Read La casa de Riverton Online
Authors: Kate Morton
—Esta mocosa pretendía robarme la cartera —afirmó la dama, agitando el dedo en mi dirección.
—¿Es eso cierto? —preguntó el policía.
Negué con la cabeza, aún con un hilo de voz, segura de que iban a arrestarme.
Entonces mi madre explicó lo sucedido con mi botón y la correa del bolso y el agente de policía asintió. La dama frunció dubitativamente el ceño. Luego todos miraron hacia abajo, observando la correa y mi botón, que en efecto estaba enredado en ella. El agente de policía le pidió a mi madre que me desenganchara.
Ella desenredó el botón, le dio las gracias, se disculpó una vez más con la señora y luego me miró. Yo estaba expectante, ¿cuál sería su reacción, la risa o el llanto? Ambas cosas, pero no en ese momento.
Me cogió por el abrigo marrón y me alejó de la multitud que se dispersaba. Se detuvo en cuanto doblamos la esquina de Railway Street. Cuando el tren que se dirigía a Londres salió de la estación, me miró y susurró:
—Maldita niña. Pensé que te había perdido. Acabarás matándome, ¿me oyes? ¿Es eso lo que quieres? ¿Matar a tu propia madre? —Luego me enderezó el abrigo, meneó la cabeza y me tomó de la mano, apretándola con tanta fuerza que me hizo daño—. Dios mío, ayúdame. A veces desearía haberte dejado en el orfanato.
Mi madre solía mencionar esas palabras cuando yo hacía travesuras y sin duda la amenaza contenía más de un ápice de verdad. Por cierto, muchos estarían de acuerdo en que habría sido mejor que me hubiera dejado en el orfanato. Nada era tan contundente como el embarazo para que una mujer perdiera su puesto entre el personal de servicio y desde mi nacimiento la vida de mi madre había transcurrido entre privaciones y dificultades.
Me habían contado tantas veces cómo me había librado del orfanato que solía creer que conocía la historia antes de nacer. El viaje de mi madre en tren hacia Russell Square, en Londres, llevándome envuelta dentro de su abrigo para protegerme del frío, se había convertido para nosotras en una especie de leyenda. El recorrido a pie por Grenville Street hacia Guilford Street, las personas que a su paso meneaban la cabeza, sabiendo muy bien adónde se dirigía con su pequeño paquete. La manera en que ella había reconocido el edificio del orfanato desde lejos, mientras avanzaba por la calle, por la aglomeración de mujeres jóvenes como ella que se arremolinaban en la entrada, balanceándose aturdidas con sus llorosos bebés. Y entonces fue cuando sucedió lo más importante: de pronto una voz, clara como el día (la de Dios, según mi madre; bobadas, opinaba mi tía Dee), le pidió que diera media vuelta, que su deber era conservar a su pequeña hija. El instante, de acuerdo con la tradición familiar, al que yo debía estar eternamente agradecida.
Esa mañana, el día del botón y la correa, las palabras de mi madre sobre el orfanato me hicieron callar. Pero no como ella creía —por estar reflexionando sobre la buena fortuna que me había evitado esa reclusión—, sino porque estaba recorriendo el ya explorado sendero de una de mis fantasías infantiles preferidas. Disfrutaba enormemente imaginándome en el hogar de niños abandonados Corana, cantando entre otros niños. Habría tenido montones de hermanos y hermanas con quienes jugar, no sólo una madre cansada y malhumorada, cuyo rostro estaba surcado por las desilusiones. Una de las cuales, me temía, era yo.
Sentí que alguien estaba detrás de mí y regresé por el largo túnel de la memoria. Me volví para mirar a la joven a mi lado y un segundo después la reconocí: era la camarera que nos había traído el té. Me observaba expectante. Yo la miré parpadeando.
—Creo que mi hija ya ha pagado la cuenta.
—Oh, sí —repuso la jovencita con voz suave y acento irlandés—, lo ha hecho. Pagó cuando pidieron.
Sin embargo, no se movía de su lugar.
—¿Hay alguna otra cosa que quiera decirme? —pregunté.
Ella tragó saliva.
—Es sólo que Sue, que trabaja en la cocina, dice que usted es la abuela de…, es decir, que su nieto es Marcus McCourt, y para ser sinceros, yo soy su más ferviente admiradora. Sencillamente adoro al inspector Adams. He leído cada uno de los libros —afirmó.
Marcus. La pequeña polilla de la pena revoloteó en mi pecho, como siempre que alguien pronuncia su nombre.
—Me alegra saberlo. Mi nieto se sentiría halagado —conteste, con una sonrisa.
—Me apenó tanto cuando leí lo de su esposa…
Asentí con la cabeza. Ella dudó y yo me preparé para oír las preguntas que —bien lo sabía— sobrevendrían, como siempre: ¿continuaba escribiendo la nueva novela del inspector Adams? ¿Se publicaría en breve? Sin embargo, me sorprendió que el decoro o la timidez vencieran a la curiosidad.
—Bueno, me alegra haberla conocido —declaró la joven—. Debo volver al trabajo, antes de que Sue se ponga como loca. —Ya se dirigía hacia la cocina cuando se volvió—. Se lo dirá, ¿verdad? Dígale que sus libros son muy importantes para mí, y para todos sus admiradores.
Le di mi palabra, aunque no sabía cuándo podría cumplirla. Como la mayoría de las personas de su generación, Marcus es un trotamundos. Pero a diferencia de sus coetáneos, no ansía aventuras sino distracción. Ha desaparecido en la nube de su propio sufrimiento y desconozco cuál es su paradero. Han pasado meses desde la última vez que tuve noticias suyas, cuando me envió desde California una postal de la Estatua de la Libertad que simplemente decía «Feliz cumpleaños», firmado «M».
Pero no se trata sólo del dolor. La culpa lo persigue. Una culpa injustificada por la muerte de Rebecca. Se culpa a sí mismo, cree que si no la hubiera abandonado las cosas habrían sido diferentes. Me preocupa Marcus. Comprendo muy bien la peculiar clase de culpa que experimentan los sobrevivientes de una tragedia.
A través de la ventana puedo ver a Ruth, que está enfrente, enredada en una conversación con el pastor y su esposa, y aún no había llegado a la farmacia. Con gran esfuerzo me deslizo hasta el borde de la silla, me cuelgo el bolso del brazo y aferró mi bastón. Con piernas temblorosas, me pongo de pie. Hay un asunto que atender.
El señor Butler tiene un comercio de artículos para caballero con una minúscula fachada en la calle principal. Apenas un atisbo de toldo rayado encajonado entre la panadería y una tienda que vende velas e incienso. Pero más allá de la puerta de madera roja, con su brillante aldabón de metal y su timbre plateado, uno se encuentra con una multitud de variados productos desparramados por su modesto interior. Corbatas y sombreros de hombre, mochilas para escolares, maletas de cuero o palos de hockey, se disputan el espacio del local estrecho y largo.
El señor Butler es un hombre de baja estatura, de unos cuarenta y cinco años, con una calva incipiente y, según puedo observar, una cintura que tiende a desaparecer. Recuerdo a su padre, aunque no se lo digo. He aprendido que a los jóvenes les incomodan las historias de tiempos pasados. Esa mañana me sonríe, observándome a través de sus gafas, y afirma que me ve muy bien. Cuando era más joven —incluso durante mi octava década de vida— la vanidad me habría inducido a creerle. Ahora entiendo esos comentarios como amables expresiones de sorpresa que surgen cuando las personas comprueban que aún estoy viva. De todos modos se lo agradezco —sé que lo hace con buena intención— y le pregunto si tiene una grabadora.
—¿Para escuchar música? —pregunta el señor Butler.
—Quiero hablar, grabar mis palabras —le respondo.
El señor Butler duda, probablemente se pregunta qué deseo contarle a la grabadora. Luego saca un pequeño objeto negro del mostrador.
—Esto debería servirle. Lo llaman
walkman
, todos los chicos de ahora lo usan.
—Sí —asiento esperanzada—, eso parece ser lo que necesito.
Seguramente él nota mi inexperiencia, porque empieza a explicarme su funcionamiento.
—Es fácil. Pulse esta tecla, y luego hable aquí —indica, inclinándose hacia delante, mientras me señala un panel de metal perforado en uno de los laterales del aparato. Casi puedo sentir el olor a alcanfor de su traje—. Aquí está el micrófono.
Ruth todavía no ha regresado de la farmacia cuando vuelvo al café de Maggie. En lugar de arriesgarme a que la camarera me haga más preguntas, me envuelvo en mi abrigo y me acurruco en el banco de la parada de autobús. Tanta actividad me ha dejado sin aliento.
Una fresca brisa arrastra consigo envoltorios de golosinas, hojas secas y una pluma de pato marrón verdosa. Danzan a lo largo de la calle, se detienen y se arremolinan con cada nueva ráfaga.
Pensé en Marcus, deambulando por todo el planeta, atrapado por una melodía descompasada de la que no puede escapar. En los últimos tiempos no me cuesta demasiado tener presente a Marcus. Por las noches, mientras el sueño revolotea alrededor de mis visiones como una polilla polvorienta, él invade constantemente mis pensamientos. Como una mustia flor de verano atrapada entre las imágenes de Hannah y Emmeline, y de Riverton, mi nieto, más allá del tiempo y el espacio. Un instante es un niño con la piel sudorosa y los ojos grandes y al siguiente un hombre adulto, consumido por el amor y su pérdida.
Quiero volver a ver su rostro. Tocarlo. Su rostro adorable y familiar, tallado, como todos los rostros, por las manos eficientes de la historia, que habla de la influencia de sus antecesores y de un pasado del que poco sabe.
Volverá algún día, no lo dudo, porque el hogar es un imán que atrae incluso a sus hijos más indiferentes. Pero no puedo adivinar si ocurrirá mañana o dentro de años. Y no tengo tiempo para esperarle. Me encuentro en una fría sala, aguardando a que llegue mi hora, temblando mientras los fantasmas y los ecos de antiguas voces se alejan.
Ése es el motivo por el cual he decidido grabarle una cinta. Tal vez más de una. Voy a contarle un secreto, un antiguo secreto, largamente guardado. Algo que sólo yo sé.
Al principio pensé en escribir, pero cuando encontré una resma de papel amarillento y un bolígrafo negro, los dedos no me respondieron. Y no deseo colaboradores inútiles, incapaces de transformar mis pensamientos en una legible telaraña de garabatos.
Fue Sylvia quien me sugirió una grabadora. Se fijó en mi hoja escrita durante uno de sus arrebatos compulsivos de limpieza, surgido para escabullirse de las demandas de un paciente al que no toleraba.
—¿Ha estado dibujando? —preguntó, mientras sostenía el papel delante de ella y lo inclinaba, junto con su cabeza—. Muy moderno. Bonito. ¿Qué se supone que es?
—Una carta —contesté.
Entonces me dijo cuál era el método que utilizaba Bertie Sinclair: grababa las cartas y las recibía en casetes que podía oír en su magnetófono.
Eso no quiere decir que desde que lo hace se haya vuelto más tolerable ni menos exigente. Pero si empieza a quejarse de su lumbago, no tengo más que hacer funcionar su grabadora y dejarlo escuchando una de sus cintas, feliz como una alondra.
En el banco de la parada del autobús, jugueteo con el paquete entre las manos, entusiasmada con las cosas que me permitirá hacer no bien llegue a casa.
Ruth me hace señas desde el otro lado de la calle, insinúa una sonrisa adusta y comienza a cruzar el paso de peatones mientras guarda un paquete de la farmacia en su bolso.
—Mamá —me reprende cuando está cerca—. ¿Qué estás haciendo aquí afuera? Hace frío. —Rápidamente mira a ambos lados—. La gente creerá que te he dejado esperando en este lugar. —Entonces me levanta y me lleva de vuelta a su coche. Mis mullidas suelas avanzan silenciosas junto a los tacones de sus zapatos de vestir.
En el camino de regreso a Heathview contemplo a través de la ventanilla la interminable fila de casas alineadas en las calles de piedra gris. En una de ellas, a mitad de camino, silenciosamente acurrucada entre otras dos idénticas, está la casa donde nací. Miro a Ruth, pero no sé si se da cuenta. No tiene motivo para hacerlo, por supuesto. Todos los domingos recorremos el mismo trayecto.
Mientras serpentea el estrecho sendero y el pueblo se convierte en campo, contengo el aliento —sólo un poco— como siempre hago.
Más allá de Bridge Road doblamos la esquina y allí está. La entrada a Riverton. Las puertas enrejadas, tan altas como postes de alumbrado, la entrada al susurrante túnel de árboles centenarios. Está pintada de blanco, en lugar del brillante plateado del año anterior. Ahora, junto a las letras de hierro fundido que dicen «Riverton», hay un cartel donde se lee: «Abierto al público de marzo a octubre, de 10.00 a 16.00. Entrada: Adultos, 4 libras; niños, 2 libras. Sólo visitas guiadas».
He tenido que practicar un poco hasta aprender a utilizar la grabadora. Afortunadamente, conté con la ayuda de Sylvia, quien sostuvo el aparato frente a mi boca y me indico que dijera lo primero que me viniera a la cabeza: «Hola, hola, habla Grace Bradley… probando, uno, dos, tres».
Sylvia apartó el
walkman
y sonrió burlona.
—Muy profesional. —Luego pulsó una tecla y se oyó un zumbido—. Estoy rebobinando para que podamos escuchar lo que ha grabado.
Un clic indicó que la cinta había vuelto al punto inicial. Sylvia pulsó la tecla «
play
» y ambas esperamos.
Era la voz de la ancianidad: desvaída, gastada, casi imperceptible. Una pálida cinta deshilachada, donde sólo sobrevivían unas frágiles hebras plateadas. Apenas unas motas de mí, de mi verdadera voz, la que oigo en mi mente y en mis sueños.
—Genial —exclamó Sylvia—. Ya puede hacerlo sola. Llámeme si necesita ayuda.
Cuando se disponía a partir sentí una acuciante inquietud.
—Sylvia…
Ella se volvió para mirarme.
—¿Qué pasa, querida?
—¿Qué voy a decir?
—Bueno, no lo sé —repuso, y rió—. Imagine que él está nuevamente sentado junto a usted y dígale sencillamente lo que piensa.
Y así lo hice, Marcus. Imaginé que te habías tendido en el extremo de mi cama, como te gustaba hacer cuando eras pequeño, y comencé a hablar. Te conté lo de la película y Ursula. Fui cautelosa acerca de tu madre, sólo dije que te echa de menos, que ansía verte.
Y te revelé los recuerdos que han estado acechándome. No todos, no es mi objetivo aburrirte con historias del pasado. En cambio, sí te dije que, curiosamente, tengo la sensación de que se están convirtiendo en algo más real que mi vida; te hablé del modo en que inadvertidamente me evado y de la decepción que siento cuando al abrir los ojos descubro que estoy de vuelta en 1999; de cómo está cambiando mi conciencia del tiempo y de que estoy comenzando a sentirme más cómoda en el pasado y como un visitante en esta extraña y pálida experiencia a la que llamar al presente.