La cara del miedo (27 page)

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Authors: Nikolaj Frobenius

Tags: #Intriga

BOOK: La cara del miedo
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—No es verdad —dice la madre, algo irritada. Su rostro tiene una autoridad especial, pese a que…, pese a que parece una niña…

Le habla como si supiese lo que él contestará, es como si ella lo mirase desde un lugar en el futuro.

—No actúes para mí —continúa ella—. No me debes nada. Puedes decir la verdad. Me odiaste porque no logré darte un padre como se debe. Y mírate ahora —concluye, y da un paso adelante y le acaricia la cara.

Él cierra los ojos. El aroma de su mano es suave.

—Hay pocas diferencias entre vosotros —dice ella.

—¿Qué?

—Entre tú y tu padre.

Indignado, se vuelve y se aleja de ella.

—Era el tipo más divertido que te puedas imaginar. Pero desgraciadamente era un pésimo actor. No tenía nada de talento. Daba miedo lo que hacía en escena.

Edgar se vuelve hacia Eliza, que se ríe: toda su cara brilla.

—Era tan porfiado. No quería aceptar que el oficio de actor no era para él. En lugar de eso subía a escena cada noche y se degradaba de la peor manera, el público lo desdeñaba y lo miraban de reojo. Estaba claro que no podía continuar. Actuaba un poco mejor cuando estaba borracho, entonces no era tan acartonado. Pero al final…, era sólo eso lo que quería hacer.

—¿Qué? ¿Beber?

—Sí.

Edgar quita el corcho de la petaca y huele el contenido, el whisky. Entonces se vuelve y lo vacía en la hierba, por encima de la barandilla.

—No lo necesito —dice, y se da la vuelta para encararse a su madre.

Pero ella ya no está.

Permanece en la cama durante varios días, con el capote militar encima. Juega a ver durante cuánto tiempo puede mantener la vista sobre el retrato de Sissy…, los finos trazos de la acuarela pintada por Loui Shew. Se quedará ahí —ésa es la idea— sin mover la vista, sin cerrar los ojos. Sin dejarse encandilar por la luz. Sin dormir ni pensar.

A la larga, está mejor. Mientras está acostado, se imagina que es un retrato…, la cara está pegada en un caballete. Al final duerme con los ojos abiertos y sueña maravillado que está muerto, él también. Camina con Sissy por un bello prado estival en el Infierno, y se gira hacia ella y le susurra: «¿Por qué nadie me contó que era tan bello y tan tranquilo?». Ella sonríe, algo tímida: «No querías escuchar», dice. Cuando despierta el experimento ha terminado, el sol está en su cénit. La luz de la ventana le ataca los ojos con una fuerza abrumadora.

«Debo volver al cementerio —piensa—, volver a la cripta. Aquí hay un cabo suelto». Es imposible planear cualquier cosa antes de cerciorarse de que se ha liberado del todo de esa alimaña.

Temprano, se calza sus mejores botas y se pone en marcha. Sale con un trote animado y no encuentra a nadie camino del cementerio.

«Esa alimaña».

La mañana de otoño es clara y fría. Los árboles lucen amarillentos y rojos como la sangre… La naturaleza es luminosa, primitiva. De su boca brota el aliento condensado. El suelo cruje bajo sus pesadas botas.

Edgar se imagina a su torturador en el féretro.

Dentro de él cosquillea una esperanza oscura y avanza por la cuesta a grandes zancadas, en dirección a la cripta.

La puerta se abre con un chirrido.

Desciende con calma a la bóveda.

Está intacto, todo está tal como lo dejó.

Cuando abre el féretro de piedra, no puede evitar esbozar una sonrisa.

Enciende la linterna y se inclina sobre el féretro.

Allí no hay nada.

El ruido del disparo que hace varios meses efectuó en la cripta suena como un clic en su cabeza. Un pequeño dolor en el pecho. Edgar cae hacia atrás como si le hubiesen disparado.

Cuando vuelve en sí, está sentado con la espalda contra la pared. Tiene frío y está oscuro. Palpa con los dedos a su alrededor, hasta que encuentra la linterna y la enciende.

Se inclina otra vez sobre el féretro vacío.

Samuel ha desaparecido.

Descubre un hoyo en el rincón, la tierra está amontonada a lo largo de la pared de la bóveda «como si un perro hubiese escarbado hacia fuera con las garras», piensa. Entonces pone un pie en el agujero.

Otra vez de viaje. De regreso a Richmond. Allí es donde quiere estar. Pero está intranquilo. También Muddy. Le dice:

—No te enfermes, Eddy.

—No. Voy a tratar de encontrar amigos ahí abajo. Todavía tengo amigos allí.

—¿Recuerdas cómo fue la última vez que viajaste solo?

Sí. Tres semanas atrás, en Filadelfia, se puso enfermo. El cólera castigaba la ciudad, algunos tenían las caras color azul oscuro, enfermaban y morían en el día. Mientras bebía sentado en la habitación del hotel, sintió que había algo en Filadelfia que trataba de contagiarlo, por eso no salió y se quedó durante dos semanas en la habitación. Sólo salió para buscar más bebida.

—Esto puede llevarme unos meses, tía. No sé cuánto tiempo estaré en Richmond esta vez. Pero si algo me sucede, no lo quiera Dios, si algo sucede, quiero que Rufus Griswold se quede con todos mis trabajos y sea mi albacea literario.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero que sea él quien se quede con todos mis escritos y sea mi brazo extendido cuando yo esté muerto.

—¿Cuándo estés muerto?

—Sí.

—¿Rufus Griswold?

—Sí, exacto.

—No entiendo.

—No importa, tía —dice él—. Rufus Griswold es quien mejor sabrá cuidar mis intereses. De eso estoy seguro.

—¿Por qué, Eddy?

Él se encoge de hombros.

—Comienzo a entender —susurra— que todo este interés de Griswold, las visitas, y todo lo demás, es muestra de un afecto enternecedor.

—¿De verdad?

—Sólo haz lo que te digo, tía.

A principios del otoño viaja a Richmond para tratar de encontrar a alguien que lo ayude a financiar su vieja idea de hacer una revista,
Stylus
. Pero no llega a ningún lado con la idea; así pues, comienza, en cambio, a ir de cantina en cantina. Durante varias semanas pasa las noches en las tascas de Richmond hablando con entusiasmo sobre
Eureka
.

—Está escrito… para los pocos que me quieren… y que yo quiero. ¡Pero prometo… que lo que escribo es cierto, absolutamente cierto, amigos, y además es inmortal, sí, no puede morir, y si fuera pisoteado y asesinado, se levantaría de nuevo, lo garantizo, a una vida eterna!

—¡Denle un trago a ese hombre!

—¿Qué le sirvo, señor?

—Oporto.

Una noche ve una lluvia de meteoritos en el cielo de la ciudad. Es noviembre. La luz deja el cielo blanco como la leche, cambiante, escarlata. Mientras los meteoritos se agrandan y sus colas se hacen visibles, el pánico crece en la ciudad. La gente habla con voces raras, silbantes, como si hubiese llegado su hora. A pesar de que los astrónomos han explicado que las trayectorias de los meteoritos no tocarán la Tierra, la gente no está nada tranquila; al contrario, en las calles se grita el fin del mundo.

Mientras las luces muestran su mejor brillo, un hombre pelirrojo sale de la redacción del periódico, se para en medio de la calle y agita los brazos mientras rompe en pedazos un ejemplar del periódico.

—¡Es sólo para calmarnos! —grita—. Todo esto está escrito para evitar el pánico. No lo entendéis. ¡El fin del mundo está cerca!

La gente comienza a correr por las calles, huye fuera de la ciudad.

Otros sacuden la cabeza y se paran con los brazos en cruz para mirar el cielo hermosísimo, la luz de los meteoritos.

Es la luz del futuro…

Camina durante todo el día por las calles y oye lo que la gente dice, observa los meteoritos y trata de medir el diámetro de los restos que caen. Primero está mareado, pero después de un rato la sensación de desesperanza desaparece y comienza a caminar con pasos rápidos y largos. Las piernas se mueven por las calles como agujas de reloj.

«Si los meteoritos son una señal del fin del mundo —piensa—, ¿cómo será el final?»

«¿Quién sobrevivirá?»

«¿Cómo será la gente…, después del fin?»

«¿Quizá las nuevas personas trabajen y duerman sin soñar y se miren entre sí con la pequeña sospecha de que una vez todos eran distintos y que el mundo en el que viven es un involuntario resto? ¿Habrá desaparecido el miedo? ¿Recordará la nueva persona lo que sucedió?». El cielo oscurece de nuevo lentamente y la luz de los meteoritos desaparece.

Las calles recuperan el silencio.

Entonces vuelve a la cantina. El ambiente en torno a él es festivo. Parece que nada hubiese pasado o como si ya se hubiesen olvidado de los meteoros.

—¡Denle un vaso de oporto a ese hombre!

Una mañana busca a su novieta de juventud, Elmira. Encuentra su casa mediante preguntas y descubre que ahora se llama Elmira Royster Shelton. No la ha visto desde hace veinte años. Es viuda.

—Elmira, ¿eres tú? —exclama cuando la ve en el umbral de la hermosa casa blanca.

Ella arruga la cara mientras lo observa, allí quieto en los escalones.

Se la ve tan orgullosa como hace veinticinco años, pero él aprecia enseguida que está encantada de verlo de nuevo. Entiende que no es feliz. Su marido se hizo rico en la rama de transportes y ella tiene todavía un buen pasar, pero su bello rostro tiene ahora algo de estirado y desdichado, piensa de pie en los escalones.

—Tú me diste mi primer beso —dice con alegría.

—En Ellis Garden —contesta ella.

Ella no sonríe, pero él piensa que hay un destello de regocijo en sus ojos.

—Pensé que seríamos nosotros dos —dice él.

—No por mucho tiempo, creo. Dudo que produjera una impresión imborrable. Desapareciste de pronto.

—Te escribí una carta. A la universidad. ¿No lo recuerdas? Una carta de amor desesperada.

Ella ríe. Su semblante serio se deshace en una cálida sonrisa.

—Mi padre rompió tus cartas en pedazos. En su opinión eras un vago en el que no podía confiarse.

—También John Allan pensaba así.

—¿Y lo eres?

—¿Te lo parezco?

—No sé.

—Invítame a pasar, así te cuento mi vida. Y también quisiera saber cosas de la tuya.

Ella le abre la puerta.

Edgar visita a menudo a Elmira Shelton en su alta casa en la calle Grace, frente a la iglesia de Saint John donde descansa Eliza Poe. Beben té chino. Las conversaciones entre ellos son prudentes, casi absurdas. Ella lo observa sin bajar la guardia. Ha escuchado todas las historias. Cada movimiento que él hace debe convencerla de que ha dejado atrás su vieja vida. Ahora es limpio, moral y claro. Una vez que le ha mostrado sus maneras más decorosas (¡es bastante buen actor!), ella se anima, y su pequeña y tirante boca le muestra una sonrisa dulce. Elmira Shelton es religiosa de un modo vacilante, dice ella.

—Tengo un corazón difícil lleno de tentaciones.

Le toma la mano y le susurra:

—Te comprendo.

Se miran, serios por un momento, y comienzan a reír. No pueden parar hasta al cabo de varios minutos.

Cuando sale por la tarde de la casa de ella, está de un magnífico humor.

A la mañana siguiente le llegan noticias de Nueva York. Es un viejo compañero de la oficina del
Messenger
. Le cuenta la historia mientras charlan acerca de cómo ha cambiado Richmond. Parece que han encontrado a un hombre sin dientes, dice el conocido.

—¿Qué es lo que dices?

—En una tumba del cementerio. Hubo un caso similar hace unos años, ¿verdad? Una mujer joven a la que encontraron en una tumba. Esta vez es un hombre, un escritor aficionado, un pájaro suelto, un borracho. Lo encontraron moribundo en la tumba.

—¿Sin dientes?

—Sí. Eso parece. Fea cosa. Es Nueva York, ¿qué esperabas?

Edgar no sabe dónde posar la mirada.

—¿Está todo bien, Poe? Se te ve pálido.

— Tengo que sentarme un momento. No he desayunado.

—Ven. Permíteme ayudarte. Siéntate aquí en el banco.

—Gracias. Sólo necesito sentarme unos minutos. Entonces todo estará bien. Gracias por la ayuda.

—¿Estás seguro de que todo está bien?

—Sí, sí, claro. Sigue, tranquilo. Y gracias por la información.

—Gracias a ti. Que tengas un buen día.

Después de una visita a la cantina, dos médicos lo llevan esa noche a Duncan Lodge. Se libra por los pelos de morir de un coma etílico. En el hospital se revuelca en la cama de lado a lado.

Abre los ojos y descubre que está en el fondo de un pozo. «Me pusieron aquí —piensa—, porque saben que odio los pozos». Parpadea para ahuyentar la oscuridad, pero es espesa en torno suyo, como tierra. Piensa con furia: estoy enterrado en ella. La oscuridad se le pega y se derrama entre su pecho y el cuello de la camisa, y comienza a golpear el vacío hasta que comprende que es inútil y entonces se pone a reír muy fuerte, en caso de que lo escuche alguien allá arriba. Tras un momento, la risa se escucha como un gemido entre las paredes cilíndricas. Los ruidos se acumulan en la garganta.

«Tienes que pensar claro y no perder la cabeza —se anima—. No hay motivo para perder la cordura», murmura, y siente al mismo tiempo que tiene los labios secos, y los raspa entre sí, y la piel se rompe y siente el gusto de la sangre en la boca. De repente, se da cuenta de la sed que tiene. «Oh, buen Dios, dame algo para calmar la sed».

Da pasos sigilosos en la oscuridad con los brazos estirados hacia delante, los cuenta: «uno, dos, tres pasos». Se detiene y trata de ver en las tinieblas. Pero no ve nada más que lo que, maldición, lo rodea. Nada, como si todo fuese nada, murmura. «Cuatro, cinco, seis, siete». Ahora las manos chocan contra una pared de piedra húmeda y él se apoya en la pared. Pega los labios y la lengua a la pared y dice: «Por favor, denme algo de beber».

Está acostado en el suelo y mira hacia arriba. No logra dormir en esta cripta para los vivos, pero tampoco logra estar despierto; no hay forma sobria de estar despierto aquí abajo. En cuanto trata de permanecer despierto durante unos minutos, su cabeza se puebla de los pensamientos más singulares, y pega los ojos contra el frío suelo de tierra y finge de nuevo que está durmiendo. Pero ahora está despierto y mira hacia arriba, y el odio va y viene en el pecho como un lento e imperturbable buque de acero.

No sabe cuánto tiempo hace que está así acostado. Mira hacia arriba. Muy arriba ve un pequeño resplandor, apenas se distingue la oscuridad. Le duelen los hombros cuando se pone de pie y alisa el abrigo que se arrugó debajo de él y está lleno de tierra. Se sacude con cuidado la tierra de la camisa y se endereza y estira el cuello y mira de nuevo hacia arriba. Algo parpadea allí arriba. Busca con cuidado con los pies sobre el suelo de tierra y al final encuentra primero uno y luego el otro zapato, mete los pies en los restos de cuero y cordones y empieza, aún con el cuello estirado hacia la oscuridad, a dar vueltas sobre el suelo de tierra mientras espía el destello de arriba.

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