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Authors: Anthony Horowitz

La casa de la seda (3 page)

BOOK: La casa de la seda
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—Y eso me dije a mí mismo. Pero unos días después le vi por segunda vez. Mi esposa y yo acabábamos de salir del teatro, habíamos estado en el Savoy, y allí estaba, al otro lado de la calle, vistiendo el mismo abrigo, y otra vez con la gorra. Podría no haberlo visto, señor Holmes, pero, como la otra vez, se quedó inmóvil y, con la multitud pasando a su lado, parecía una roca sólidamente aposentada en un río caudaloso. Me temo que no pude distinguirlo claramente, pues aunque se había situado a la luz directa de una farola, le hacía sombra en la cara y se la velaba. A lo mejor era esa su intención.

—Pero ¿está seguro de que era el mismo hombre?

—No tengo la menor duda.

—¿Lo vio su esposa?

—No. Y no quería preocuparla si se lo mencionaba. Teníamos un cabriolé esperándonos y nos fuimos.

—Es muy interesante —observó Holmes—. El comportamiento de este hombre carece de sentido. Se para en medio de un parque municipal y debajo de una farola en la calle. Por un lado, es como si hiciera todo lo posible para ser visto. Y, sin embargo, no hace el menor intento de aproximarse a usted.

—Se me acercó —replicó Carstairs—. Al día siguiente, de hecho, cuando regresé pronto a casa. Mi amigo, Finch, estaba en la galería clasificando una colección de dibujos y aguafuertes de Samuel Scott. No me necesitaba y yo todavía estaba un poco inquieto después de las dos apariciones. Llegué a Ridgeway Hall un poco antes de las tres, y menos mal, porque allí estaba el granuja, aproximándose a la puerta principal. Le llamé, se dio la vuelta y me vio. De inmediato, empezó a correr hacia mí y estaba seguro de que me iba a golpear, incluso levanté el bastón para defenderme. Pero su objetivo no era la violencia. Vino derecho hacia mí y, por primera vez, vi su cara: labios finos, ojos de color castaño oscuro y una cicatriz violácea en la mejilla derecha, fruto de una herida reciente de bala. Había estado bebiendo. Podía olerlo en su aliento. No pronunció palabra, pero sacó un papel y lo depositó con fuerza en mi mano. Entonces, antes de que pudiera pararle, escapó.

—¿Y el papel? —preguntó Holmes.

—Lo tengo aquí.

El marchante sacó un trozo de papel, doblado en cuatro, y se lo dio a Holmes. Este lo desplegó cuidadosamente.

—Mi lupa, por favor, Watson. —Mientras le tendía la lupa, se volvió hacia Carstairs—. ¿No había sobre?

—No.

—Creo que es un detalle muy importante. Pero veamos...

En el papel había seis palabras escritas en mayúsculas.

«IGLESIA DE SANTA MARÍA. MAÑANA. MEDIODÍA».

—El papel es inglés —observó Holmes—. Aunque su visitante no lo sea. Habrá notado que escribe en mayúsculas, Watson. ¿Cuál podría ser su propósito?

—Disimular la caligrafía —dije.

—Es posible. Aunque teniendo en cuenta que este hombre nunca ha escrito al señor Carstairs y que no parece probable que le vuelva a escribir, uno creería que su letra tampoco tendría tanta importancia. ¿Estaba el papel doblado cuando se lo entregó, señor Carstairs?

—No. Creo que no. Lo doblé yo mismo más tarde.

—Lo veo más claro cada minuto que pasa. La iglesia a la que se refiere, Santa María, ¿acaso está en Wimbledon?

—Está en Hothouse Lane —contestó Carstairs—. A unos minutos de mi casa.

—Su conducta también carece de toda lógica, ¿no cree? El hombre desea hablar con usted. A tal efecto, le entrega un mensaje. Pero no habla. Ni siquiera pronuncia una palabra.

—Creo que quería hablar conmigo en privado. Y resulta que mi esposa, Catherine, salió de la casa momentos después. Estaba en el comedor, cuya vista da a la calle, y había visto lo que acababa de pasar. «¿Quién era ese?», me preguntó. «No tengo ni idea», contesté. «¿Qué quería?». Le enseñé la nota. «Seguro que quiere dinero —dijo—. Le acabo de ver por la ventana, un sujeto mal encarado. La semana pasada había gitanos en el parque. Debe de ser uno de ellos. Edmund, no debes ir». «No tienes de qué preocuparte, cariño —contesté—. No tengo intención de ir».

—Tranquilizó a su esposa —murmuró Holmes—, pero fue a la iglesia a la hora convenida.

—Exactamente, y me llevé el revólver. No estaba allí. Esa iglesia no está muy bien cuidada y hacía un frío desagradable. Paseé por el embaldosado durante una hora y volví a casa. No he vuelto a saber nada de él y no le he vuelto a ver, pero no puedo dejar de pensar en él.

—Porque conoce a ese hombre —dijo Holmes.

—Sí, señor Holmes. Ha ido directo al meollo. Creo que reconozco la identidad de este individuo, aunque confieso que no logro ver el razonamiento que le ha llevado a esa conclusión.

—Me parece muy evidente —replicó Holmes—. Solo le ha visto tres veces. Le ha solicitado una reunión, pero no se ha presentado. De nada de lo que usted ha contado podría inferirse que ese hombre es una amenaza, pero usted empezó diciéndonos los problemas y la angustia que le han traído hasta aquí, y ni siquiera iría a su encuentro sin un arma. Y todavía no nos ha comentado la relevancia de la gorra.

—Sé quién es. Sé lo que quiere. Me horroriza que me haya seguido hasta Inglaterra.

—¿Desde América?

—Sí.

—Señor Carstairs, su historia es muy interesante, y si tiene tiempo antes de que empiece la ópera, o quizás si no le importa privarse de la obertura, creo que nos debería contar la historia completa. Mencionó que estuvo en América hace un año. ¿Fue entonces cuando conoció al hombre de la gorra?

—Jamás le conocí. Pero él fue la razón de que estuviera allí.

—¿Le importa que rellene mi pipa? ¿No? Retrocedamos y cuéntenos sus negocios al otro lado del Atlántico. Diría que un marchante de arte no es propenso a crearse enemigos. Pero parece que usted sí lo hizo.

—Así es. Mi enemigo se llama Keelan O'Donaghue y rezo por no haber oído jamás su nombre.

Holmes alcanzó la pequeña bolsa persa donde guardaba el tabaco y empezó a rellenar su pipa. Mientras, Edmund Carstairs tomó aire, y esta es la historia que contó.

DOS

LA BANDA DE LA GORRA

Hace dieciocho meses, me presentaron a un hombre bastante excepcional que se llamaba Cornelius Stillman, que se había detenido en Londres al final de un extenso recorrido por Europa. Vivía en la costa este norteamericana y era lo que se denomina un «brahmán de Boston», lo que significa que pertenecía a una de las familias de mayor rango y abolengo. Había ganado una fortuna con las minas Calumet y Hecla, y también había invertido en compañías telefónicas y de ferrocarriles. Aparentemente, en su juventud había albergado ambiciones de convertirse en artista y una de las razones de ese viaje era visitar los museos y galerías de París, Florencia, Roma y Londres.

»Como muchos americanos ricos, estaba imbuido de cierto sentido de responsabilidad cívica, lo que dice mucho a su favor. Había comprado terrenos en la zona de Back Bay de Boston y había empezado la construcción de una galería de arte que él llamaba el Partenón y que planeaba ocupar con las mejores obras de arte adquiridas en sus viajes. Le conocí en una cena y me pareció similar a un gran volcán, rebosante de energía y entusiasmo. Se vestía un tanto a la antigua, llevaba barba y fingía que necesitaba un monóculo, pero demostró estar sorprendentemente bien informado, hablar con fluidez francés e italiano y tener conocimientos rudimentarios de griego antiguo. Su conocimiento del arte, su sensibilidad estética también le diferenciaban de muchos de sus conciudadanos No piense que soy chovinista sin necesidad de serlo, señor Holmes. Él mismo me contó las muchas carencias de la vida cultural a la que estaba acostumbrado mientras crecía: cómo se exhibían grandes óleos al lado de fenómenos de la naturaleza como los enanos y las sirenas. Había visto representadas obras de Shakespeare en las que, en los entreactos, actuaban contorsionistas y equilibristas. Así eran las cosas en Boston en aquella época. Dijo que el Partenón sería diferente. Tal como implicaba su nombre, sería un templo de la civilización dedicado al arte.

»No cabía en mí de gozo cuando el señor Stillman accedió a venir a mi galería en Albemarle Street. El señor Finch y yo pasamos muchas horas en su compañía, repasando nuestro catálogo y enseñándole algunas de las recientes compras que habíamos hecho en subastas de todo el país. En definitiva, nos compró obras de Romney, Stubbs y Lawrence, pero también una serie de cuatro paisajes de John Constable que eran el orgullo de nuestra colección. Eran panoramas del Distrito de los Lagos, pintados en 1806, y no hay nada parecido en el resto de su obra. Tenían una intensidad y un brío notables, y el señor Stillman prometió que serían exhibidos en una habitación amplia y bien iluminada que sería diseñada específicamente para ellos. Nos despedimos encantados. Y en vista de lo que pasó, debería añadir que ingresé una cantidad sustancial de dinero. De hecho, el señor Finch comentó que, sin duda, había sido el negocio más fructuoso de nuestras vidas.

»Solo nos quedaba mandar las obras a Boston. Fueron embaladas cuidadosamente, colocadas en un arcón y expedidas con la compañía White Star Line de Liverpool a Nueva York. Por uno de esos caprichos del destino, que en su momento no significan nada pero que después regresan para atormentarte, habíamos previsto enviar las obras directamente a Boston. El RMS Adventurer hace ese trayecto, pero lo perdimos por cuestión de horas, así que escogimos otro buque. Nuestro representante, un joven brillante llamado James Devoy, recogió el paquete en Nueva York y viajó con él en uno de los trenes de la compañía Boston and Albany Railroad, un viaje de ciento noventa millas.

»Pero los cuadros nunca llegaron.

»En aquella época en Boston existían numerosas bandas criminales, que funcionaban sobre todo al sur de la ciudad, en Charlestown y Somersville. Muchas tenían nombres llamativos como los Conejos Muertos o los Cuarenta Ladrones, y procedían de Irlanda. Es triste pensar que, a cambio de haber sido acogidos en ese gran país, devolvieran caos y violencia, pero así sucedió y la policía había sido incapaz de frenarlos o de llevarlos ante la justicia. Uno de los grupos más activos y más peligrosos era conocido corno la Banda de la Gorra, encabezada por unos gemelos irlandeses, Rourke y Keelan O'Donaghue, originarios de Belfast. Le describiré a esos dos demonios lo mejor que pueda, porque son una pieza clave de mi relato.

»Nunca se veía al uno sin el otro. Aunque eran idénticos en el momento de su nacimiento, Rourke era el más grande, de hombros anchos y pecho fuerte, con los puños siempre preparados para entablar pelea. Se decía que le había dado una paliza mortal a un hombre por una partida de cartas, y que solo tenía dieciséis años cuando eso pasó. En comparación, su hermano quedaba ensombrecido, al ser más pequeño y más tranquilo. De hecho, casi ni hablaba (las habladurías contaban que no podía). Rourke tenía barba, Keelan no. Los dos llevaban gorra, y de ahí sacó la banda su nombre. Mucha gente creía que se habían tatuado las iniciales del otro hermano en los brazos, y que eran inseparables en cada aspecto de sus vidas.

»De los demás miembros de la banda, todo lo que desea saber puede que se lo digan sus apodos. Estaban Frank Kelly, Perro Loco; y Patrick McLean, el Navajas. A otro se le conocía como el Fantasma, y como un ser sobrenatural era temido. Estaban involucrados en todas las modalidades posibles de delitos callejeros, robos, atracos y extorsión. Pero, al mismo tiempo, eran tenidos en alta estima por muchos de los ciudadanos más pobres de Boston, que no eran capaces de reconocerlos como la repugnante pestilencia que, sin duda, representaban para la población. Eran los desamparados, declarando la guerra a un gobierno indiferente. No hace falta señalar que los gemelos aparecen en la mitología desde los albores de la civilización. Están Rómulo y Remo, Apolo y Artemisa, y Cástor y Pólux, inmortalizados para siempre en el cielo como la constelación de Géminis. Algo de esto quedó ligado a los hermanos O'Donaghue. Existía el convencimiento de que nunca les atraparían, que siempre se saldrían con la suya.

»No sabía nada de la Banda de la Gorra, ni siquiera había oído hablar de ellos, cuando envié los cuadros desde Liverpool, pero de alguna manera, exactamente al mismo tiempo, fueron informados de que una gran cantidad de dinero en metálico iba a ser trasladada desde la Compañía Americana de Billetes de Banco en Nueva York hasta el banco Massachusetts First Nacional en Boston en los días venideros. Se dijo que la cantidad en cuestión iba a ser de cien mil dólares y que iría en el tren de la Boston and Albany Railroad. Algunos dijeron que Rourke era quien estaba detrás de la maniobra. Otros creen que, de los dos, Keelan era el cerebro nato. De cualquier modo, entre los dos tuvieron la idea de parar el tren antes de que llegara a la ciudad para así poder salir corriendo con el dinero.

»Los asaltos a trenes todavía eran frecuentes en los confines occidentales de América, como California y Arizona, pero que algo así pasara en la más evolucionada costa este era casi inconcebible y por eso el tren salió de la estación Grand Central Terminal de Nueva York con solo un guardia armado destinado al vagón del correo. Los billetes estaban en una caja fuerte. Y por una condenada casualidad los cuadros todavía seguían en el arcón, viajando en el mismo compartimento. Nuestro representante, James Devoy, viajaba en segunda clase. Siempre fue muy diligente y había conseguido sentarse lo más cerca posible del vagón del correo.

»La Banda de la Gorra había escogido un lugar a las afueras de Pittsfield para intentar el asalto. Allí, las vías ascendían vertiginosamente antes de cruzar el río Connecticut. Había un túnel de unos seiscientos metros de largo y, debido al reglamento ferroviario, el ingeniero del tren estaba obligado a probar los frenos al salir. Por esa razón el tren iba muy despacio cuando se asomó y fue bastante sencillo para Keelan y Rourke O'Donaghue saltar al techo de uno de los vagones. De ahí, treparon sobre el ténder y, para asombro del conductor y el encargado de los frenos, aparecieron súbitamente en la cabina de la locomotora apuntando con armas.

»Exigieron que el tren se detuviera en un apeadero en un claro del bosque. Estaban rodeados de pinos blancos que se alzaban alrededor y formaban una protección natural detrás de la cual podían cometer su crimen. Kelly, MacLean y todos los demás miembros de la banda estaban esperando con los caballos... y con la dinamita que habían robado de una obra. Todos estaban armados. El tren se paró y Rourke golpeó al conductor con la culata de su revólver, magullándole. Keelan, que no había pronunciado una palabra, sacó una cuerda y ató al encargado de los frenos a un montante metálico. Entretanto, el resto de la banda abordó el tren. Mientras ordenaban a los pasajeros que permanecieran sentados, se acercaron al vagón del correo y empezaron a poner cargas de dinamita alrededor de la puerta.

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