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Authors: Anthony Horowitz

La casa de la seda (4 page)

BOOK: La casa de la seda
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»James Devoy había visto lo que estaba pasando y estaba desesperado por lo que pudiera ocurrir. Debió de suponer que los ladrones no estaban allí por las obras de Constable. Después de todo, poca gente conocía su existencia, e incluso si hubieran tenido la inteligencia o la educación como para reconocer el trabajo de un maestro, no hubiera habido nadie a quien le pudieran vender los cuadros. Con todos los pasajeros encogidos alrededor, Devoy dejó su sitio y bajó del tren con la pretensión de negociar con la banda. Por lo menos, esa creo que fue su intención. Antes de que pudiera decir una palabra, Rourke O'Donaghue se dio la vuelta y le acribilló a balazos. A Devoy le dispararon tres veces en el pecho y murió en un charco de su propia sangre.

»Dentro del vagón del correo, el guardia de seguridad había oído los disparos y me imagino el miedo que pasó cuando oyó a los miembros de la banda al otro lado de la puerta. ¿La habría abierto si se lo hubieran pedido? Nunca lo sabremos. Un momento después, una gran explosión desgarró el aire y voló la pared del vagón por completo. El guardia murió al instante. La caja fuerte con el dinero quedó desprotegida.

»Una segunda carga más pequeña bastó para abrirla y en ese momento la banda descubrió que les habían informado mal. Solo habían enviado dos mil dólares al banco Massachusetts First National, quizás una fortuna para estos vagabundos, pero considerablemente menos de lo que habían supuesto y esperado. Incluso así, arramblaron con los billetes con vítores y gritos de entusiasmo, sin preocuparse por dejar dos hombres muertos detrás, e inconscientes de que habían destruido por completo cuatro lienzos que por sí solos valían veinte veces más que lo que habían conseguido de botín. Estas obras y las otras han sido y son una pérdida incalculable para el mundo de la cultura británica. Incluso ahora tengo que recordarme a mí mismo que un hombre joven y diligente murió ese día, pero mentiría si no le dijera que, aunque me avergüence reconocerlo, lloro la pérdida de esos cuadros tanto como la de él.

»Mi amigo Finch y yo escuchamos las noticias horrorizados. Al principio nos hicieron creer que las pinturas habían sido robadas y preferiría que eso fuera lo que hubiera pasado, porque por lo menos los cuadros habrían sido valorados por alguien y siempre quedaría la esperanza de que se pudieran recuperar. Pero esa desgraciada coincidencia, ¡tanta violencia sin sentido para obtener un puñado de billetes! Nos arrepentimos amargamente de la ruta que habíamos escogido y nos culpamos por lo que había pasado. También había que tener en cuenta el dinero. El señor Stillman había dejado una señal considerable por los cuadros, pero en el contrato se especificaba que nosotros éramos responsables hasta que le fueran entregados en mano. Afortunadamente, estábamos asegurados con Lloyd's de Londres. Si no, estaríamos acabados, pues no habríamos tenido más remedio que devolver el dinero. También estaba la cuestión de la familia de James Devoy. Me enteré de que tenía una esposa y un niño. Alguien se tendría que hacer cargo de ellos.

»Por esas razones decidí viajar a América y partí de Inglaterra inmediatamente para desembarcar en Nueva York. Conocí a la señora Devoy y le prometí que recibiría algún tipo de compensación. Su hijo tenía nueve años y es difícil imaginar una criatura más dulce y agraciada. Después viajé a Boston y, de ahí, a Providence, donde Cornelius Stillman había construido su residencia de verano. Tengo que reconocer que incluso las muchas horas que había pasado a su lado no me habían preparado para el espectáculo con que se encontraron mis ojos. Shepherd's Point era gigantesco, construido imitando un château francés por el famoso arquitecto Richard Morris Hunt. Solo los jardines tenían una extensión de treinta acres, y en el interior se desplegaba una opulencia más allá de lo que me hubiera podido imaginar. El propio Stillman insistió en enseñármelo, y es un recorrido que jamás olvidaré. La magnífica escalinata de madera que dominaba el gran recibidor, la biblioteca con sus más de cinco mil libros, el tablero de ajedrez que una vez perteneció a Federico el Grande, la capilla con el viejo órgano que Purcell había tocado una vez... Para cuando llegamos al sótano con la piscina y la pista de bolos, ya estaba cansado. ¡Y el arte! Me fijé en obras de Tiziano, Rembrandt y Velázquez..., y eso antes de llegar al salón. Y fue mientras estaba pensando en toda su riqueza, en la fortuna sin límites a la que mi anfitrión era capaz de acceder, cuando se me ocurrió una idea.

»Mientras cenábamos esa noche —estábamos sentados en una gran mesa medieval y la cena era servida por criados negros vestidos a la manera que se podría denominar colonial—, saqué el tema de la señora Devoy y su hijo. Stillman me aseguró que, aunque ni siquiera vivían en Boston, avisaría a los prohombres de la ciudad para que les tomaran bajo su cuidado. Estimulado, seguí con el asunto de la Banda de la Gorra y le pregunté si había alguna manera en la que él pudiera colaborar con la justicia, dado que la policía de Boston había fracasado rotundamente sin avanzar en el caso. ¿Acaso no sería posible, sugerí, ofrecer una recompensa considerable a cambio de información sobre su paradero y, al mismo tiempo, contratar a un detective privado para que los detuviera por nuestra cuenta? De esta manera vengaríamos la muerte de James Devoy y, a su vez, ese sería su castigo por la pérdida de los paisajes de Constable.

»Stillman aceptó mi idea con entusiasmo. "Tiene razón, Carstairs", exclamó golpeando el puño contra la mesa. "Eso es exactamente lo que haremos. ¡Les enseñaré a esos delincuentes que fue un mal día aquel en el que intentaron estafar a Cornelius T. Stillman!". Esa no era la manera en la que hablaba normalmente, pero entre los dos nos habíamos acabado una botella de un clarete especialmente bueno, habíamos pasado al oporto, y se encontraba más relajado que de costumbre. Incluso insistió en financiar los detectives y la recompensa él solo, aunque me había ofrecido a hacer una contribución. Nos dimos la mano para sellar el acuerdo y me sugirió que me quedara en su casa hasta que los planes se hubieran puesto en marcha, una invitación que acepté con satisfacción. El arte había sido mi vida, como marchante y como coleccionista, y en la residencia de verano de Stillman había suficiente como para mantenerme embelesado durante meses.

»Pero en realidad los acontecimientos se sucedieron más velozmente. El señor Stillman llamó a Pinkerton y contrató a un hombre llamado Bill McParland. Yo ni siquiera le conocí. Stillman era el tipo de persona que debe hacer todo a su manera y a solas. Pero averigüé bastante de la reputación de McParland como para saber que era un formidable investigador privado que no cejaría en su empeño hasta tener a la Banda de la Gorra en sus manos. Al mismo tiempo, en el
Boston Daily Advertiser
pusieron anuncios ofreciendo una recompensa de cien dólares —suma considerable— por cualquier información que pudiera conducir a la detención de Keelan y Rourke O'Donaghue y todos sus asociados. Me alegré al ver que el señor Stillman había incluido mi nombre junto con el suyo en el anuncio, a pesar de que el dinero lo había puesto todo él.

»Pasé las siguientes semanas entre Shepherd's Point y Boston, una ciudad bonita que crece rápidamente. Volví a Nueva York unas cuantas veces y aproveché la oportunidad de pasar varias horas en el Museo de Arte Metropolitano, un edificio sin un gran diseño, pero que contiene una colección soberbia. También visité a la señora Devoy y a su hijo. Mientras estaba en Nueva York, recibí un telegrama de Stillman, en el que me instaba a volver. Tamaña recompensa había logrado su objetivo. A McParland le habían dado una pista. La red se cernía sobre la Banda de la Gorra.

»Volví inmediatamente y me alojé en un hotel de School Street. Y fue allí, esa misma tarde, cuando me enteré por boca de Stillman de lo que había ocurrido.

»El soplo se lo había dado el propietario de una cantina, que es como los americanos llaman a una taberna, en el South End, un barrio poco recomendable de Boston que albergaba una gran cantidad de inmigrantes irlandeses. Los gemelos O'Donaghue estaban escondidos en una especie de corrala pequeña cerca del río Charles, un edificio oscuro y sórdido de tres pisos con docenas de habitaciones arracimadas, sin pasillos y con solo un retrete por planta. Los desechos inundaban las galerías, y solo mantenían a raya el hedor quemando carbón en cientos de minúsculas estufas. Ese agujero del infierno estaba lleno de bebés berreando, borrachos y mujeres medio locas mascullando, pero después se había añadido a la parte trasera del edificio una basta construcción, hecha principalmente con vigas de madera y unos cuantos ladrillos apilados, y los gemelos habían conseguido apropiársela. Keelan tenía una habitación para él solo. Rourke compartía otra con dos de sus hombres. La tercera habitación era para el resto de la banda.

»Ya se habían gastado el dinero que habían robado en el tren, derrochándolo en bebida y apuestas. Mientras el sol se ponía, se acurrucaron alrededor de la estufa, bebiendo ginebra y jugando a las cartas. Nadie montaba guardia. Ninguna de las familias se hubiera atrevido a delatarles y estaban convencidos de que la policía de Boston ya había perdido el interés por los dos mil dólares robados, así que no se dieron cuenta de que McParland se acercaba a la casucha, acompañado de una docena de hombres armados.

»Los agentes de Pinkerton tenían instrucciones de capturarles vivos, pues Stillman tenía la esperanza de llevarles a un juzgado; además había demasiada gente inocente en los alrededores, lo que convertía un tiroteo en algo que tenía que ser evitado dentro de lo posible. Cuando sus hombres se colocaron en posición, McParland cogió el megáfono que llevaba y dio un aviso. Pero si había esperado que la Banda de la Gorra se rindiera discretamente, se desengañó un instante después cuando escuchó la descarga de tiros. Los gemelos habían permitido que los sorprendieran, pero no se iban a rendir sin luchar, y una cascada de plomo se derramó por la calle; disparaban no solo por las ventanas, sino también por agujeros hechos en la pared con ese fin. Dos de los hombres de Pinkerton cayeron muertos por los disparos, y el propio McParland resultó herido, pero los demás se los devolvieron, vaciando sus pistolas de seis cartuchos directamente en la construcción. Es imposible imaginarse lo que debió de ser ver cientos de balas despedazar la endeble madera. No había cobijo. No había ningún lugar donde esconderse.

»Cuando todo acabó, encontraron a cinco hombres tendidos en el interior lleno de humo, con los cuerpos desbarrados por los disparos. Uno de ellos había huido. Al principio parecía imposible, pero el informador de McParland le había asegurado que la banda al completo estaría reunida en ese lugar, y durante el tiroteo le había parecido que eran seis los hombres que les devolvían los tiros. Examinaron la habitación y resolvieron el misterio. Una de las losetas del suelo estaba suelta. La sacaron y descubrieron un cauce estrecho, un desagüe que iba por debajo del suelo y terminaba en el río. Keelan O'Donaghue había escapado por ahí, aunque le debía de haber resultado muy difícil pasar por una tubería tan estrecha, pues difícilmente hubiera cabido un niño, y ciertamente ninguno de los hombres de Pinkerton deseaba intentarlo. McParland condujo a sus hombres al río, pero ya era noche cerrada y sabía que cualquier búsqueda sería infructuosa. La Banda de la Gorra había sido liquidada, aunque uno de sus cabecillas hubiera escapado.

»Ese fue el desenlace que me contó Stillman en el hotel esa noche, pero no fue de ningún modo el final de la historia.

»Me quedé en Boston otra semana, en parte con la esperanza de que Keelan O'Donaghue pudiera ser encontrado, pues tenía una leve inquietud. De hecho, puede que la tuviera desde el principio, pero solo en ese momento fui consciente de ella. Estaba relacionada con ese maldito anuncio que ya le he mencionado y que llevaba escrito mi nombre. Stillman había hecho público que yo había participado en ofrecer la recompensa y en contratar al grupo que había perseguido a la Banda de la Gorra. En su momento me congratulé, pensando solo en el sentido del deber cívico, y supongo que también en el honor de estar asociado con ese gran hombre. Pero luego me di cuenta de que haber matado a un gemelo y haber dejado al otro vivo podría convertirme en objetivo de su venganza, particularmente en un lugar donde los peores criminales podían contar con el apoyo de tantos amigos y admiradores. A partir de entonces, entraba y salía de mi hotel con nerviosismo. No me aventuraba en los barrios más peligrosos de la ciudad. Y desde luego no salía de noche.

»No atraparon a Keelan O'Donaghue y de hecho se dudaba que hubiera conseguido sobrevivir. Podría haber resultado herido y haber muerto desangrado, como una rata, bajo el suelo. Podría haberse ahogado. La última vez que nos vimos Stillman ciertamente se había convencido a sí mismo de que eso era lo que había sucedido, pero, bueno, era el tipo de hombre al que nunca le gustó admitir el fracaso. Yo había reservado un pasaje de vuelta a Inglaterra en el SS Catalonia, de la compañía Cunard. Sentí no poder despedirme de la señora Devoy y su hijo, pero no tenía tiempo de volver a Nueva York. Dejé el hotel. Y recuerdo que había llegado a la pasarela y estaba a punto de subir al barco, cuando oí las noticias. Lo estaba gritando un vendedor de periódicos y allí aparecía, en primera página.

»A Cornelius Stillman le habían asesinado de un disparo mientras paseaba por la rosaleda de su casa en Providence. Con las manos temblorosas, compré un periódico y leí que el ataque se había producido el día anterior y que un joven con chaqueta de sarga, pañuelo y gorra había sitio visto abandonando la escena del crimen. La cacería ya había empezado y se extendería por toda Nueva Inglaterra, pues esto era el asesinato de un brahmán de Boston y no escatimarían esfuerzos para llevar al culpable frente a la justicia. Según el reportaje, Bill McParland les estaba ayudando, y había una cierta ironía en ello, pues él y Stillman se habían peleado los días anteriores a la muerte de este. Le había pagado solo la mitad de la suma que habían acordado, arguyendo que el trabajo no estaría completo hasta que el último cuerpo fuera encontrado. Bien, ese último cuerpo estaba en pie y caminando, pues no podía haber duda de quién había sido el agresor de Stillman.

»Leí el periódico y embarqué. Fui directamente a mi cabina y permanecí allí hasta las seis de la tarde, cuando atronó la sirena y el Catalonia levantó amarras y salió del puerto. Solo entonces regresé a cubierta a observar cómo Boston desaparecía detrás de mí. Me sentí muy aliviado de alejarme de allí.

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