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Authors: Anthony Horowitz

La casa de la seda

BOOK: La casa de la seda
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En noviembre de 1890, el invierno de Londres no da tregua. Sherlock Holmes y el doctor Watson están tomando el té junto a la chimenea cuando un caballero evidentemente nervioso irrumpe en el 221B de Baker Street. Tras contarle a Holmes una desconcertante historia acerca de un individuo que le ha estado siguiendo las últimas semanas, le suplica que le ayude.

Intrigados por lo que les narra ese hombre, Holmes y Watson se sumergen en una serie de extraños y siniestros eventos, que abarcan desde las calles mal iluminadas de Londres hasta los bulliciosos bajos fondos de Boston. Mientras investigan el caso, se topan con una contraseña susurrada: “La casa de la seda” no es solo un misterio, también el enemigo más peligroso al que Holmes se haya enfrentado jamás; y una conspiración que amenaza con desgarrar el tejido de la sociedad en la que viven…

Anthony Horowitz

La casa de la seda

La nueva novela de Sherlock Holmes

ePUB v1.1

Dermus
20.04.12

A mi viejo amigo Jeffrey S. Joseph

Prefacio

A menudo he reflexionado acerca de la extraña cadena de acontecimientos que me condujo a una prolongada relación con uno de los personajes más singulares y notables de mi época. Si estuviera en un estado de ánimo más filosófico, me podría preguntar hasta qué punto controlamos nuestro propio destino, o si acaso podemos predecir las consecuencias más lejanas de actos que, en su momento, pensamos que carecían de importancia.

Por ejemplo, fue mi primo Arthur quien me recomendó como ayudante de cirujano en el Quinto Regimiento de Fusileros de Northumberland, porque pensó que sería una experiencia que podría resultarme útil, y no podía prever que un mes después sería enviado a Afganistán. En esa época, la contienda que se terminó llamando la Segunda Guerra Angloafgana ni siquiera había empezado. ¿Y qué decir del guerrero ghazi que, con un solo movimiento de su dedo, disparó una bala que se incrustó en mi hombro en la batalla de Maiwand? Novecientas almas británicas e indias murieron aquel día, y no cabe duda que su intención era que yo fuera una de ellas. Pero su puntería fracasó y, aunque estaba muy malherido, me salvó Jack Murray, mi fiel camillero de gran corazón, que consiguió llevarme a cuestas a lo largo de dos millas de territorio enemigo, de vuelta a las líneas británicas.

Murray murió en Kandahar en septiembre de ese año, así que nunca supo que fui dado de baja y enviado a casa, y que después me dediqué varios meses a malgastar mi existencia, por así decirlo, al margen de la sociedad londinense, como pobre homenaje a sus esfuerzos. Al final, estaba considerando seriamente mudarme a las costas del sur, una necesidad forzada por la cruda realidad de la rápida disminución de mis ahorros. Además me habían sugerido que el aire del mar podría ser bueno para mi salud. Una alternativa preferible habría sido ir a una habitación más barata en Londres, y estuve a punto de alojarme con un corredor de bolsa en Euston Road. La entrevista no fue bien e inmediatamente después tomé una decisión. Me iría a Hastings: quizás menos agradable que Brighton, pero a la mitad de precio. Mis enseres estaban recogidos. Estaba preparado para irme.

Pero entonces apareció Henry Stamford, no uno de mis mejores amigos, sino un conocido que había sido mi ayuda de cámara cuando estudiaba Medicina en Saint Bart.

Si él no hubiera estado bebiendo hasta tarde la noche anterior, no habría tenido dolor de cabeza, y si no hubiera tenido dolor de cabeza, podría no haber decidido tomarse el día libre en el laboratorio químico donde entonces trabajaba. Tras demorarse por Picadilly Circus, decidió pasear por Regent Street hacia la tienda East India House de Arthur Liberty para comprarle un regalo a su mujer. Es extraño pensar que, si hubiera seguido otro camino, nunca se habría chocado conmigo cuando yo salía del bar Criterion, y como resultado nunca habría conocido a Sherlock Holmes.

Porque, como ya he escrito en otra ocasión, fue Stamford quien me sugirió que podría compartir casa con un hombre que él pensaba que era químico analítico y que trabajaba en su mismo hospital. Stamford me presentó a Holmes, que por aquel entonces estaba experimentando con un método para aislar las manchas de sangre. Nuestro primer encuentro fue raro, desconcertante y ciertamente memorable..., un indicio claro de todo lo que estaba por llegar.

Ese fue el momento decisivo de mi vida. Nunca tuve ambiciones literarias. De hecho, si alguien hubiera sugerido que me podría convertir en un autor con obra publicada, me habría reído solo de pensarlo. Pero creo que puedo decir con toda sinceridad, y sin adularme en exceso, que me he vuelto bastante famoso por la manera en que he narrado las aventuras de ese gran hombre, y que sentí un gran honor cuando fui invitado a hablar en su funeral en la Abadía de Westminster, una invitación que rechacé cortésmente. Holmes había desdeñado frecuentemente el estilo de mi prosa, y no pude evitar creer que, si hubiera ocupado ese lugar en el púlpito, habría sentido cómo me miraba por encima del hombro, burlándose despreocupadamente desde la tumba de cualquier cosa que yo hubiera podido decir.

Siempre creyó que yo exageraba su talento y la extraordinaria perspicacia de su brillante mente. Se reía de la manera en la que yo elaboraba mi narrativa para situar al final la solución que él perjuraba que ya había adivinado en los primeros párrafos. Me acusó más de una vez de vulgar lirismo y no me tenía en más estima que a cualquier plumilla de Grub Street. Pero creo que, por lo general, era injusto. En todo el tiempo que le conocí, jamás vi a Holmes leer una sola obra de ficción —con la excepción, claro está, de los peores ejemplos de literatura sensacionalista—, y aunque no puedo reivindicar el brío de mis escritos, sí puedo decir que cumplieron su función y que él mismo no podría haberlo hecho mejor. De hecho, Holmes casi lo admitió cuando finalmente cogió papel y pluma, y expuso con sus propias palabras el extraño caso de Godfrey Emsworth. Ese episodio se presentó como El soldado de la piel decolorada, un título que desde mi punto de vista se queda corto, puesto que ese adjetivo también se podría aplicar a un tejido.

Como decía, he recibido algún reconocimiento por mis esfuerzos literarios, pero ese nunca fue mi objetivo. A través de los diversos giros del destino que ya he contado, yo fui el elegido para sacar a la luz los logros del más destacado detective-asesor, y presenté no menos de sesenta aventuras a un público entusiasta. Aunque era más valiosa para mí la larga amistad que me unía a ese hombre.

Ha pasado un año desde que Holmes fue hallado en su casa de las Downs, tendido y silencioso; una gran mente acallada para siempre. Cuando oí la noticia, me di cuenta de que no solo había perdido a mi mejor amigo y compañero, sino también, en múltiples aspectos, la razón de mi existencia. Dos matrimonios, tres hijos, siete nietos, una carrera de éxito en el mundo de la medicina y la orden del mérito que me entregó su majestad Eduardo VII en 1908 podrían ser motivo suficiente de satisfacción para cualquiera. Pero no para mí. Hasta hoy mismo sigo echándole de menos, y algunas veces, cuando me despierto, creo que todavía oigo esas palabras tan familiares: «Que empiece el juego, Watson». Solo me sirven para recordarme que nunca más me sumergiré en la oscuridad y la niebla arremolinada de Baker Street con mi fiel revólver del ejército en la mano. A menudo pienso que Holmes me espera al otro lado de esa gran sombra que debe venir a por todos nosotros, y en aras de la verdad, anhelo acompañarle. Estoy solo. Mis viejas heridas me atormentan y, mientras una guerra terrible y sin sentido se desata en el continente, me parece que ya no entiendo el mundo en el que vivo.

Entonces ¿por qué levanto la pluma una última vez y remuevo recuerdos que estarían mejor en el olvido? A lo mejor mis razones son egoístas. Podría ser que esté buscando algún tipo de consuelo, como tantos hombres con lo mejor de su vida ya en el pasado. Las enfermeras que me atienden me aseguran que escribir es terapéutico y me impedirá recaer en los cambios de humor a los que algunas veces soy propenso. Pero también hay otra razón.

Las aventuras de El hombre de la gorra y La Casa de la Seda fueron de alguna manera las más asombrosas de la carrera de Sherlock Holmes, pero en aquel momento fue imposible relatarlas, por razones que serán suficientemente evidentes. El hecho de que se enlazaran inextricablemente la una con la otra supuso que no pudiera escindirlas. Y, sin embargo, siempre he deseado dejarlas por escrito para completar los casos de Holmes. En esto me parezco a un químico en busca de una fórmula, o quizás a un coleccionista de sellos raros que no puede enorgullecerse del todo de su selección sabiendo que hay dos o tres ejemplares que han escapado a su dominio. No me puedo contener. Debe hacerse.

Era imposible antes..., y no me estoy refiriendo solo a la conocida aversión de Holmes a la publicidad. No. Los sucesos que voy a relatar eran francamente demasiado horrorosos, demasiado escandalosos para ser publicados. Todavía lo son. No exagero cuando digo que destrozarían el tejido completo de la sociedad y, sobre todo en tiempos de guerra, es un riesgo que no me puedo permitir. Cuando acabe, suponiendo que me queden fuerzas, envolveré este manuscrito y lo enviaré a las cámaras acorazadas de Cox & Co. en Charing Cross, donde están guardados algunos de mis artículos confidenciales. Daré instrucciones para que el paquete no se abra en los próximos cien años. Es imposible imaginar cómo será el mundo entonces, qué avances habrá hecho la humanidad, pero quizás los futuros lectores estarán más habituados al escándalo y la corrupción que lo que los míos puedan llegar a estarlo. A ellos les lego un último bosquejo de Sherlock Holmes y un punto de vista desconocido hasta ahora.

Pero ya he malgastado suficiente energía en mis propios temores. Debería haber abierto ya la puerta del 221B de Baker Street y haber entrado en la habitación donde tantas aventuras empezaron. Puedo verlo: el resplandor de la lámpara tras el cristal y los diecisiete peldaños que me separan de la calle. Qué lejanos parecen, cuánto tiempo desde la última vez que estuve allí. Sí. Ahí está, con su pipa en la mano. Se da la vuelta. Me sonríe. «Que empiece el juego...».

UNO

EL MARCHANTE DE ARTE DE WIMBLEDON

—La gripe es molesta —observó Sherlock Holmes—, pero tiene usted razón al pensar que, con ayuda de su mujer, el niño se recuperará pronto.

—Espero que sí —repliqué; me detuve y le miré con franca estupefacción. Me estaba llevando la taza de té a los labios, pero la volví a dejar con tanta fuerza que esta y el plato casi se rompen—. ¡Por el amor de Dios, Holmes! —exclamé—. Me ha leído la mente. Juro que no he pronunciado una palabra acerca del niño o su enfermedad. Sabe que mi esposa está fuera. Eso lo ha podido deducir por mi presencia aquí. Pero no le he mencionado la razón de su ausencia y estoy seguro de que nada en mi comportamiento le ha podido dar ninguna pista.

Eran los últimos días de noviembre del año 1890 cuando este diálogo tenía lugar. Londres estaba sumido en un invierno despiadado, las calles estaban tan frías que las propias lámparas de gas parecían congeladas y la poca luz que irradiaban acababa siendo absorbida por la continua niebla. Fuera, la gente iba sin rumbo por las aceras como fantasmas con las cabezas agachadas y las caras cubiertas mientras los landós pasaban traqueteando con los caballos ansiosos por llegar a casa. Y yo estaba contento de estar a cubierto, con un fuego resplandeciendo en la chimenea, el familiar olor a tabaco en el aire y —a pesar del desorden y el caos con el que mi amigo escogía rodearse— la sensación de que todo estaba en el lugar que le correspondía.

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