Read La casa de Riverton Online
Authors: Kate Morton
Un brusco gemido de Jemina atrajo la atención de todos los presentes. Ella se aferró al brazo del sillón, se irguió, y pasó las manos por su tenso vientre.
—¿Qué sucede? —se oyó decir a lady Violet detrás de su velo de encaje.
Jemina no respondió, concentrada —o al menos eso parecía— en una silenciosa comunicación con su bebé. Miraba fijamente hacia adelante, sin ver, mientras seguía acariciando su vientre.
—¿Jemina? —volvió a preguntar lady Violet. La preocupación le helaba la voz, ya alterada por la pérdida de sus seres queridos.
Jemina inclinó la cabeza, como si se dispusiera a escucharla.
—Ha dejado de moverse —anunció, casi en un susurro. Su respiración era agitada—. Ha estado inquieto todo el tiempo, pero ahora se ha parado.
—Debes ir a descansar —le aconsejó lady Violet—. Es este dichoso calor —aseguró, tragando saliva—. Este dichoso calor… —repitió y miró a su alrededor buscando a alguien que corroborara su opinión—. Eso, y… —agregó, meneando la cabeza. Luego cerró la boca, incapaz, tal vez, de pronunciar la última frase—. Eso es todo. —Y reuniendo todo su coraje, se irguió, y le ordenó a Jemina con firmeza—: Debes descansar.
—No —repuso Jemina con labios temblorosos—. Quiero estar aquí. Por James y por ti.
Lady Violet apartó suavemente las manos de Jemina de su vientre y las tomó entre las suyas.
—Lo sé —aseguró y alargó su mano para acariciar levemente el desvaído cabello castaño de Jemina. Era un simple gesto, pero me recordó que lady Violet también era madre. Sin moverse, me indicó—: Grace, acompaña a Jemina a su habitación para que pueda descansar. Deja todo esto. Hamilton lo recogerá más tarde.
—Sí, señora —contesté haciendo una reverencia.
Fui hacia Jemina y la ayudé a ponerse de pie. Agradecí la oportunidad de alejarme de esa habitación y de su sufrimiento.
Mientras salía con Jemina a mi lado, comprendí cuál era la diferencia que había notado en la sala, además de la oscuridad y el calor. El reloj que estaba sobre la chimenea, que habitualmente marcaba los segundos con indiferente regularidad, estaba en silencio. Sus finas agujas negras se habían detenido dibujando un arabesco. Las instrucciones de lady Ashbury, todos los relojes marcaban las cinco menos diez, la hora en que su esposo había muerto.
La caída de Ícaro
Dejé a Jemina instalada en su habitación y regresé a la sala de los sirvientes, donde el señor Hamilton inspeccionaba las ollas y sartenes que Katie había estado fregando. Levantó la vista de la sartén de cobre, la preferida de la señora Townsend, para decirme que las hermanas Hartford estaban junto al antiguo cobertizo de los botes y que debía llevarles el almuerzo junto con la limonada. Agradecí que aún no se hubiera enterado del té derramado. Fui al cuarto de la nevera para buscar una jarra de limonada, la puse en una bandeja, con dos vasos altos y un plato de canapés preparados por la señora Townsend, y salí por la puerta de servicio.
Al llegar al escalón superior me detuve, parpadeando ante la claridad mientras mis ojos se acostumbraban al resplandor. Después de un mes sin lluvias, los colores del terreno que rodeaba la casa se habían desteñido. El sol estaba alto y sus rayos caían perpendiculares, decolorándolo aún más, dando al jardín el brumoso aspecto de las acuarelas que lady Violet tenía en su tocador.
A pesar de la cofia, la parte del cuero cabelludo que quedaba al descubierto se abrasó en un instante.
Crucé el Prado del Teatro, donde la hierba recién segada dejaba sentir su sedante aroma. Dudley estaba por allí, en cuclillas, podando los bordillos. Las cuchillas de sus tijeras brillaban bajo las manchas de savia verde.
Seguramente oyó que me acercaba, porque se volvió y entrecerró los ojos tratando de enfocarme.
—Hace calor —declaró, poniendo su mano a modo de visera sobre los ojos.
—Tanto que se podrían freír huevos en la vía del tren —comenté, citando una frase de Myra y dudando sobre si la había empleado de forma adecuada.
Al final del jardín, una serie de escalones de piedra gris conducían a la rosaleda de lady Ashbury. Capullos rosados y blancos se abrazaban en las glorietas, animadas por el zumbido de las diligentes abejas que rondaban sus centros amarillos.
Pasé por debajo de la enredadera, abrí el pestillo de la verja y seguí por el Camino Largo, un sendero de adoquines grises construido entre hojas de sedum amarillas y blancas. Hacia la mitad del camino, los altos setos de carpes daban paso a los tejos enanos que bordeaban el Jardín Egeskov. La silueta de dos árboles podados me hizo parpadear al sentir que cobraban vida ante mis ojos; luego me sonreí a mí misma y a la pareja de iracundos patos, ánades reales con plumas verdes que habían remontado vuelo desde el lago para llegar hasta allí, desde donde me miraban con sus brillantes ojos negros.
Al final del Jardín Egeskov estaba la segunda verja, la hermana ignorada (siempre hay una hermana ignorada), invadida por jazmines. Enfrente, la fuente de Ícaro, y más allá, junto al lago, el cobertizo de los botes.
El pestillo de la verja estaba oxidado y tuve que dejar mi bandeja para destrabarlo. La apoyé en el suelo, entre un grupo de fresales, y presioné la puerta para abrirlo.
Si bien Eros y Psique se alzaban, grandiosos, magníficos, en el jardín que estaba al frente de la casa —como un anticipo de la grandeza del propio edificio—, la fuente más pequeña tenía algo especial —un matiz de misterio y melancolía— oculto bajo la soleada claridad del jardín sur.
La fuente circular de piedra tenía dos pies de altura, y veinte de extensión máxima. Estaba cubierta por diminutos azulejos de vidrio de color azul cielo, como el collar de zafiros de Ceilán que lord Ashbury le había traído a lady Violet al regresar del Lejano Oriente.
En el centro se erigía un enorme y escarpado bloque de mármol rojizo, que duplicaba la altura de un hombre. Era ancho en la base y se afinaba hacia la cúspide. Equidistante entre ambas se destacaba —tallada en mármol blanco que contrastaba con el bloque rojizo— la figura de Ícaro tendido, en tamaño real. Las alas de pálido mármol, tallado a imitación de las plumas, estaban amarradas a los brazos extendidos y caían hacia atrás, rozando la piedra.
De la fuente surgían tres ninfas inclinadas hacia el héroe caído. Largas cabelleras rodeaban sus rostros angelicales. Una de ellas llevaba un arpa de pequeño tamaño, otra lucía una corona de hojas de hiedra y la tercera abrazaba el torso de Ícaro con sus níveas manos, tratando de levantarlo.
En ese momento, una pareja de aviones de color púrpura —indiferentes a la belleza de la escultura— bajaron en picado y se posaron sobre el bloque de mármol, antes de volver a emprender el vuelo para rozar la superficie del estanque y llenar su pico de agua. Mientras los observaba, el calor agobiante hizo surgir súbitamente en mí el imperioso deseo de hundir mi mano en el agua fresca. Miré hacia atrás, en dirección a la casa, ya lejana, demasiado sumida en su dolor para advertir que una criada, al fondo del jardín sur, hacía una pausa para refrescarse.
Dejé la bandeja en el borde de la fuente y apoyé tímidamente en los azulejos una de mis rodillas acaloradas, cubierta por las medias negras. Me incliné hacia adelante, extendí la mano hacia el agua donde se reflejaba el sol, y la aparté cuando sentí el primer contacto. Me remangué y volví a alargar la mano, lista para sumergir el brazo.
Entonces oí una risa, que resonó como música tintineante en el sereno día estival.
Permanecí inmóvil, escuchando. Incliné la cabeza y miré más allá de la estatua.
Pude distinguir a Hannah y Emmeline, pero no en el cobertizo de los botes, sino sentadas al otro lado, en el borde de la fuente. Mi sorpresa se acrecentó: ambas se habían quitado los vestidos de luto y sólo llevaban puesta la enagua, la prenda interior que cubría el corsé y los calzones con puntilla de encaje. También se habían deshecho de sus botas, que estaban olvidadas en el sendero de piedra. El cabello recogido en una larga trenza brillaba con el sol. Volví a mirar hacia la casa, sorprendida por su osadía. Me preguntaba si mi presencia podía considerarse una forma de complicidad, y en ese caso, si eso me preocupaba o si deseaba que así fuera.
Emmeline estaba acostada boca arriba, con los pies juntos, las piernas flexionadas. Las rodillas, tan blancas como su enagua, saludaban al claro cielo azul. Había doblado un brazo para permitir que su cabeza descansara sobre él. El otro —mostrando una piel pálida y blanca, que no parecía conocer el sol— se extendía hacia el agua. La muñeca giraba dibujando perezosamente un ocho en la superficie y provocando minúsculas olas.
Hannah estaba sentada a su lado, con una pierna ligeramente curvada y la otra flexionada de tal modo que podía apoyar el mentón en la rodilla. Los tobillos jugaban indolentemente en el agua. Los brazos rodeaban la pierna flexionada y en una de las manos sostenía una hoja de papel increíblemente fina, casi transparente bajo el resplandor del sol.
Yo saqué el brazo del agua, me arreglé la manga y recuperé la compostura. Eché un último vistazo a los destellos de la fuente y tomé otra vez la bandeja.
Cuando estuve más cerca de las hermanas, pude oír su conversación.
—… creo que es espantosamente obcecado —declaró Emmeline. Luego se metió en la boca una fresa del montón que habían recogido y arrojó el tallo hacia el jardín.
Hannah se encogió de hombros.
—Papá siempre ha sido muy testarudo.
—De todos modos, su rotunda negativa es una estupidez. Si David tiene entusiasmo suficiente para escribirnos desde Francia, lo menos que puede hacer es leer lo que nos cuenta.
Hannah miró hacia la escultura. Al inclinar la cabeza el brillo titilante de las olas de la fuente se reflejó en su rostro.
—David ha hecho quedar a papá como un tonto, haciendo a sus espaldas justo lo que le había pedido que no hiciera.
—Bah, de eso ha pasado casi un año.
—Papá no perdona fácilmente. Y David lo sabe.
—Pero es una carta tan divertida… Vuelve a leer la parte en la que cuenta el lío con la comida, lo del budín.
—
No
pienso leerla otra vez. No debería haberlo hecho las primeras tres veces. Es demasiado vulgar para oídos inocentes. —Hannah sostuvo la carta frente a sí, y su sombra se proyectó sobre la cara de su hermana—. Aquí, por ejemplo, lee tú misma. Hay una ilustración muy elocuente en la segunda página.
Una cálida brisa agitó el papel y pude distinguir las líneas negras de un dibujo en el extremo superior.
Mis pasos resonaron en las blancas piedras del sendero y atrajeron la atención de Emmeline, que me vio, de pie detrás de Hannah.
—¡Limonada! —exclamó, olvidando por completo la carta, y levantando el brazo que tenía en el agua—. ¡Qué bien!, me muero de sed.
Hannah se volvió hacia mí, y guardó la carta en su corsé.
—Grace —saludó sonriente.
—Estamos tratando de escondernos del viejo verde —explicó Emmeline, mientras se sentaba de espaldas a la fuente—. Oh, este sol es delicioso, se me ha ido directamente a la cabeza.
—Y a las mejillas —agregó Hannah.
Emmeline alzó la cara hacia el sol y cerró los ojos.
—No me importa. Quiero que todo el año sea verano.
—¿Lord Gifford ya se ha ido, Grace? —preguntó Hannah.
—No podría asegurarlo, señorita —contesté, apoyando la bandeja en el borde de la fuente—, pero diría que sí. Estaba en el salón hace un rato, cuando serví el té, y la Señora no dijo que tuviera previsto quedarse.
—Espero que no —declaró Hannah—. Ya hay suficientes cosas desagradables en este momento, sin necesidad de que él ande buscando pretextos para mirar mi vestido toda la tarde.
Junto a un macizo de madreselvas rosadas y amarillas había una pequeña mesa de jardín de hierro forjado. La acerqué a la fuente para servir el almuerzo. Afirmé sus patas curvas entre las piedras del sendero, apoyé la bandeja y comencé a servir la limonada.
Hannah sostenía el tallo de una fresa y lo hacía girar entre el dedo pulgar y el índice.
—¿Pudiste oír algo de lo que dijo lord Gifford? —inquirió.
Dudé. Se suponía que yo no escuchaba lo que se decía mientras servía el té.
—Sobre las propiedades del abuelo, sobre Riverton —especificó. No me miraba, por lo que sospeché que se sentía tan incómoda por preguntarlo como yo por tener que responder.
Tragué saliva y dejé la jarra en la mesa.
—No estoy segura, señorita…
—¡Lo oyó! —exclamó Emmeline—, lo sé porque se ha sonrojado. ¿Lo oíste, verdad? —preguntó inclinándose hacia mí—. Bien, dinos, ¿qué sucederá? ¿Será para papá? ¿Nos quedaremos aquí?
—No lo sé, señorita —repuse, encogiéndome, como lo hacía cada vez que me enfrentaba a la altivez de Emmeline—. Nadie lo sabe.
Emmeline tomó un vaso de limonada.
—Alguien debe de saberlo —indicó altanera—. Lord Gifford, seguramente. ¿Por qué ha venido si no? ¿Qué otro motivo podría traerlo hasta aquí, aparte de hablar acerca del testamento del abuelo?
—Lo que quiero decir, señorita, es que depende.
—¿De qué?
—Del bebé de la tía Jemina —afirmó entonces Hannah, y me miró—. ¿Es así, Grace?
—Sí, señorita —reconocí serenamente—, al menos creo que es lo que dijeron.
—¿Del bebé de la tía Jemina? —preguntó Emmeline.
—Si es un varón —explicó pensativa Hannah— todo le corresponde a él. Si no, papá será lord Ashbury.
Emmeline, que acababa de llevarse una fresa a la boca, se tapó los labios con la mano y rió.
—¿Te imaginas a papá siendo dueño de la finca? Es
demasiado
torpe. —El lazo de seda que ceñía su enagua se había enganchado en el borde de la fuente, deshilachándose. Una larga hebra zigzagueaba por su pierna. Debía tenerlo presente para zurcirlo más tarde—. ¿Crees que él quiere que nosotras vivamos aquí?
Oh, sí, pensé para mis adentros. Deseaba que así fuera. Riverton había estado sumamente silencioso durante el año anterior. No había nada que hacer salvo volver a quitar el polvo de las habitaciones vacías y tratar de no pensar demasiado en los que aún seguían luchando en la guerra.
—No —aseveró Hannah con firmeza—. Papá no toleraría estar lejos de su fábrica.
—No lo sé —opinó Emmeline—, si hay algo que papá adora más que a su fábrica es Riverton. Entre todos los lugares del mundo, es su preferido. Aunque ¿por qué alguien desearía quedarse en medio de la nada, sin tener con quién hablar? —se preguntó, mirando al cielo. Luego hizo una pausa—. Hannah, ¿sabes en qué he estado pensando? —preguntó excitada—. Si papá fuera un lord, nos convertiríamos en miembros de la nobleza, ¿verdad?