Read La casa de Riverton Online
Authors: Kate Morton
—Supongo que sí —dijo Hannah—. ¿Qué importancia tiene?
De un salto, Emmeline se puso de pie y puso los ojos en blanco.
—Una gran importancia —afirmó. Entonces dejó su vaso en la mesa y volvió a subir al borde de la fuente—. La honorable Emmeline Hartford, de la mansión Riverton. Suena bien, ¿no crees?
Emmeline giró para hacer una reverencia a su reflejo en el agua. Parpadeó y tendió su mano.
—Encantada de conocerlo, apuesto caballero. Soy la Honorable Emmeline Hartford.
Luego rió, divertida con su propia ocurrencia, y comenzó a caminar por el borde de azulejos, con los brazos extendidos para equilibrarse, al tiempo que repetía su fórmula de presentación entre nuevas carcajadas.
Hannah la miró un momento, perpleja.
—¿Tienes hermanas, Grace?
—No, señorita. Tampoco hermanos.
—¿En serio? —preguntó, como si jamás hubiera considerado que fuera posible vivir sin hermanos.
—No he sido demasiado afortunada, señorita. Somos sólo mi madre y yo.
Ella me miró, entrecerrando los ojos ante la luz del sol.
—Tu madre. ¿Ella trabajó en esta casa?
Más que una pregunta, era una afirmación.
—Sí, señorita. Hasta que yo nací, señorita.
—Te pareces mucho a ella. Me refiero a tu aspecto físico.
Sus palabras me desconcertaron.
—¿Perdón, señorita?
—La vi en el álbum de recuerdos de la abuela. En una de esas fotografías de todos los inquilinos de la casa, tomada el siglo pasado.
Sin duda Hannah percibió mi confusión, porque se apresuró a decir:
—No estaba buscando esa fotografía, Grace. Trataba de encontrar un retrato de mi propia madre, cuando inesperadamente apareció. Me impresionó el parecido que tiene contigo. El mismo rostro hermoso, los mismos ojos bondadosos.
Yo nunca había visto una foto de mi madre en su juventud. La descripción de Hannah era tan diferente de la madre que yo conocía, que me asaltó un repentino e irrefrenable anhelo de verla por mí misma. Sabía dónde estaba guardado el álbum de recuerdos de lady Ashbury: en el cajón de la izquierda de su escritorio. Y desde que Myra trabajaba fuera de la casa, habían sido muchas las ocasiones en que me había quedado a solas mientras limpiaba la sala. Si me aseguraba de que los demás estuvieran ocupados en otro lugar y actuaba con rapidez, seguramente no sería difícil echar un vistazo. Pero me pregunté si me atrevería a hacerlo.
—¿Por qué no regresó a Riverton después de tu nacimiento?
—No era posible, señorita. No podía regresar con un bebé.
—Estoy segura de que la abuela ya había admitido madres con hijos entre el servicio —declaró, y sonrió—. Imagínate, podríamos habernos conocido cuando éramos niñas. —Hannah frunció ligeramente el ceño y miró el agua de la fuente—. Tal vez no era feliz aquí y no deseaba regresar.
—No lo sé, señorita —repuse, inexplicablemente molesta por tener que hablar sobre mi madre con Hannah—. Ella no habla nunca de ese tema.
—¿Está sirviendo en otra casa?
—Ahora hace trabajos de costura, señorita. En el pueblo.
—¿Trabaja para sí misma?
—Sí, señorita —confirmé, aunque nunca lo había visto de esa manera.
Hannah asintió.
—Eso debe de proporcionar cierta satisfacción.
La miré. No sabía si estaba bromeando. No obstante, su expresión era seria, reflexiva.
—No lo sé, señorita —contesté, vacilante—. Voy a verla esta tarde. Si lo desea puedo preguntárselo.
Los ojos de Hannah adquirieron un aspecto nebuloso, como si sus pensamientos estuvieran muy lejos. Cuando me miró, las sombras se disiparon.
—No, no tiene importancia. ¿Has recibido noticias de Alfred? —me preguntó, rozando con el dedo el borde de la carta de David, que seguía guardada en su enagua.
—Sí, señorita —contesté, feliz de poder cambiar de tema. Alfred era terreno seguro. Formaba parte del universo de la casa—. Recibí una carta la semana pasada. Le darán permiso en septiembre y vendrá a vernos. Es decir, espero que así sea.
—Septiembre. No falta mucho. Seguramente te alegrará la idea de verlo.
—Sí, señorita. Sin duda.
Hannah me dirigió una sonrisa cómplice y me ruboricé.
—Lo que quiero decir, señorita, es que todos sus compañeros nos alegraremos de verlo.
—Por supuesto, Alfred es un muchacho encantador.
Mis mejillas se tiñeron de rojo, porque Hannah había adivinado.
Si bien seguían llegando cartas de Alfred para todo el servicio, cada vez más a menudo venían dirigidas sólo a mí. También el contenido había variado. Los temas relativos a la guerra eran reemplazados por chismes acerca de la casa y otras cosas, secretas: lo mucho que me echaba de menos, cuánto me necesitaba, el futuro… De pronto parpadeé y pregunté:
—¿Y el amo David, señorita? ¿Regresará pronto?
—No dice nada —declaró. Entonces pasó su mano sobre la superficie tallada de su relicario, echó un vistazo a Emmeline y bajó la voz—. A veces creo que nunca volverá.
—Oh, no, señorita —me apresuré a decir—. No debe pensar así. Estoy segura de que no ocurrirá nada…
Su risa me desconcertó.
—No me refiero a eso, Grace. Lo que quiero decir es que, ahora que ha logrado escapar, no creo que desee volver al redil. Con nosotros. Se quedará en Londres, estudiará piano y se convertirá en un gran músico. Tendrá una vida llena de romanticismo, de emoción, de aventura, como los juegos que solíamos jugar… —Señaló echando un vistazo a la casa y su sonrisa se desvaneció. Después suspiró largamente—. A veces…
Esas palabras quedaron flotando entre nosotras, aletargadas, pesadas, rotundas. Esperé la conclusión de la frase, que no llegó. No se me ocurría nada que decir, de modo que actué como mejor sabía: guardé silencio y rellené su vaso con la limonada restante. Entonces ella me miró y me ofreció su vaso.
—Grace, toma.
—Oh, no, señorita. Gracias, señorita. Estoy bien.
—No es cierto. Tus mejillas están casi tan rojas como las de Emmeline. Ten —ofreció y me pasó su vaso.
Miré a Emmeline, que del otro lado de la fuente arrojaba madreselvas rosadas y amarillas para que flotaran en el agua.
—De verdad, señorita, yo…
—Grace, hace calor. Insisto —apremió, con tono severo.
Suspiré y cogí el vaso. Estaba frío, tentadoramente frío. Lo acerqué a los labios y bebí apenas un sorbo cuando a mis espaldas se oyó una exclamación. Hannah y yo nos volvimos para ver de qué se trataba. Miré hacia arriba, entrecerrando los ojos. El sol había comenzado a deslizarse hacia el oeste y el aire era pesado.
Emmeline había trepado hasta la mitad de la estatua y estaba agazapada en una cornisa junto a Ícaro. Se había soltado la melena rubia, colocándose un ramillete de clemátides blancas detrás de la oreja. El borde mojado de su enagua se había pegado a sus piernas.
En la cálida y blanca luz del mediodía, Emmeline parecía formar parte de la escultura, como una ninfa acuática más que hubiese cobrado vida. Nos hizo señas y le dijo a Hannah:
—Ven, sube, desde aquí se ve todo el camino hacia el lago.
—Ya lo he visto —respondió Hannah—. Fui yo quien te lo mostré, ¿recuerdas?
Un zumbido atronó en el cielo. Era un aeroplano que volaba sobre nosotras. No reconocí el modelo. Alfred lo habría sabido.
Hannah lo siguió con la vista hasta que desapareció, perdido en un punto diminuto, en el resplandor del sol. Continuó observando el cielo vacío, el sol que no dejaba de brillar, que no se preocupaba por la guerra que arrasaba el continente vecino. De pronto se puso de pie, y con paso decidido se dirigió al banco del jardín donde había dejado su ropa. Cuando cogió su vestido negro, dejé la limonada y me acerqué a ayudarla.
—¿Qué haces? —le preguntó Emmeline.
—Me visto.
—¿Por qué?
—Hay algo que debo hacer en casa. —Hannah hizo una pausa y se arregló el corsé—. Una tarea de la señorita Prince, verbos en francés.
—¿Desde cuándo? Estamos de vacaciones —observó Emmeline frunciendo la nariz.
—Le pedí que me dejara deberes.
—No lo hiciste.
—Lo hice.
—Bien, entonces yo también voy —declaró Emmeline sin moverse de su lugar.
—Muy bien —repuso fríamente Hannah—. Si te aburres, probablemente lord Gifford todavía esté en casa para hacerte compañía —agregó y se sentó a atarse los cordones de sus botas.
—Venga —insistió Emmeline, enfurruñada—, dime de qué se trata. Sabes que puedo guardar un secreto.
—Gracias a Dios —exclamó Hannah—. No me gustaría que nadie supiera que estoy practicando los verbos en francés.
Emmeline se sentó, observó a Hannah y comenzó a golpetear con sus piernas una de las alas de mármol de la estatua.
—
¿Me juras
que eso es lo que harás? —preguntó inclinando la cabeza.
—Lo
juro
. Voy a casa a hacer unas traducciones —aseguró y me dirigió una mirada furtiva. Entonces comprendí que había dicho una verdad a medias. Iba a traducir, pero no escribiría en francés sino en taquigrafía. Miré al suelo, desproporcionadamente feliz en mi papel de cómplice.
Emmeline agotó sus últimos recursos. Meneó lentamente la cabeza y entrecerró los ojos.
—Mentir es pecado mortal, lo sabes.
—Sí, niña piadosa —respondió Hannah, riendo.
Emmeline cruzó los brazos.
—Bien, sigue guardando tus tontos secretos. No me importa.
—Me alegra que lo entiendas. Gracias por la limonada, Grace.
Hannah me sonrió, le correspondí y luego ella se alejó hacia el Camino Largo.
—Lo descubriré, lo sabes —gritó Emmeline—. Siempre lo hago.
No hubo respuesta. Emmeline resopló y cuando me volví para mirarla vi que las flores blancas que habían decorado su cabello estaban desparramadas sobre las piedras.
—¿Ese vaso de limonada es para mí? —preguntó, mirándome con disgusto—. Estoy sedienta.
Esa tarde la visita a mi madre fue breve y, salvo por un detalle, no habría sido digna de recordar.
Habitualmente, mi madre y yo nos sentábamos en la cocina. Era el lugar donde había mejor luz para coser y donde solíamos pasar la mayor parte del tiempo antes de que yo comenzara a trabajar en Riverton. Sin embargo, ese día, cuando me recibió en la entrada, me llevó a la pequeña sala de estar contigua a la cocina. Sorprendida, me pregunté si no tendría otro invitado, porque raramente utilizaba esa habitación, que reservaba para las visitas importantes, como el doctor Arthur o el pastor de la iglesia. Me senté en una mesa junto a la ventana y esperé a que trajera el té.
Mi madre se había esforzado para que la sala luciera de la mejor manera posible, como advertí por algunos detalles. En la mesa que estaba junto a la pared había un jarrón que había pertenecido a mi abuela, de porcelana blanca con tulipanes pintados en el frente, conteniendo orgulloso un puñado de margaritas mustias. Y el almohadón que solía enrollar para usar detrás de la espalda mientras trabajaba estaba mullido y cuidadosamente colocado en medio del sofá. Como un astuto impostor, sentado allí todo orondo, contemplando el mundo como si su única función fuera decorativa.
Aunque la sala estaba particularmente limpia —años de servicio doméstico le habían permitido a mi madre lograr niveles de excelencia— no la recordaba tan pequeña y fea. Las paredes amarillas, que alguna vez tuvieron un aspecto alegre, se veían descoloridas, y combadas hacia dentro, como si únicamente la presencia del viejo sofá y las sillas las salvaran del derrumbe. Los cuadros, marinas que habían inspirado muchas de mis fantasías infantiles, habían perdido su magia, y me parecían deslucidos y mal enmarcados.
Mi madre trajo el té y se sentó frente a mí. La observé mientras lo servía. Sólo había dos tazas, es decir, que no habría otros invitados. El arreglo de la habitación, las flores, el almohadón mullido…, eran para mí.
Tomé la taza que me ofrecía y advertí que estaba mellada en el borde. Era una falla diminuta, pero el señor Hamilton jamás la habría tolerado. En Riverton no se admitían tazas desportilladas, ni siquiera para la servidumbre.
Mi madre sostuvo su taza con las dos manos y vi que sus dedos se montaban uno sobre el otro. En esas condiciones, no entendía cómo podía coser. Me preguntaba desde cuándo estaría tan mal y cómo se ganaba la vida. Todas las semanas yo le enviaba una parte de mi sueldo, pero seguramente no era suficiente. Abordé cautelosamente el tema.
—No es asunto tuyo —respondió—. Me las apaño.
—Pero, madre, deberías habérmelo dicho. Puedo enviarte más dinero. No tengo en qué gastarlo.
Su rostro demacrado oscilaba entre la actitud defensiva y la derrota. Por fin, suspiró.
—Eres una buena chica, Grace. Estás cumpliendo con tu deber. No tienes que preocuparte por la mala fortuna de tu madre.
—Por supuesto que sí.
—Sólo te pido que te asegures de no cometer los mismos errores.
Me armé de valor, y me atreví a preguntar suavemente:
—¿Qué errores, madre?
Ella miró hacia otro lado. Yo esperé, con el corazón trémulo, mientras ella se mordía el agrietado labio inferior. Me preguntaba si por fin me confiaría los secretos que desde siempre habían estado silenciosamente presentes entre nosotras.
—Shhh —fue todo lo que dijo, mirándome a la cara, como si diera un portazo que cerraba la posibilidad de acceder al tema. Luego irguió el mentón y me preguntó, como de costumbre, por la casa y la familia.
¿Qué esperaba? ¿Un cambio repentino, absolutamente singular, en los hábitos de mi madre? ¿Una confesión de sus desgracias pasadas que explicara su aspereza, que nos permitiera tener la comprensión mutua que nunca habíamos logrado?
Tal vez sí. Ya sabes, era joven. Esa es mi única excusa.
Pero ésta es una historia real, no una ficción, y por lo tanto no debe sorprenderte que aquello que yo esperaba no se hiciera realidad. En cambio, tragué el amargo bocado de la desilusión y le hablé de las muertes, sin que pudiera evitar el tono petulante de mi voz mientras relataba las recientes desgracias de la familia. Primero el mayor; el rostro sombrío con que el señor Hamilton había recibido el telegrama ribeteado en negro; los dedos de Jemina, tan temblorosos que no le permitían abrirlo; y luego lord Ashbury, apenas unos días más tarde.
Mi madre meneó lentamente la cabeza, un gesto que destacaba su cuello delgado, y dejó su taza de té.
—Eso he oído decir, aunque no sabía en qué medida los chismes eran ciertos. Sabes tan bien como yo cuánto le gusta cotillear a la gente de este pueblo.