—. Por supuesto. Sólo trataba de quitarle solemnidad a toda esta conversación sobre la guerra. Supongo que no ha tenido gracia. Mis disculpas, abuelo, abuela. —David les miró uno por uno y yo noté que Hannah le retorcía la mano.
Lady Violet sonrió.
—Estoy totalmente de acuerdo contigo, David. No hablemos de una guerra que nunca llegará. Sigamos probando las deliciosas tartaletas de la señora Townsend —concluyó, haciendo una seña a Myra, que volvió a pasar la bandeja entre los invitados.
Por un rato estuvieron sentados, degustando los pastelillos. El reloj de barco que estaba sobre la chimenea siguió marcando la hora hasta que alguien logró encontrar un tema tan cautivador como la guerra. Por fin, lady Clementine señaló:
—Ni siquiera se trata de las batallas. En época de guerra, los verdaderos asesinos son las enfermedades. El campo de batalla, por supuesto, es un verdadero caldo de cultivo de todo tipo de pestes foráneas. Ya lo veréis —agregó en tono adusto—, cuando la guerra llegue, traerá la sífilis con ella.
—Si llega —puntualizó David.
—¿Pero cómo lo sabremos? —preguntó Emmeline, con los ojos azules muy abiertos—. ¿Alguien del gobierno vendrá y nos lo dirá?
Lord Ashbury se tragó una tartaleta entera.
—Uno de los socios de mi club comentó que el anuncio podría hacerse en cualquier momento.
—Me siento como una niña en vísperas de Navidad —declaró Fanny, entrelazando los dedos—. Añorando que llegue el día, ansiosa por despertar y abrir los regalos.
—Yo no estaría tan entusiasmado —intervino el mayor—. Si Gran Bretaña entra en guerra es probable que termine en pocos meses. A lo sumo, para Navidad.
—No obstante —anunció lady Clementine— lo primero que haré mañana será escribir a lord Gifford para comentarle qué programa prefiero para mi funeral. Les sugiero a todos hacer lo mismo antes de que sea demasiado tarde.
Nunca antes había oído que una persona hablara sobre su propio funeral, mucho menos que lo planificara. De hecho, mi madre me había dicho que traía muy mala suerte y que se debía arrojar sal por encima de los hombros para atraer la buena fortuna.
Miré sorprendida a lady Clementine. Myra había mencionado su funesta sensibilidad. Abajo se rumoreaba que se había inclinado en la cuna de la recién nacida Emmeline y había declarado con total naturalidad que a un bebé tan hermoso seguramente no le quedaba mucha vida por delante. Aun así, yo estaba impresionada.
Los Hartford, por el contrario, estaban claramente habituados a sus nefastos pronunciamientos, porque ninguno de ellos se inmutó.
Los ojos de Hannah se abrieron en un gesto de burla.
—No estará insinuando que no confía en que nosotros haremos cuanto podamos por ocuparnos del asunto lo mejor posible, ¿verdad, lady Clementine? —Luego sonrió dulcemente y tomó la mano de la anciana—. Por lo pronto, yo me atrevo a garantizarle que le organizaría la despedida que merece.
—En realidad —resopló lady Clementine—, es conveniente planificar esos acontecimientos por ti misma, nunca se sabe en qué manos recaerá la tarea. Además, soy muy particular en lo que atañe a este tipo de ceremonia. La he estado planificando durante años.
—¿Es eso cierto? —preguntó lady Violet, genuinamente interesada.
—Oh, sí —respondió lady Clementine—. Es uno de los actos públicos más importantes de la vida de una persona y el mío será realmente espectacular.
—Lo tendré en cuenta —observó secamente Hannah.
—También tú podrías hacer tu planificación —sugirió lady Clementine—. No se puede correr el riesgo de dar una mala impresión en estos días. Las personas no son tan piadosas como solían serlo y nadie quiere recibir una crítica desfavorable.
—No creí que apreciara las críticas de los periódicos, lady Clementine. —El comentario de Hannah hizo que su padre frunciera el ceño.
—En general, no lo hago —aclaró. Luego, con un dedo profusamente enjoyado, apuntó sucesivamente a Hannah, a Emmeline y a Fanny—. Además del matrimonio, para una dama el obituario es la única oportunidad de que su nombre aparezca en el periódico. Y que Dios se apiade de ella si la prensa se ensaña con su funeral, porque no tendrá una segunda oportunidad —agregó, mirando al cielo.
Después del triunfo teatral, sólo quedaba la cena de celebración del verano para que la visita fuera considerada como un éxito absoluto. Sería el punto culminante de los festejos de la semana. Una extravagancia final antes de que los huéspedes partieran y la serenidad retornara una vez más a Riverton. Los invitados a la cena —entre los que, según había divulgado la señora Townsend, se contaba lord Ponsonby, uno de los primos del rey— llegarían desde lugares tan distantes como Londres. Myra y yo, bajo la atenta supervisión del señor Hamilton, habíamos pasado toda la tarde poniendo la mesa en el comedor.
Los comensales eran veinte. A medida que iba disponiendo los cubiertos, Myra los nombraba en voz alta: cuchara para sopa; cuchillo y tenedor para pescado; dos cuchillos; dos tenedores grandes; cuatro copas de cristal para vino, de distintas medidas.
Mientras recorríamos la mesa, el señor Hamilton nos seguía con su cinta métrica y una servilleta, asegurándose de que todos los servicios guardaran la distancia correcta y de verse reflejado en cada cuchara. En el centro del blanco mantel de lino dispusimos hojas de hiedra y rosas rojas alrededor de brillantes frutas confitadas. Me gustaban esos adornos. Eran muy hermosos y armonizaban a la perfección con la mejor vajilla de la Señora —regalo de boda, apuntó Myra—, una porcelana húngara pintada a mano con parra, manzanas y peonías púrpura, fileteada en oro.
Colocamos las tarjetas de posición —escritas a mano con la cuidada caligrafía de lady Violet— de acuerdo con el orden que ella minuciosamente había dispuesto. Según me advirtió Myra, no podíamos subestimar la importancia de la ubicación. En efecto, de acuerdo con su opinión, el éxito o el fracaso de una cena residía por entero en la ubicación de los invitados en torno a la mesa. Era evidente que lady Violet no era tan sólo una «buena» anfitriona. Había ganado su reputación de ser «la mejor» gracias a su habilidad, en primer lugar, para invitar a las personas adecuadas, y en segundo término, para ubicarlas prudentemente, intercalando comensales inteligentes y entretenidos entre las figuras prominentes pero aburridas.