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Authors: Nikolaj Frobenius

Tags: #Intriga

La cara del miedo (30 page)

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Tiene la cara mojada por la lluvia. Los costados de la Biblia gotean.

La ceremonia no dura más que unos minutos. Bajo la lluvia, el pastor Clemm habla rápido y entrecortado.

Más tarde, ese mismo día, el redactor Horace Greeley del
New York Tribune
le pide a Rufus Griswold que escriba una nota necrológica para Edgar Allan Poe. Griswold la escribe rápido, como si hubiese estado esperando la muerte del escritor. La firma con el nombre de «Ludwig», como el impredecible rey de Baviera.

Griswold

Obituario

El texto que sigue es un obituario dedicado al poeta Edgar Allan Poe y firmado por Ludwig; posteriormente se supo que se trataba de Rufus Griswold. El obiturario apareció en la edición vespertina del
New York Tribune
, el 9 de octubre de 1849.

Edgar Allan Poe ha muerto. Murió anteayer en Baltimore. Esta noticia sorprenderá a muchos, pero pocos lo lamentarán. El poeta era bien conocido –tanto personalmente como por su reputación– en todo el país. Aunque tenía lectores en Inglaterra y en varios estados de la Europa continental, sus amigos eran escasos, si es que los hubo. La tristeza por su muerte se fundamentará, ante todo, en el hecho de que, con él, la literatura ha perdido a una de sus más brillantes estrellas, aunque también a la más errática.

No es posible describir el carácter del señor Poe en este artículo escrito apresuradamente, pero sí podemos hacer mención de algunas de sus facetas más llamativas.

La conversación del señor Poe resultaba a veces casi supramortal por su elocuencia. Lograba modular la voz con una habilidad sorprendente. Sus ojos, grandes y de una expresividad cambiante, eran tan capaces de aparecer reposados como de clavarse con fiereza arrolladora en los de sus oyentes; además, eran secundados por un rostro que, ora radiante, ora de una palidez inalterable, delataba o bien la aceleración de su pulso o bien la fría retirada de la sangre hasta el corazón siguiendo los dictados de su imaginación. Su imaginario pertenecía a otro mundo, un mundo que ningún mortal puede atisbar si no es con la visión del genio.

Poe era a veces un soñador que moraba en reinos ideales –fueran cielos o infiernos– poblados por las creaciones y los accidentes de su mente. Transitaba por las calles enloquecido o sumido en la melancolía, pronunciando maldiciones ininteligibles o con los ojos levantados en una oración apasionada por la felicidad de quienes, en ese momento, eran objeto de su idolatría; aunque nunca por sí mismo, pues creía, o afirmaba creer, que él ya estaba condenado. Excepto cuando algún incierto objetivo dirigía su voluntad y absorbía sus facultades, su aspecto era el de quien siempre lleva en la memoria alguna tristeza que lo domina.

Era un hombre que se había formado una opinión propia sobre las innumerables complejidades de la sociedad y todo el sistema social era, para él, una impostura. Esta convicción orientaba su carácter, astuto y poco amistoso por naturaleza. A pesar de ello, si Poe consideraba que la sociedad está formada por villanos, la agudeza de su intelecto no tenía la cualidad que le hubiera permitido lidiar con la villanía, y las salidas de tono que esta le provocaban lo incapacitaban para conseguir el triunfo de la honestidad.

El sentimiento, en él, abrazaba muchas de las peores emociones que militan contra la felicidad humana. No se lo podía contradecir sin provocar una rápida cólera. No se podía hablar de salud sin que su rostro palideciera con una envidia corrosiva. Las impresionantes virtudes naturales de este pobre chico –su belleza, su viveza, el espíritu atrevido que emanaba de él como un aire fiero– habían convertido una confianza en sí mismo que hubiera sido natural en una arrogancia que obligaba a sustituir una admiración bien merecida por el prejuicio contra su persona. Era irascible, envidioso, y bastante desagradable, y eso no era lo peor, pues todas estas notables aristas se recubrían de un repelente cinismo frío, y sus pasiones se desahogaban en expresiones de desdén. No parecía poseer ninguna sensibilidad por la moral. Y lo que todavía resultaba más notable en ese carácter orgulloso: tenía un escaso o nulo pundonor. Poseía, hasta un extremo morboso, ese deseo de elevarse que vulgarmente se llama ambición, pero ningún ansia por conseguir la estima o el amor de los de su especie; solamente había en él el fuerte anhelo de triunfar: no de destacar, no de servir, sino de triunfar para poder hacerse con el derecho de despreciar a ese mundo que mellaba el concepto que tenía de sí mismo.

Debemos omitir toda crítica concreta de las obras del señor Poe. Como escritor de cuentos se admitirá, en general, que fue escasamente superado en la inventiva de la construcción y en la eficacia del cuadro.

Como crítico, destacó más por su disección de frases que por sus comentarios sobre las ideas: era poco más que un gramático criticón.

Como poeta, conservará un puesto altamente honorable. De su «cuervo», el señor Willis observa que, en su opinión, «es el ejemplo más eficaz de poesía efímera que se haya publicado nunca en este país, y no tiene rival en cuanto a la sutileza de las ideas, la maestría de ingenio en la versificación y en el consistente sustento de la fuerza de la imaginación».

En la poesía, al igual que en la prosa, tuvo más éxito en el tratamiento metafísico de las pasiones. Sus poemas están construidos con una maravillosa inventiva y acabados con un arte consumado. Ilustran una morbosa sensibilidad de sentimiento, una imaginación sombría y lúgubre y un gusto casi impecable en la aprehensión de este tipo de belleza que tanto agradaba a su temperamento.

No conocemos las circunstancias de su muerte. Fue repentina, y por el hecho de que haya ocurrido en Baltimore, se supone que viajaba de regreso a Nueva York.

«Después de la intermitente fiebre de la vida, duerme tranquilo».

Ludwig

Samuel

Séptima carta al maestro

Esta carta se encontró oculta en una iglesia en Nueva York, en el otoño de 1857. En el sobre, junto con la carta, había un anillo rojo con los bordes gastados.

C
uando salí del hospital me sentí mal caían las nubes frente a los ojos los músculos se dormían. Me desplomé ante el portón del Washington Medical College. Seguí adelante gateando. La lluvia me abrazaba. Un carro pasó salpicando sobre las huellas oscuridad en la calle lluvia en los ojos ya no sabía dónde estaba fuera de la celda el mundo era caótico y difícil de entender.

Un policía me levantó me arrestaron dijeron que estaba borracho. Me acosté sobre el suelo de piedra y durante varios días no pude moverme estaba seguro de que me moría y que los ángeles de un nuevo mundo entrarían pronto a la celda arrancarían los dientes de mi boca y me convertirían en otro.

Mi hermano estaba muerto. Yo estaba acostado en el suelo resbaladizo. Una línea de luz se movía sobre la espalda y el cuello oí desde lejos el ruido de la lluvia en las calles. El suelo contra los pómulos la lengua contra los dientes la piel fría como piedra.

Tú estabas muerto y yo sufría y pensaba en la última conversación en el hospital. No comprendo hermano no sé por qué tú después de todo lo que pasó puedes decir que yo lo entendí mal. Sólo quiero que comprendas que todo fue con la mejor intención.

¿Oyes? ¿Puedes oírme? ¿Por qué no contestas? ¿A quién hablaré? Si todo lo entendí mal, ¿por qué hablaré?

No digo nada.

Cuando los policías entraron en la celda no me tocaron y yo me quedé callado mientras me levantaban y callado mientras me pegaban en los riñones y me aguanté bajo el agua hasta que los pulmones se dieron vuelta. Al final abrí los ojos.

Sabemos quién eres dijo el policía más viejo mientras que el más joven me retenía.

Sabemos lo que hiciste. Da igual si confiesas.

Yo sólo asentí.

Ya había decidido no decirles nada.

Me llevaron al juzgado con grilletes en los pies.

El juez me miró con una mueca de sorpresa y asco.

A mi lado había tres tipos de Baltimore con patillas y con los ojos inyectados.

Y qué papel jugó el pequeño preguntó el juez señalándome.

No ha confesado nada no ha dicho palabra.

Yo eché un vistazo a los tipos ordinarios.

Se miraron entre sí y comenzaron a explicar mi papel en el fraude electoral.

Dijeron que yo era el jefe.

Yo era el cerebro decían.

La noche antes de la elección recorrimos y elegimos gente a la que golpeamos o amenazamos o emborrachamos y los llevamos a los centros de votación y los hicimos votar por nuestro candidato. Dijo el más grandote de los tipos y recorrió la sala con la vista. Yo seguí su mirada y vi al hombre sentado al lado de la puerta debajo del sombrero no le vi la cara.

Esto es antidemocrático dijo el fiscal.

Yo no dije nada.

¿Tiene algo que decir en su defensa?

Miré al hombre al lado de la puerta ahora levantó la cabeza y me miró. Era el señor Rufus Griswold. Fue como si mirase a través de mí hacia las personas en el banco de testigos entonces sonrió un poco y se puso de pie y salió.

Me sentenciaron una hora después.

Durante siete años estuve en la cárcel de Baltimore.

Lo único que me molesta aquí es el pensamiento de que no fui justo contigo maestro y que no me comprendes. Con ganas yo hubiera trabajado por tu fama. No he terminado con ese trabajo.

En Nueva York hay un hombre que escribe cosas que hacen que tu misión y la mía parezcan patéticas.

Mientras yo estoy aquí sentado el señor Griswold se dedica a destruir tu reputación. Lo terrible con la cárcel no es la celda ni el frío ni la comida ni los golpes lo insoportable es la idea de que día tras día él trabaja para destruir tu obra y que no hay nada que yo pueda hacer para detenerlo.

Me han dado permiso para tener libros en la celda. Otra vez leo tus novelas.

«Hay algunos tópicos sobre los que el interés general parece no tener límite, pero que son sin duda terribles para toda poesía respetable. Estos tópicos son justificables sólo en aquellos casos en que un contenido de peso y veraz puede justificarlos».

Así escribes en
Entierro prematuro
.

Yo soy una verdad indisputable.

Una vez me encerraron en una caja en un agujero en el suelo. De vez en cuando pienso que todavía estoy ahí, que nunca me dejaron salir. El guarda me olvidó allí abajo cuando murió su mujer. Día tras día me transformé. No en la piel no en los cabellos en mi conocimiento.

No se me oscureció la piel pero en mis ojos era siempre de noche.

El tiempo se detiene mientras leo tu novela.

«Hay momentos en que nuestro mundo de triste humanidad, aun para la sobria mirada de la razón, asume la forma de un infierno, pero la imaginación del hombre no es ninguna Carathis para explorar cada gruta impunemente. ¡Ay! El horror del sepulcro no puede descartarse como un cuento de hadas, pero: demonios como los que acompañaron a Afrasiab en su viaje por el Oxus deben dormir, si no nos destruirán; deben mantenerse adormilados; si no, pereceremos».

Escucho tu voz en la oscuridad.

La escucho mejor desde que has muerto.

Estás a mi lado y susurras.

Me estremezco bajo las palabras proféticas.

Los últimos meses en la cárcel fui más feliz que nunca antes. Me acuesto en la litera y sueño con mi última gran meta de rescatar tus palabras del falsificador.

No tengo miedo. Estoy borracho de amor por el miedo.

He comenzado a preocuparme por el día en que saldré libre y no pueda estar aquí acostado soñando. Voy de aquí para allá inquieto sobre el suelo de la celda pero me imagino a Rufus Griswold. No sé por qué me asusta pero hay algo en su cara que me intranquiliza.

Escribo el final de esta carta para ti desde Nueva York.

Cuando los guardas vinieron a la celda para buscarme yo no tenía paz en el cuerpo.

Parado en la calle en Baltimore extrañé tanto mi celda que me dieron ganas de regresar y declarar algo que hice hace mucho tiempo.

Cuando llegué a Nueva York llovía tan fuerte que las calles se hicieron ríos.

Después de unos días encontré el apartamento de Rufus Griswold en la Cuarta Avenida. Cuando lo vi no sentí odio sino una especie de cariño. Era tu peor enemigo pero yo no sentía otra cosa que afecto por él. ¿Es Griswold el sirviente del maestro pensé te hubiera recordado mejor la gente si no fuera por él?

¿Supiste que iba a ser así todo el tiempo?

Espié a Rufus Griswold durante varios meses se ha vuelto un viejecito de cincuenta y dos años. Mis pasos lo rodearon pero él no me vio.

Maestro pronto estaremos acabados.

Griswold

El huésped

«Es un visitante —murmuré—, que llama a mi ventana».

El Cuervo
, Edgar Allan Poe

C
uando, avanzada ya la tarde, Rufus termina de revisar el capítulo inicial de
Washington, una biografía
, se levanta del escritorio y camina hacia el dormitorio para descansar la vista. La cama cruje cuando se tumba sobre ella. Aspira profundamente y trata de ignorar el conocido dolor que se expande desde los pulmones y fuera del pecho, los tenaces restos de la tuberculosis.

Oye desde la cama las voces de Emily y de Harriet en la cocina; hablan de Maine. Harriet dice que lo dejará y que regresará allí. Aunque el tono de su esposa es revelador, denota amargura. Él es el culpable. Él lo malogró. O mejor dicho: ha estado muy pendiente de su escritura, muy ocupado en defenderse, en atacar, en poner las cosas en su lugar. Si se detuviese ahora, sería un error. Quienes se dicen amigos de Poe lo parodiarían, lo convertirían en una figura irreconocible, en una especie de criminal.

Al principio pensó que los motes sonaban cómicos, ahora suenan amenazadores. «Rufián Delirante Griswold», «Cerdo», etcétera. De mala gana ha tratado de imaginarse la persona que sus enemigos describen, un falsificador hábil, preciso. El obituario sobre Poe, las memorias, las cartas, estaban por lo visto llenas de exageraciones tortuosas y de alegatos, errores intencionados, adaptaciones y mentiras. Todos los que lo conocen saben que no puede vivir con esos rumores, que no dejará de escribir y revisar y que contraatacará.

Quizá se durmió un rato, porque cuando despierta el pequeño apartamento de la Cuarta Avenida está en silencio.

Sobre la mesita de noche descansa un trozo de papel. Asombrado, lo recoge y lee:

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