La casa de la seda (8 page)

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Authors: Anthony Horowitz

BOOK: La casa de la seda
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—Holmes, insiste en verse como una máquina —me reí—. Incluso una obra maestra del impresionismo no es para usted más que una prueba lista para ser usada en la caza del criminal. Quizás apreciar el arte es lo que le falta para hacerse más humano. Insisto en que me acompañe a visitar la Royal Academy.

—Ya tenemos la galería de Carstairs y Finch en la agenda, Watson, y creo que será suficiente. Camarero, traiga la tabla de quesos. Y una copa de mosela para mi amigo, por favor. El oporto es demasiado denso por la tarde.

El paseo hasta la galería era corto, y una vez más caminamos. Debo decir que sentía una inmensa satisfacción en esos momentos de tranquila sociabilidad y me veía como uno de los hombres más afortunados de Londres por haber participado en la conversación que acabo de relatar y por estar paseando tan ociosamente al lado de un personaje tan interesante como Sherlock Holmes. Eran más o menos las cuatro y empezaba a oscurecer cuando llegamos a la galería, que de hecho no estaba en Albemarle Street, sino en unas viejas caballerizas al lado. Aparte de una discreta placa con letras doradas, no había mucho más que indicara que era una empresa comercial. Una puerta baja conducía a un interior bastante oscuro con dos sofás, una mesa y un lienzo solitario —dos vacas en una pradera pintadas por el artista holandés Paulus Potter— montado en un caballete. Cuando entramos, oímos a dos hombres discutiendo en la sala contigua. Reconocí una voz. Pertenecía a Edmund Carstairs.

—Tiene un precio excelente —decía—. Y estoy seguro de ello, Tobias. Estas obras son como el buen vino: su valor solo puede aumentar.

—¡No, no, no! —replicó la otra voz con un quejido agudo—. Los llama marinas. Bueno, puedo ver el mar... y nada más. Su última exposición fue un fiasco y ahora se ha ido a refugiar en París, donde, por lo que sé, su reputación está en franco declive. Es malgastar el dinero, Edmund.

—Seis cuadros de Whistler...

—¡Seis cuadros que jamás venderemos!

Estando en el quicio de la puerta, la cerré con más fuerza de lo que era necesario, con la intención de señalar nuestra presencia a los dos hombres que estaban en el interior. Tuvo el efecto deseado. La conversación se interrumpió y un momento después un individuo delgado con el pelo blanco, impecablemente vestido con un traje negro, cuello de puntas y corbata negra, apareció detrás de la cortina. Una cadena de oro le cruzaba el chaleco, y un par de quevedos, también dorados, descansaban en la punta de la nariz. Tendría unos sesenta años, pero todavía había brío en sus pasos y una cierta energía nerviosa que se manifestaba en cada movimiento.

—Supongo que es usted el señor Finch —empezó Holmes.

—Sí, señor. Ciertamente ese es mi nombre. Y usted es...

—Soy Sherlock Holmes.

—¿Holmes? No creo que hayamos sido presentados y, sin embargo, su nombre me es familiar...

—¡Señor Holmes! —Carstairs también había entrado en la habitación. El contraste entre los dos hombres era sorprendente: uno viejo y marchito, perteneciente casi a otra época; el otro, más joven y acicalado, con muestras de cólera y frustración en su rostro, que eran sin duda el resultado de la conversación que habíamos entreoído —. Este es el señor Holmes, el detective del que le estaba hablando —explicó a su socio.

—Sí, sí. Ya lo sé. Se acaba de presentar.

—No esperaba verle por aquí —dijo Carstairs.

—He venido porque me interesaba verle en su lugar de trabajo —explicó Holmes—. Pero también tengo unas cuantas preguntas para usted, concernientes a los hombres de Pinkerton que se emplearon en Boston.

—¡Un asunto horroroso! —intervino Finch—. No me recuperaré de la pérdida de esos cuadros, no hasta que me muera. Ha sido la calamidad más grande de mi carrera. Si tan solo le hubiéramos vendido algunos de tus Whistler, Edmund... ¡se hubieran podido destrozar y a nadie le hubiera importado ni una pizca! —En cuanto el anciano empezó, no parecía haber manera de pararle—. Ser galerista es un negocio respetable, señor Holmes. Tratamos con muchos clientes ilustres. ¡No me gustaría que se supiera que se nos ha relacionado con pistoleros y asesinatos! —La cara del anciano se desencajó cuando vio que se relacionaba con alguien más, pues la puerta se acababa de abrir y un chico entró corriendo. Yo reconocí a Wiggins a la primera, porque había estado en nuestro salón esa misma mañana, pero para Finch fue como si le estuvieran asaltando de mala manera—. ¡Vete! ¡Sal de aquí! —exclamó—. No tenemos nada para ti.

—No tiene que preocuparse, señor Finch —dijo Holmes—. Conozco a este chico. ¿Qué pasa, Wiggins?

—¡Lo encontramos, señor Holmes! —gritó Wiggins emocionado—. El tío que estaba buscando. Le vimos con nuestros propios ojos, Ross y yo. Estábamos a punto de entrar en el garito de Bridge Lane, Ross se lo conoce muy bien porque entra y sale mucho de allí, cuando la puerta se abre y ahí está, claro como el día, con una cicatriz en medio de la cara. —El chico se dibujó una línea en su propia mejilla—. Fui yo quien lo vio. No Ross.

—¿Dónde está ahora? —preguntó Holmes.

—Le seguimos hasta el hotel, señor. Si le llevamos, ¿nos dará una guinea a cada uno?

—Será vuestro final si no lo hacéis —contestó Holmes—. Pero siempre te he tratado con justicia, Wiggins. Ya lo sabes. Dime, ¿dónde está ese hotel?

—En Bermondsey, señor. La pensión de la señora Oldmore. Ross estará allí. Le dejé allí para que hiciera de vigilante mientras yo pateaba hasta su casa y después hasta aquí. Si su hombre sale de allí, no le quitará ojo. Ross es nuevo en la banda, pero es tan listo como el que más. ¿Va a volver conmigo, señor Holmes? ¿Cogerá un cuatrorruedas? ¿Puedo subirme con usted?

—Te puedes sentar con el conductor. —Holmes se volvió y pude verle las cejas fruncidas y la intensidad de su expresión, lo que me indicaba que todas sus energías estaban dedicadas a lo que estaba por venir—. Debemos irnos inmediatamente —dijo—. Debido a una afortunada casualidad, tenemos al objeto de nuestra investigación a nuestro alcance. No debemos dejar que se nos escape.

—Iré con usted —anunció Carstairs.

—Señor Carstairs, por su propia seguridad...

—Ya he visto a ese hombre. Fui yo quien se lo describió a usted, y si alguien puede asegurar que esos muchachos suyos le han identificado correctamente, ese soy yo. Además tengo un motivo personal para ver cómo acaba esto, señor Holmes. Si ese hombre es quien yo creo que es, entonces yo soy la causa de su presencia aquí y lo lógico es que vea su final.

—No tenemos tiempo para discusiones —dijo Holmes—. Muy bien. Nos iremos los tres juntos. No perdamos otro minuto.

Así que salimos apresuradamente de la galería, Holmes, Wiggins, Carstairs y yo mismo, dejando al señor Finch boquiabierto. Localizamos un coche de alquiler y nos subimos, mientras Wiggins trepaba a su puesto al lado del conductor, que le miró con desdén, pero cedió y le prestó una esquina de su propia manta. Con un chasquido del látigo nos fuimos, como si parte de nuestra urgencia se hubiera comunicado por su cuenta a los caballos. Estaba oscuro, y al caer la noche la sensación de relajación que había sentido había desaparecido casi por completo, y la ciudad otra vez se había vuelto fría y hostil. Los clientes de las tiendas y los artistas callejeros se habían ido todos a casa, y su lugar lo había ocupado una raza totalmente diferente, hombres desharrapados y mujeres chabacanas que necesitaban las sombras para llevar a cabo sus negocios, cuyos negocios, en realidad, llevaban sus propias sombras.

El carruaje nos llevó por Blackfriars Bridge, donde el viento era muy frío y cortaba como un cuchillo. Holmes no había pronunciado palabra desde que habíamos salido, y pensé que de alguna manera tenía un presentimiento de lo que iba a ocurrir. Esto es algo que él jamás habría admitido y, si se lo hubiera sugerido, sé que se hubiera enojado conmigo. Un adivino, ¡él! Para él todo era intelecto, el sentido común por sistema, como lo definió una vez. Y, sin embargo, yo me di cuenta de algo que desafiaba toda explicación, y que incluso puede ser definido como sobrenatural. Le gustara o no, Holmes sabía que los sucesos de esa tarde iban a suponer un punto de inflexión a partir del cual nuestras vidas, la suya y la mía, nunca volverían a ser las mismas.

La pensión de la señora Oldmore anunciaba cama y sala de estar por treinta chelines a la semana, y era exactamente el tipo de establecimiento que uno esperaría encontrar por ese precio: un edificio parco y destartalado con una porqueriza a un lado y un horno de adobe al otro. Estaba cerca del río y el aire era húmedo y mugriento. Las lámparas se consumían detrás de las ventanas, pero el cristal tenía tanta suciedad incrustada que difícilmente atravesaba el cristal algo de luz. Ross, el compañero de Wiggins, nos estaba esperando, temblando de frío a pesar de la gruesa capa de periódicos con los que se había rellenado la chaqueta. Mientras Holmes y Carstairs descendían del carruaje, dio un paso hacia atrás y vi que algo le había asustado mucho. Sus ojos se llenaron de inquietud y su cara, a la luz de la farola, estaba blanca como la nieve. Pero entonces Wiggins saltó y le agarró, y fue como si el hechizo se hubiera roto.

—¡Todo va bien, chico! —exclamó Wiggins—. Los dos conseguiremos una guinea. El señor Holmes lo ha prometido.

—Dime qué ha pasado en el tiempo que has estado solo —dijo Holmes—. ¿Ha dejado la pensión el hombre al que habéis reconocido?

—¿Quiénes son estos caballeros? —Ross apuntó primero a Carstairs y después a mí—. ¿Son marineros? ¿Policías? ¿Por qué están aquí?

—Todo va bien, Ross —dije—. No necesitas preocuparte. Yo me llamo John Watson y soy médico. Me viste esta mañana cuando viniste a Baker Street. Y este es el señor Carstairs, que tiene una galería en Albemarle Street. No vamos a hacerte daño.

—¿Albemarle Street, en Mayfair? —El chico tenía tanto frío que los dientes le castañeteaban. Por supuesto, todos los granujas de la calle estaban acostumbrados al invierno, pero había estado quieto y solo durante dos horas.

—¿Qué has visto? —preguntó Holmes.

—No he visto nada —contestó Ross. Su voz había cambiado. Había algo en su manera de comportarse ahora que casi podría haber sugerido que tenía algo que ocultar. No por primera vez se me ocurrió que todos esos niños habían alcanzado una especie de madurez mucho antes de lo que su tierna edad debiera permitir—. He estado aquí, esperándole. No ha salido. Nadie ha entrado. Y el frío se me ha metido hasta los huesos.

—Aquí está el dinero que te prometí..., y a ti también, Wiggins. —Holmes pagó a los dos—. Y ahora idos a casa. Ya habéis hecho bastante esta noche. —Los muchachos cogieron las monedas y se escabulleron juntos, aunque Ross nos lanzó una última mirada—. Sugiero que entremos en la pensión y nos enfrentemos a ese hombre—siguió Holmes—. Dios sabe que no deseo quedarme por aquí más de lo obligado. Ese chico, Watson, ¿le ha parecido que estaba ocultando algo?

—Ciertamente, había algo que no nos estaba contando —coincidí.

—Esperemos que no haya hecho nada que nos haya delatado. Señor Carstairs, por favor, apártese. No es probable que nuestro objetivo intente usar la violencia, pero hemos venido aquí sin prepararnos. El fiel revólver del doctor Watson está sin duda alguna enrollado en una tela en algún cajón de Kensington y yo también voy desarmado. Tendremos que confiar en nuestro ingenio. ¡Vamos!

Entramos los tres en la pensión. Unos pocos escalones llevaban a la puerta principal, que se abría a un pasillo comunitario sin alfombras, con poca luz y un pequeño despacho a un lado. Había un anciano sentado allí, en una silla de madera, medio dormido, pero se espabiló cuando nos vio.

—Dios les bendiga, caballeros —dijo con voz temblorosa—. Les podemos ofrecer buenas camas por cinco chelines la noche...

—No estamos aquí en busca de habitaciones —contestó Holmes—. Venimos buscando a un hombre que acaba de llegar de América. Tiene una cicatriz morada en una mejilla. Es un asunto de la más extrema urgencia, y si no quiere tener problemas con la ley, nos dirá dónde le podemos encontrar.

El limpiabotas no deseaba meterse en líos.

—Solo hay un americano aquí —dijo—. Se debe de referir usted al señor Harrison, de Nueva York. Tiene la habitación al final del pasillo de este piso. Vino hace un rato y debe de estar dormido, pues no he oído ningún ruido.

—¿Número de la habitación? —exigió Holmes.

—La número seis.

Nos pusimos en marcha, por un pasillo con las puertas tan juntas que las habitaciones que había detrás debían ser poco más que armarios y lámparas de gas con la luz tan tenue que teníamos que adivinar el camino en la oscuridad. La número seis estaba al final. Holmes levantó el puño para llamar, pero dio un paso atrás y un grito ahogado se escapó de su boca. Bajé la mirada y vi un reflejo líquido, casi negro en esa media luz, deslizándose en ondas desde el otro lado de la puerta y formando un pequeño charco en el rodapié. Oí que Carstairs gritaba y le vi retroceder, tapándose los ojos con las manos. El limpiabotas nos observaba desde el otro lado del pasillo. Fue como si se esperara el horror que estaba a punto de destaparse.

Holmes probó la puerta. No se abría. Sin decir una palabra, la embistió con el hombro y el endeble cerrojo se rompió por completo. Dejando a Carstairs en el pasillo, entramos los dos y vimos que el delito, que yo había considerado de poca importancia, había empeorado. La ventana estaba abierta. La habitación había sido saqueada. Y el hombre al que perseguíamos, encogido con una navaja clavada en un lado del cuello.

CINCO

LESTRADE SE HACE CARGO

Hace poco vi por última vez a George Lestrade. Nunca se recuperó por completo de la herida de bala que había sufrido mientras investigaba los extraños asesinatos que se conocieron en el imaginario popular como los Asesinatos de Clerkenwell, aunque uno de ellos había sucedido en la vecina Hoxton y otro resultó ser un suicidio. Por supuesto, él ya se había retirado del cuerpo de policía, pero tuvo la amabilidad de venir a visitarme a la casa a la que me acababa de mudar y pasamos la tarde juntos, recordando. Mis lectores no se sorprenderán demasiado si les digo que Sherlock Holmes fue el tema que ocupó gran parte de nuestro diálogo, y sentí la necesidad de disculparme con Lestrade por dos cosas. La primera es que nunca le había descrito en los términos más favorecedores. Las frases «cara de rata» y «como un hurón» se me vinieron a la mente. Bueno, era poco amable, pero al menos preciso, pues el mismo Lestrade había bromeado una vez con que la caprichosa madre naturaleza le había dado la cara de un criminal más que la de un agente de policía y que, después de todo, se podría haber convertido en un hombre más rico si hubiera escogido esa otra profesión. Holmes también solía comentar que su propia destreza, sobre todo para burlar cerrojos y para las falsificaciones, le podría haber reportado éxito tanto de criminal como de detective, y es divertido pensar que, en otro mundo, los dos hombres hubieran podido trabajar juntos en el otro lado de la ley.

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