Read La casa de la seda Online

Authors: Anthony Horowitz

La casa de la seda (7 page)

BOOK: La casa de la seda
6.18Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¡Señor Holmes! —gritó.

—Señorita Carstairs.

—Dentro he sido muy brusca con usted y debe perdonarme por eso. Pero le tengo que decir que nada es lo que parece, y que a menos que nos ayude, a menos que nos libre de la maldición que ha caído sobre este lugar, estamos condenados.

—Le ruego que se calme, señorita Carstairs.

—¡Ella es la causa de todo! —La hermana señaló con un dedo acusador hacia la casa—. Catherine Marryat, pues ese era el apellido de su primer marido. Se encontró con Edmund cuando él estaba en su momento más bajo. Siempre fue de naturaleza sensible, incluso de pequeño, y era inevitable que sus nervios no aguantaran la terrible experiencia por la que pasó en Boston. Estaba agotado, enfermo y, sí, necesitaba que alguien le cuidara. Así que se abalanzó sobre él. ¿Qué derecho se arrogaba, una don nadie americana casi sin dinero? En el mar, durante días a bordo, tejió su red alrededor de él, así que cuando llegó a casa ya era demasiado tarde. No pudimos disuadirle.

—Usted le habría cuidado.

—Le quiero como solo una hermana puede. Igual que mi madre. Y no me creo ni un solo minuto que ella muriera como consecuencia de un accidente. Somos una familia respetable, señor Holmes. Mi padre era un marchante de grabados que vino a Londres desde Manchester y fue él quien abrió la galería de arte en Albemarle Street. Pero murió cuando éramos muy jóvenes y desde entonces hemos vivido los tres en perfecta armonía. Cuando Edmund anunció que estaba resuelto a unirse a la señora Marryat, cuando discutió con nosotras y se negó a atender a razones, rompió el corazón de mi madre. Por supuesto que nos hubiera gustado ver a Edmund casado. Su felicidad era todo cuanto nos importaba. Pero ¿cómo pudo casarse con ella? Una extranjera aventurera a la que jamás habíamos visto, y que desde el principio estaba claramente interesada solo en su riqueza y en su posición social, en la protección y en las comodidades que él le podía ofrecer. Mi madre se suicidó, señor Holmes. No podía vivir con la vergüenza y la desdicha de este odioso matrimonio, así que, seis meses después de la boda, abrió la llave de la estufa y se tumbó en la cama hasta que el gas hizo su trabajo y la gentileza del olvido se la llevó de nuestro lado.

—¿Le comunicó su madre lo que iba a hacer? —preguntó Holmes.

—No era necesario. Sabía lo que pensaba, así que no me sorprendí mucho cuando la encontraron. Había escogido. Esta ha sido una casa poco grata desde el día en que esa americana llegó, señor Holmes. Y ahora el último asunto, este intruso que ha allanado nuestra casa y ha robado el collar de mi madre, la memoria más apreciada de esa querida alma difunta. Todo es parte de la misma perversidad. ¿Cómo sabemos que este extraño no ha venido en nombre de ella en vez de buscar alguna especie de venganza hacia mi hermano? Estaba conmigo en el salón la primera vez que apareció. Le vi desde la ventana. A lo mejor es un viejo conocido que la ha seguido hasta aquí. A lo mejor es algo más. Pero esto es solo el principio, señor Holmes. Mientras este matrimonio se mantenga, ninguno de nosotros estará a salvo.

—Su hermano parece completamente satisfecho —respondió Holmes, con cierta indiferencia—. Pero aparte de eso, ¿qué desea que haga? Un hombre puede escoger con quién se casa sin la bendición de su madre. Y sin la de su hermana.

—Puede investigarla.

—No es asunto mío, señorita Carstairs.

Eliza Carstairs le miró con desprecio.

—He leído sus hazañas, señor Holmes —contestó—. Y siempre he creído que eran un poco exageradas. Porque usted, con toda su inteligencia, siempre me ha parecido alguien que no entiende cómo funciona el corazón de una persona. Ahora sé que es verdad.

Y dicho eso, se dio la vuelta y entró en la casa. Holmes la observó hasta que la puerta se cerró.

—De lo más curioso —señaló—. Este caso se vuelve cada vez más peculiar y complejo.

—Nunca había oído hablar a una mujer con tanta rabia —observé.

—Claro que no, Watson. Pero hay algo en concreto que me gustaría saber, pues estoy empezando a notar un gran peligro en esta situación. —Dirigió la mirada a la fuente, a las figuras de piedra y al círculo congelado de agua—. Me pregunto si la señora Carstairs sabrá nadar.

CUATRO

EL CUERPO DE POLICÍA NO OFICIAL

Holmes durmió hasta tarde el día siguiente y yo estaba sentado solo, leyendo El martirio del hombre, de Winwood Reade, un libro que me había recomendado en más de una ocasión, pero que, debo confesarlo, había encontrado muy pesado. Sin embargo, podía ver por qué el autor atraía a mi amigo, con su odio a la «ociosidad y estupidez», su veneración por «el divino intelecto» y su sugerencia de que «está en la naturaleza del hombre el razonar de dentro hacia fuera». Holmes podría haber escrito él mismo muchas de sus páginas, y aunque me alegré de pasar la última página y dejarlo a un lado, sentí que por lo menos me había permitido comprender algo mejor la mente del detective. En el correo de la mañana había una carta de Mary. Todo iba bien en Camberwell; Richard Forrester no estaba tan enfermo como para no alegrarse de volver a ver a su antigua institutriz, y ella evidentemente disfrutaba de la compañía de la madre del chico, que la estaba tratando adecuadamente, como a una igual y no como a una antigua empleada.

Había cogido la pluma para escribir mi respuesta cuando llamaron enérgicamente a la puerta principal, seguido del tamborileo de muchos pies en las escaleras. Era un sonido que recordaba bien, así que estaba bien preparado cuando unos seis pilluelos callejeros irrumpieron en la habitación y formaron algo similar a una fila, con el mayor y más alto dándoles órdenes.

—¡Wiggins! —exclamé, pues recordaba su nombre—. No esperaba verle de nuevo.

—El señor Holmes nos ha mandado un mensaje, señor, requiriéndonos para un asunto de la más extrema urgencia —respondió Wiggins—. Y cuando el señor Holmes llama, venimos; así que ¡aquí estamos!

En una ocasión, Sherlock les había llamado la división Baker Street del cuerpo de detectives de policía. En otras ocasiones se refería a ellos como los Irregulares. Una pandilla más zarrapastrosa y harapienta sería difícil de imaginar: muchachos de ocho a quince años unidos por la suciedad y la mugre, con ropas tan rotas y remendadas que sería imposible decir a cuántos niños más habían pertenecido en otras épocas. El mismo Wiggins llevaba una chaqueta de adulto recortada por la mitad, con una tira suprimida de la parte del medio y otra de la de arriba, y la parte de abajo vuelta a coser. Muchos de ellos iban descalzos. Me fijé en que solo uno iba un poco mejor vestido y parecía mejor alimentado que los otros, con ropas ligeramente menos raídas, y me pregunté qué picardía —hurtos, quizás, o robos— le había provisto de los medios necesarios no solo para sobrevivir, sino también, a su manera, para prosperar. No podía tener más de trece años y, sin embargo, como todos los demás, ya era suficientemente adulto. La infancia es, después de todo, la primera y más valiosa moneda que la pobreza le roba a un niño.

Un momento después, Sherlock Holmes apareció, y con él, la señora Hudson. Pude ver que nuestra casera se ponía nerviosa y de mal humor, y no intentó disimular lo que pensaba.

—No lo tolero, señor Holmes. Ya se lo dije. Esta es una casa demasiado respetable como para invitar a una panda de granujas. Solo el cielo sabe la de enfermedades que habrán traído con ellos..., y lo que se llevarán será la plata y el lino.

—Por favor, cálmese, mi buena señora Hudson. —Holmes se rio—. ¡Wiggins! Te lo dije: mi casa no será invadida de esta manera. En el futuro, solo tú me informarás. Pero teniendo en cuenta que ya estás aquí y que te has traído a la banda al completo, escuchad todos atentamente mis instrucciones. Nuestro botín es americano, de entre treinta y cuarenta años; de vez en cuando lleva gorra. Tiene una cicatriz reciente en la mejilla derecha, y creo que podemos presuponer que es la primera vez que está en Londres. Ayer estuvo en la estación de London Bridge y tiene un collar de oro con tres vueltas de zafiros que, no hace falta que lo diga, no ha adquirido de manera legal. Así que ¿adónde creéis que iría para venderlo?

—¡A Fullwood's Rents! —gritó uno de los críos.

—¡A los judíos de Petticoat Lane! —exclamó otro.

—¡No! Le pagarían mejor en Hell Houses —sugirió un tercero—.
Yo iría a Flower Street o a Field Lane.

—¡Iría a una casa de empeños! —terció el muchacho no tan mal vestido en el que yo me había fijado.

—¡Una casa de empeños! —Holmes se mostró de acuerdo—. ¿Cómo te llamas, muchacho?

—Ross, señor.

—Bien, Ross, tienes madera de detective. El hombre que buscamos es nuevo en la ciudad y no conocerá Flower Street, Fullwood's Rents ni ninguna de esas esquinas tan esotéricas en las que siempre os metéis en líos. Irá al sitio más obvio, y el símbolo de las tres esferas doradas es conocido en todo el mundo. Así que ahí es donde quiero que empecéis. Llega a London Bridge, y supongamos que decide quedarse en un hotel o albergue cercano. Tenéis que visitar todas las casas de empeños de ese distrito, describiendo al hombre y la joya que puede intentar vender. —Holmes rebuscó en sus bolsillos—. Mis tarifas son las mismas de siempre. Un chelín para cada uno y una guinea para quienquiera que encuentre lo que estoy buscando.

Wiggins ladró una orden y, con gran bullicio y ajetreo, el cuerpo de policía no oficial salió de la casa, observados por una señora Hudson con ojos de lince que se pasaría el resto de la mañana haciendo recuento de la cubertería. En cuanto se hubieron ido, Holmes dio una palmada y se arrellanó en una silla.

—Bien, Watson —declaró—, ¿qué piensa de todo esto?

—Parece estar muy seguro de que encontraremos a O'Donaghue —dije.

—Tengo la certeza casi total de que localizaremos al hombre que entró en Ridgeway Hall.

—¿No cree que Lestrade también estará preguntando en las casas de empeños?

—Lo dudo. Es tan obvio que ni se le habrá pasado por la cabeza. De cualquier manera, tenemos todo el día por delante y nada con qué llenarlo, así que ya que me he perdido el desayuno, comamos juntos en Le Café de l'Europe, al lado del Haymarket Theatre. A pesar del nombre, la cocina es inglesa y de alta calidad. Después de eso, estaba pensando en visitar la galería de Carstairs y Finch en Albemarle Street. Puede ser interesante presentarnos al señor Tobias Finch. Señora Hudson, en caso de que Wiggins volviera, lo puede mandar directamente allí. Y ahora, Watson, dígame lo que piensa sobre El martirio del hombre. Veo que ya lo ha terminado.

Miré hacia el libro que yacía inofensivamente tumbado.

—Holmes...

—Ha estado usando una tarjeta como guía. He observado su tortuoso progreso desde la primera página hasta la última, y veo que ahora está en la mesa, finalmente libre de su tarca. Me interesará oír sus conclusiones. Señora Hudson, si fuera tan amable, ¿nos traería un poco de té?

Salimos de casa y paseamos hasta Haymarket. La niebla se había levantado y, aunque todavía hacía mucho frío, era otro de esos días radiantes con multitud de gente entrando y saliendo de los grandes almacenes y vendedores callejeros empujando sus carretillas y pregonando sus mercancías. En Wimpole Street una muchedumbre se había reunido alrededor de un organillero, un anciano italiano que tocaba una lúgubre melodía napolitana que también había atraído a cierto tipo de embaucadores que iban entre los espectadores contando sus lastimeras historias a cualquiera que escuchara. Casi no había esquina que no tuviera su propio artista callejero y, por una vez, nadie parecía tener ganas de echarlos de allí. Comimos en Le Café de l'Europe, donde nos sirvieron un excelente pastel de caza, y Holmes estuvo muy cordial. No habló del caso o, por lo menos, no directamente, pero le recuerdo meditando acerca de la naturaleza del arte pictórico y su posible uso para resolver un crimen.

—¿Recuerda a Carstairs hablándonos de los cuatro cuadros perdidos de Constable? —dijo—. Eran paisajes del Distrito de los Lagos, pintados a principios de siglo, cuando, por lo que se ve, el artista estaba deprimido y triste. Así que los óleos en el lienzo se convierten en una pista para averiguar lo que pensaba y cómo se sentía, y de ahí se deduce que, si un hombre escoge tal obra para la pared de su salón, también podremos averiguar algo de su propio estado de ánimo. Por ejemplo, ¿observó las obras de arte expuestas en Ridgeway Hall?

—Gran parte eran franceses. Había un paisaje de Bretaña, y otro de un puente atravesando el río Sena. Me parecieron unos cuadros muy bonitos.

—Los admiró, pero no dedujo nada de ellos.

—¿Se refiere con respecto al carácter de Edmund Carstairs? Prefiere el campo a la ciudad. Se ve atraído por la inocencia de la infancia. Es un hombre al que le gusta estar rodeado de color. Supongo que algo de su personalidad puede conjeturarse a partir de los cuadros en sus paredes. Pero, claro, no podemos estar seguros de que Carstairs en persona haya escogido cada una de las obras. Su esposa o su difunta madre pueden haber sido responsables de ello.

—Eso es muy cierto.

—E incluso un hombre que mate a su propia mujer puede mostrar el lado más tierno de su personalidad al escoger arte. Recordará la historia de la familia Abernetty. Horace Abernetty decoró las paredes de su casa con bosquejos de la flora y fauna locales, creo recordar. Y, sin embargo, era un individuo de lo más bruto y repugnante.

—Lo que yo recuerdo es que muchos de los animales representados eran venenosos, ahora que lo menciona.

—¿Y qué me dice de Baker Street, Holmes? ¿Me está diciendo que una visita, en su salón, encontrará pistas acerca de cómo piensa usted a través de la observación de los cuadros que le rodean?

—No. Pero le pueden decir mucho sobre mi predecesor, pues le puedo asegurar, Watson, que casi no hay ningún cuadro en mi residencia que no estuviera ya cuando llegué. ¿De verdad piensa que salí a comprar ese retrato de Henry Ward Beecher que solía estar encima de sus libros? Un hombre admirable se mire por donde se mire, y sus opiniones acerca de la intolerancia y la esclavitud son muy recomendables, pero lo abandonó quienquiera que tuviera esa habitación antes que yo, y lo único que hice fue dejarlo en el mismo lugar.

—¿No adquirió el retrato del general Gordon?

—No. Pero lo mandé reparar y volver a enmarcar después de dispararle por accidente. Por insistencia de la señora Hudson. ¿Sabe?, muy bien podría escribir un ensayo sobre este tema: el uso del arte para resolver un crimen.

BOOK: La casa de la seda
6.18Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

La espada de Welleran by Lord Dunsany
Fetish by Tara Moss
The Ship of Lost Souls 1 by Rachelle Delaney
Live Fire by Stephen Leather
Never Enough by Lauren DANE
The Authentic Life by Ezra Bayda
Cake on a Hot Tin Roof by Jacklyn Brady