Read La casa de Riverton Online
Authors: Kate Morton
Vemos la cara de ROBBIE, iluminada por la vela, mientras observa al perro. Lenta, cautelosamente, ROBBIE extiende una mano y la apoya suavemente en el vientre del animal. La mano de ROBBIE tiembla. Sonríe débilmente.
ROBBIE
(Voz en off)
: Y aun en medio del horror, el inocente encuentra consuelo en el sueño.
EXTERIOR. GRANJA ABANDONADA, POR LA MAÑANA
Es de día. Un débil rayo de sol asoma entre las nubes. La lluvia nocturna gotea desde las hojas de los árboles. El suelo tiene una nueva y gruesa capa de barro. Los pájaros han salido de sus refugios y se llaman unos a otros. Los tres Soldados están de pie fuera de la granja, con las mochilas a la espalda.
DAVID sostiene una brújula en la mano que no está vendada. Mira a su alrededor, señala en la dirección donde se veía el fuego de artillería la noche anterior.
DAVID
: Hacia el este. Debe de ser Passchendaele.
ROBBIE asiente con gesto grave. Entorna los ojos y mira el horizonte.
ROBBIE
: Hacia el este, entonces.
Parten. El perro los sigue.
Octubre de 1917
Estimado lord Ashbury,
Tengo el terrible deber de informarle sobre la triste noticia de la muerte de su hijo David. Comprendo que en estas circunstancias poco pueden hacer las palabras por atenuar su pena y su dolor, pero en calidad de oficial superior inmediato de su hijo, y de persona que lo ha conocido y admirado, quiero hacerle llegar mis más sinceras condolencias por su tremenda pérdida.
Deseo también informarle acerca de la valiente actitud que demostró su hijo, con la esperanza de que pueda darle algún consuelo saber que vivió y murió como un caballero y un soldado. El día anterior a su muerte, comandaba un grupo de hombres a quienes se les había encomendado una tarea de reconocimiento de importancia vital. Esa noche él decidió dirigir a sus hombres en una misión fundamental para localizar al enemigo. Le complacerá saber que gracias al excelente liderazgo de su hijo y el buen trabajo de los hombres a su cargo, logramos nuestro objetivo.
Los hombres que acompañaban a su hijo me han informado de que entre las tres y las cuatro de la mañana del 12 de octubre, mientras regresaban al Cuartel General, los sorprendió la repentina muerte del soldado David Hartford. La esquirla de un proyectil cayó sobre él matándolo instantáneamente. Nuestro único consuelo es que no sintió ningún dolor.
Fue sepultado al amanecer en el sector norte del pueblo de Passchendaele, un nombre, lord Ashbury, que será largamente recordado en la historia de las fuerzas armadas británicas. El lugar de su última morada fue escenario de una de las más gloriosas victorias de nuestro país. En la 4ª División de Essex lo echaremos de menos terriblemente.
Si hay algo que pueda hacer por usted, por favor, no dude en decírmelo.
Sinceramente suyo.
Teniente Coronel Lloyd Auden Thomas
La fotografía
Es una hermosa mañana de marzo. Los claveles bajo mi ventana han florecido, inundando la habitación de su aroma dulce y embriagador. Si me inclino hacia el alféizar y miro hacia el parterre, puedo ver los pétalos superiores, que brillan bajo el sol. A continuación se abrirán las flores del melocotonero, y luego el jazmín. Todos los años sucede lo mismo, y así continuará en los años venideros. Mucho después de que yo ya no esté aquí para disfrutarlas. Serán eternamente frescas, eternamente esperanzadoras, siempre inocentes.
He estado pensando en mi madre. En la fotografía del álbum de recuerdos de lady Violet. Porque la vi, ¿sabes? Unos meses después de que Hannah la mencionara por primera vez, ese día de verano junto a la fuente.
Era el mes de septiembre de 1916. El señor Frederick había heredado la propiedad de su padre. Lady Violet, en una impecable demostración de etiqueta, según dijo Myra, había desalojado Riverton para fijar su residencia en su casa del centro de Londres, y las chicas Hartford habían sido enviadas por tiempo indefinido para ayudarla a establecerse en su nuevo hogar.
En aquella época los sirvientes éramos un equipo minúsculo: Myra estaba más ocupada que nunca en el pueblo, y Alfred, cuyo permiso había esperado expectante, finalmente no regresó. En aquel momento aquello nos confundió. Sabíamos que había vuelto a Gran Bretaña, sus cartas aseguraban que no estaba herido, pero sin embargo esos días los pasó en un hospital militar. Incluso el señor Hamilton estaba desconcertado. Dedicó mucho tiempo a pensar en el asunto, sentado frente a su escritorio, analizando la carta de Alfred, hasta que una noche salió de allí, se frotó los ojos por debajo de las gafas e hizo su declaración. La única explicación era que Alfred estaba involucrado en una misión secreta de la que no podía hablar. Parecía un argumento razonable. ¿Qué otra cosa podía explicar que un hospital alojara a un hombre que no estaba herido?
Y de ese modo el tema se dio por zanjado. No se habló mucho más al respecto y a principios del otoño de 1916, cuando afuera las hojas caían y el suelo comenzaba a endurecerse para afrontar el frío que se avecinaba, me encontré a solas en el salón de Riverton.
Había limpiado la chimenea, había vuelto a encender el fuego y estaba terminando de quitar el polvo. Había pasado el trapo por la tapa del escritorio, había repasado los bordes y había lustrado los herrajes de los cajones hasta verlos brillar. Eran las tareas rutinarias que se realizaban un día sí y otro no, con la regularidad del día que sucede a la noche, y aquella mañana no fue la excepción. Sin embargo, cuando mis dedos llegaron al cajón superior se rezagaron, deteniéndose en seco. Como si hubieran vislumbrado antes que yo el propósito furtivo que revoloteaba en mi pensamiento, se negaron a seguir con la limpieza.
Me senté un momento, desconcertada, incapaz de moverme. Entonces percibí los sonidos que me rodeaban. El viento arrastrando las hojas que chocaban contra las ventanas. El reloj sobre la chimenea marcando persistentemente los segundos. Mi respiración, acelerada por la expectativa.
Mis dedos, indefensos, temblaban. Suavemente, empecé a abrir el cajón.
Sólo entonces comprendí lo que me proponía hacer. Actuaba con lentitud, cuidadosamente, y al mismo tiempo observaba mis movimientos.
El cajón se desplazó hasta la mitad de sus guías, y al inclinarse su contenido se deslizó hacia adelante.
Me detuve. Escuché. Comprobé con alivio que seguía estando sola. Entonces miré en su interior.
Allí, debajo de un juego de plumas y un par de guantes estaba el álbum de recuerdos de lady Violet.
No tenía tiempo que perder. El cajón acusador estaba abierto, los latidos de mi corazón retumbaban en mis oídos. Saqué el álbum y lo apoyé en el suelo.
Pasé las páginas con fotografías, invitaciones, menús, anotaciones, observando las fechas: 1896, 1897, 1898…
Allí estaba: la fotografía de los habitantes de Riverton tomada en 1899. La imagen era similar; las proporciones, diferentes. Dos largas filas de sirvientes mirando al frente complementaban la primera fila, formada por los miembros de la familia: lord y lady Ashbury, el mayor con su uniforme, el señor Frederick —mucho más joven y menos ajado—, Jemina, y una mujer desconocida que supuse sería Penelope, la difunta esposa del señor Frederick. Ambas damas lucían el vientre abultado. Comprendí que uno de esos bultos era Hannah; el otro, el desdichado niño que un día moriría desangrado. Un niño solitario estaba en el extremo de la fila, junto a Nanny (que ya entonces era anciana). Un niño pequeño y rubio: David. Lleno de vida y de luz, felizmente inconsciente de lo que el futuro le deparaba.
Dejé que la mirada se dirigiera hacia las filas del personal de servicio. El señor Hamilton, la señora Townsend, Myra…
Contuve el aliento. Observé la mirada de una joven criada. No me equivocaba. No porque se pareciera a mi madre, sino porque, por el contrario, se parecía a mí. El cabello y los ojos eran más oscuros, pero la similitud era asombrosa. El mismo cuello largo, el mentón con un hoyuelo, las cejas curvadas que sugerían un estado de permanente reflexión.
Sin embargo, lo más sorprendente, mucho más que nuestro parecido, era que mi madre sonreía. Pero no con una sonrisa alborozada o formal. Era más sutil, apenas un gesto trémulo, que alguien que no la conociera podría interpretar como un simple efecto de la luz. Pero yo sabía descifrarla. Mi madre sonreía para sus adentros. Como quien tiene un secreto.
Te pido disculpas por la interrupción, Marcus, pero he tenido una visita inesperada. Estaba aquí sentada, admirando los claveles, hablándote sobre mi madre, cuando llamaron a la puerta. Supuse que sería Sylvia, que venía a hablarme sobre su amigo, o a quejarse por alguno de los otros residentes, pero en cambio era Ursula, la cineasta. Seguramente ya te he hablado de ella.
—Espero no molestarla —declaró Ursula.
—No —respondí, dejando mi
walkman
.
—No voy a quitarle mucho tiempo. Estaba por el vecindario y me pareció mal volver a Londres sin pasar a verla.
—Ha estado en la casa.
Ella asintió.
—Hemos estado rodando una escena en los jardines, la luz era magnífica.
Le pregunté de qué escena se trataba, sentía curiosidad por saber qué parte de la historia habían reconstruido.
—Era una escena romántica, un cortejo, en realidad, una de mis favoritas —afirmó sonrojándose y meneó la cabeza haciendo que su flequillo cayera como un telón—. Sé que es una tontería. Yo escribí el guión, sabía que las palabras eran simples letras negras sobre papel blanco, garabatos que corregí cientos de veces, pero aun así me conmovió escucharlas de boca de los actores.
—Es una romántica —señalé.
—Supongo que sí —confesó, inclinando la cabeza—. Es ridículo, ¿verdad? No conocí al verdadero Robbie Hunter. Creé una semblanza de él a partir de su poesía, de lo que otros han escrito sobre su persona. Sin embargo, descubro… —en este punto Ursula se interrumpió y levantó las cejas, el gesto parecía indicar que reprobaba su propia actitud— que estoy enamorada de un personaje que yo misma he inventado.
—¿Y cómo es su Robbie?
—Apasionado, creativo, leal —explicó mientras reflexionaba apoyando el mentón en la mano—. Pero creo que lo más admirable es su esperanza. Esa esperanza crispada. La gente dice que era un poeta de la desilusión, pero yo no lo creo. Siempre he encontrado algo positivo en sus poemas. El modo en que era capaz de encontrar la esperanza en medio de los horrores. —Ursula meneó la cabeza, entrecerrando los ojos con empatía—. Tiene que haber sido imposible expresarlo con palabras. Un joven sensible en medio de un conflicto tan devastador. Es un milagro que algunos de ellos pudieran reanudar su vida, volver al lugar de partida, amar otra vez.
—Una vez fui amada por un hombre así —confesé—, que también fue a la guerra, y con quien me escribía. A través de sus cartas comprendí lo que sentía por él. Y lo que él sentía por mí.
—¿Había cambiado cuando regresó?
—Oh, sí —reconocí suavemente—. Nadie regresó igual a como se había ido.
—¿Cuándo murió su esposo?
Tardé un momento en comprender a qué se refería.
—Oh, no —aclaré—, no era mi esposo, Alfred y yo nunca nos casamos.
—Lo siento, pensé…
Ursula fue hacia la fotografía de boda que estaba en mi tocador.
—Ese no es Alfred, es John, el padre de Ruth. Él sí fue mi marido. Aunque Dios sabe que cometimos un error al casarnos.
Ursula enarcó las cejas como interrogándome.
—John era un excelente bailarín de vals, y un magnífico amante, pero no un buen esposo. Diría que yo tampoco fui una buena esposa. Nunca tuve interés en casarme, no estaba en absoluto preparada para hacerlo.
Ursula se puso de pie y cogió la fotografía. Pasó el índice distraídamente por la parte superior.
—Era muy apuesto.
—Sí. Ese era su atractivo, supongo.
—¿También él era arqueólogo?
—No, por Dios, John era funcionario.
Ursula dejó la fotografía en su lugar y me miró.
—Creí que se habían conocido en el trabajo, o en la universidad.
Negué con la cabeza. En 1938, cuando nos conocimos, si alguien hubiera sugerido que algún día yo iría a la universidad y me convertiría en arqueóloga habría llamado a un loquero. Trabajaba en un restaurante, el Lyons' Corner House, en el Strand, donde servía incontables platos de pescado frito a incontables clientes. La señora Havers regentaba el lugar, y le gustó la idea de contratar a una mujer. Solía decir a quien quisiera oírla que nadie sabía pulir los cubiertos tan bien como las jóvenes que provenían del servicio doméstico.
—John y yo nos conocimos por casualidad, en un salón de baile.
Yo había aceptado, a regañadientes, acompañar a ese lugar a una chica del trabajo, otra camarera: Nancy Everidge, un nombre que jamás he olvidado. Es extraño, ella no significaba nada para mí. Sólo era una persona con la que trabajaba, la evitaba siempre que podía, aunque no era fácil. Era una de esas mujeres que no dejan a nadie en paz. Una entrometida. Tenía que saberlo todo sobre la vida de los demás. No podía quedarse al margen. Seguramente creía que yo no era muy sociable —porque no me juntaba con las otras chicas los lunes por la mañana, cuando comentaban su fin de semana—, y comenzó a invitarme para que fuera con ella a bailar. No se dio por vencida hasta que acepté ir con ella al Marshall's Club un viernes por la noche.
Suspiré.
—La chica con la que yo había quedado no apareció.
—¿Y John? —preguntó Ursula.
—Sí —dije, recordando el ambiente viciado de humo, el banco en el rincón donde me senté a disgusto, mientras miraba a la muchedumbre tratando de encontrar a Nancy. Cuando volvimos a vernos me dio un montón de excusas y disculpas, pero ya era demasiado tarde. Lo hecho, hecho estaba. En lugar de encontrarme con ella, encontré a John.
—Y se enamoró.
—Quedé embarazada.
La boca de Ursula dibujó una «o» que indicaba que había comprendido.
—Me di cuenta cuatro meses después de nuestro encuentro. Nos casamos al mes siguiente. Así se hacían las cosas en aquella época —expliqué, cambiando de posición para apoyar las vértebras lumbares en una almohada—. Por suerte para nosotros, la guerra intervino y nos libró de la farsa.
—¿Él fue a la guerra?