—¿Estáis tratando de provocarme deliberadamente? —preguntó a Pyrlig, abochornado.
—Así es, mi señor. Eso es lo que estoy haciendo —dijo el otro, haciendo una mueca.
—He matado galeses por decenas —repuso mi primo.
—En ese caso, los daneses no serán ningún problema para vos —repuso Pyrlig, sin darse por ofendido—. Pero ahí queda mi consejo, señor. ¡Daos prisa! Los paganos saben que vamos a caer sobre ellos y, cuanto más tiempo les demos, mejor será su defensa.
De haber dispuesto de barcos que nos llevasen río abajo, podríamos haber ido mucho más deprisa, pero como Sigefrid y Erik sabían que íbamos a por ellos habían interrumpido la navegación por el Temes y, sin contar el
Heofonhlaf,
sólo disponíamos de siete barcos, apenas los necesarios para trasladar a los hombres, sin olvidar que también los holgazanes, las provisiones y los cobistas de Æthelred venían con nosotros. Con todo, nos pusimos en marcha; cuatro días tardamos y no hubo uno siquiera que no viéramos jinetes hacia el norte y embarcaciones hacia el sur. De sobra sabía que eran los exploradores de Sigefrid, que hacían un recuento definitivo de nuestras tropas, a medida que nuestro improvisado ejército se aproximaba a trancas y barrancas a Lundene. Perdimos un día entero, porque cayó en domingo y Æthelred se empeñó en que los curas que iban con nosotros tenían que decir misa. Mientras escuchaba las voces de aquellos zánganos, los jinetes enemigos daban vueltas a nuestro alrededor. Estaba seguro de que Haesten ya había llegado a Lundene, y de que unos doscientos o trescientos hombres suyos estarían ya apostados en las murallas.
Æthelred no se bajaba del
Heofonhlaf más
que al anochecer, para darse una vuelta por los senderos que, antes, yo había encargado de escudriñar. Tenía mucho interés en recorrer aquellos parajes, como dando a entender que cumplía del todo bien mi cometido. Yo le dejaba hacer, la última noche de nuestro viaje acampamos en una isla, protegida por un estrecho arrecife al norte y cuyo extremo sur estaba cubierto de lodo espeso, de modo que, si Sigefrid tenía pensado atacarnos, no le hubiera sido fácil acercarse. Pusimos a buen recaudo nuestras embarcaciones en la corriente que discurría por el lado norte del islote y, a medida que fue bajando la marea y el croar de las ranas se impuso al anochecer, los cascos quedaron atrapados en aquel enorme brezal. Encendimos unas cuantas hogueras en tierra firme para advertir la presencia de cualquier enemigo y aposté hombres en todo el perímetro.
Æthelred no bajó a tierra aquella noche. Apareció un criado que me pidió que fuera a verlo a bordo del
Heofonhlaf
así que me quité las botas y los calzones y me sumergí en aquel barro pegajoso, antes de subir por el costado del barco. Le acompañaba Steapa, que iba al frente de los hombres de guardia personal de Alfredo. Desde la otra punta del bar llegó un criado con cubos llenos de agua del río; nos quitamos el barro de las piernas, antes de volver a vestirnos para al encuentro de Æthelred, que se encontraba bajo su dosel en la popa. Mi primo estaba en compañía del comandante de su escolta, un joven noble de Mercia, de nombre, Aldelmo, de cara alargada y arrogante, ojos oscuros y pelo negro y espeso untado de aceite para que pareciese más lustroso.
También estaba Æthelflaed, acompañada por una doncella y un gesticulante padre Pyrlig. Me incliné ante ella, y me dedicó una simple sonrisa antes de volver a inclinar sobre su labor de bordado, a la luz de un farol protegido por un cuerno. Daba puntadas de lana blanca en una tela de col gris oscuro, reproduciendo la imagen de un caballo encabritado, el estandarte de su marido, el mismo que, de dimensiones colosales, pendía inmóvil del mástil del barco. No había viento, y el humo procedente de las dos ciudades de Lundene no era sino una mancha oscura al este, por donde ya empezaba a anochecer.
—Atacaremos al amanecer —me espetó Æthelred a modo de saludo; llevaba cota de malla y sus dos espadas, la corta y la larga, colgadas de la cintura. A pesar de que trataba de que su voz sonase normal, parecía más pagado de sí mismo que de costumbre—. Pero no daré la orden a mis tropas —continuó—, hasta que vos hayáis iniciado el ataque.
Fruncí el ceño al escuchar tales palabras.
—¿No vais a decidiros a atacar —repetí, midiendo lo que decía— hasta que no lo haya hecho yo?
—Me he expresado con claridad, ¿no? —preguntó Æthelred, con gesto hosco.
—Muy claro —dijo Aldelmo, con sorna. Trataba a Æthelred del mismo modo que éste se comportaba con Alfredo y, como él, seguro también de gozar del favor de mi primo, se sentía con libertad para dirigirme un insulto velado.
—¡Pues yo no lo tengo tan claro! —exclamó el padre Pyrlig, acalorado—. El plan acordado —continuó el galés, dirigiéndose a Æthelred— es que simuléis un ataque contra las murallas del oeste y, cuando los defensores abandonen el muro que da al norte, los hombres de lord Uhtred iniciarán el ataque en toda regla.
—Bueno, pues he cambiado de opinión —dijo Æthelred, con impertinencia—. Ahora serán las fuerzas de Uhtred quienes se encarguen de ese simulacro de ataque, y el asalto de verdad lo llevarán a cabo las mías —aseguró, señalándome en su ancho mentón y sin apartar la mirada, como si quimera lanzarme un desafío.
Æthelflaed también alzó los ojos hacia mí: esperaba que le llevase la contraria a su marido. En vez de eso, dejé boquiabiertos a los allí presentes, agachando la cabeza y dando entender que estaba de acuerdo.
—Si tales son vuestras órdenes —me limité a comentar
—Pues claro que sí —repuso Æthelred, encantado de reconocer el placer que sentía por haber obtenido tan fácilmente aquella victoria pírrica—. Podéis contar con vuestros propios hombres —dijo al desgaire, como si dispusiese de autoridad para relevarme del mando sobre ellos— y otros treinta más.
—Acordamos que serían cincuenta —repliqué.
—¡Da la casualidad de que también he cambiado de idea en cuanto a eso! —añadió, con tenacidad. Había insistido en que los hombres del
fyrd
de Berrocscire, mis hombres, engrosarían sus filas, y yo había dicho, con humildad, que me parecía bien, igual que en aquellos momentos me mostraba de acuerdo en que se llevase los laureles del asalto—. Podéis contar con treinta —añadió, en tono cortante. Podría haberme opuesto y, quizá, debería haberlo hecho, pero me di cuenta de que tal actitud no nos beneficiaría en nada. Æthelred no estaba dispuesto a escuchar ningún argumento; sólo pretendía dejar bien sentada su autoridad en presencia de su joven esposa—. No olvidéis —concluyó— que Alfredo me confió el mando.
—No lo había olvidado —contesté.
El padre Pyrlig me observaba con ojos maliciosos, no dejaba de preguntarse cuál era la razón de que hubiera cedido tan fácilmente al hostigamiento de mi primo. Aldelmo me dedicaba una sonrisa desdeñosa; pensaba que Æthelred me tenía en sus manos.
—De modo que seréis los primeros en partir —orden Æthelred.
—En ese caso, nos iremos cuanto antes —dije.
—Serán mis propias tropas —continuó Æthelred, mirando esta vez a Steapa— las que lleven a cabo el ataque de verdad—. Vos iréis al frente de las huestes reales, inmediatamente detrás.
—Yo voy con Uhtred —afirmó Steapa. Æthelred se le quedó mirando, sin acabar de creerse lo que había oído.
—¡Sois el jefe de la guardia personal de Alfredo! —dijo con lentitud, como si estuviese hablando con un niño pequeño—. Conduciréis a esos hombres hasta la muralla, en cuanto mis hombres hayan dispuesto las escalas.
—Me voy con Uhtred —insistió Steapa—. Ordenes del rey.
—El rey no dictó tales órdenes —negó Æthelred.
—Lo hizo por escrito —aseguró Steapa, quien frunció el ceño, rebuscó en el morral y sacó un pequeño fragmento de vitela. Lo miró un momento, como si no estuviera muy seguro de por qué lado debía leerlo, se encogió de hombros y entregó el escrito a mi sobrino.
A medida que leía el mensaje a la luz del farol que alumbraba a su esposa, Æthelred parecía más contrariado.
—Deberías haberme entregado este escrito antes —dijo, con insolencia.
—Se me olvidó —replicó Steapa—; conmigo vendrán seis hombres que yo mismo elegiré.
Steapa se expresaba con tal firmeza que no era posible poner en duda lo que decía. Se explicó con calma y aspereza, sin apasionamiento, como si quisiera dar a entender que no valían excusas ante lo que acababa de exponer, dando al mismo tiempo la impresión de que estaba dispuesto a acabar allí mismo con cualquiera que se atreviese a llevarle la contraria. Tras escuchar su tono inapelable y ante su porte de hombre alto, fornido y de rostro cadavérico, Æthelred se avino sin oponer resistencia.
—Si el rey así lo ha dispuesto… —dijo, al tiempo que le devolvía el trozo de pergamino.
—Así es —afirmó Steapa, que recogió el escrito, sin sabe muy bien qué hacer con él. Por un momento, pensé que iba a tragárselo; pero se limitó a arrojarlo por el costado de la nave para, a continuación, quedarse mirando hacia el este, a la enorme capa de humo que se cernía sobre la ciudad.
—Procurad presentaros a tiempo mañana —me dijo Æthelred—; de eso depende el éxito de la expedición.
Estaba claro que era una despedida en toda regla. Cualquier otro hombre nos hubiera ofrecido cerveza y algo de comer, pero Æthelred se limitó a darnos la espalda. Steapa y yo nos arremangamos los pantalones de nuevo y nos dispusimos a volver a tierra firme, cruzando aquel lodo pegajoso.
—¿Fuisteis vos quien le dijo a Alfredo que queríais venir conmigo? —le pregunté mientras caminábamos entre los juncos.
—No, fue el rey quien me dijo que fuera con vos. Fue idea suya.
—En tal caso, me siento halagado —dije, con toda sinceridad. Steapa y yo nos habíamos visto las caras como rivales pero, a la larga, habíamos acabado por ser amigos, gracias a los lazos forjados aguantando escudo con escudo frente al enemigo—. Nadie mejor que vos para estar a mi lado —le comenté, con afecto, cuando me agaché para calzarme las botas.
—Iré con vos —me dijo con su cachazuda forma de expresarse—, porque seré yo quien haya de mataros.
Me detuve y me quedé mirándole en la oscuridad.
—¿Qué habéis dicho que tendréis que hacer?
—Que tendré que acabar con vos —dijo, como si acabara de recordar que las órdenes de Alfredo iban más allá—, si os ponéis de parte de Sigefrid.
—Pero no estoy de su lado —rebatí.
—Quiere estar seguro —explicó Steapa—, lo mismo que ese monje, Asser: está convencido de que no sois persona de fiar. Así que si no cumplís sus órdenes, habré de mataros.
—¿Por qué me contáis todo esto? —le pregunté.
Se limitó a encogerse de hombros.
—No importa si estáis preparado o no —continuó—; os mataré de todas formas.
—No —repuse, enmendándole la plana—: trataréis de hacerlo.
Se quedó pensándolo durante un buen rato, y luego negó con la cabeza.
—No —dijo—, seré yo quien os mate —absolutamente convencido de que, llegado el caso, así lo haría.
* * *
Salimos cuando todavía era de noche, bajo un cielo cubierto de nubes. Los jinetes enemigos que nos habían estado vigilando habían regresado a la ciudad al anochecer, pero yo estaba convencido de que Sigefrid disponía también de informadores nocturnos, así que durante una hora o más marchamos por tierras pantanosas en dirección norte. Al principio, nos costó bastante avanzar pero, al cabo de un rato, llegamos a un terreno más firme y nos acercamos hasta un villorrio, en cuyas cabañas de adobe cubiertas con montones de paja ardían pequeñas fogatas. Empujé una puerta y me encontré con una familia agazapada y muerta de miedo alrededor del hogar. Nos habían oído llegar, y sabían que, de noche, sólo acechan criaturas peligrosas, funestas y nocivas.
—¿Cómo se llama esta aldea? —pregunté. Nadie me comentó al principio, hasta que un hombre agitó nervioso la cabeza y dijo que creía que aquello era Padintune—. ¿Padintune? —pregunté—. ¿Estamos en tierras de Padda? ¿Anda Padda por aquí?
—Murió hace años, señor —repuso el hombre—. Ninguno de los que vivimos aquí llegamos a conocerlo, señor.
—Venimos en son de paz —le dije—, pero si alguno trata de abandonar su casa, tendrá que vérselas con nosotros.
No quería que ninguno de aquellos aldeanos fuese corriendo a Lundene para avisar a Sigefrid de que habíamos hecho un alto en Padintune.
—¿Me has entendido? —le pregunté al hombre.
—Sí, señor.
—Abandona tu hogar y serás hombre muerto —le recalqué.
Reuní a mis hombres en la pequeña calle del pueblo y le ordené a Finan que pusiese un centinela delante de cada cabaña.
—No quiero que nadie salga de aquí —le expliqué—. Pueden dormir tranquilamente en su choza, pero que nadie abandone la aldea.
Steapa apareció en mitad de la oscuridad.
—¿No teníamos que dirigirnos hacia el norte? —me preguntó.
—Sí, pero no vamos a hacerlo —le repliqué—. Así que ha llegado el momento de matarme, puesto que no acato las órdenes recibidas.
—¡Vaya! —dijo con un gruñido, y se agachó. Oí cómo crujía el cuero de su armadura y el tintineo al ponerse la cota de malla.
—Podríais sacar vuestra daga ahora mismo y destriparme con un solo gesto. Bastaría con que me la clavaseis en la barriga. Daos prisa, Steapa. Rajadme y no dejéis de mover la hoja hasta que lleguéis al corazón. Pero, antes, tened la bondad de permitirme desenvainar la espada. Os juro que no la utilizaré contra vos. Sólo quiero asegurarme un puesto en el salón de los muertos de Odín, cuando llegue el momento.
—Nunca llegaré a entenderos, Uhtred —dijo, riendo para sus adentros.
—Soy un hombre sencillo —repuse—. Sólo quiero acercarme hasta mi casa.
—¿No queréis ir al salón de Odín?
—Eso, después —contesté—; primero, quiero volver a casa.
—¿A Northumbria?
—Soy el dueño de una fortaleza cerca del mar —dije, con melancolía; y pensé en Bebbanburg, en lo alto de un risco, y en el mar gris embravecido que se agitaba sin cesar y rompía contra las rocas, y en el viento frío que soplaba del norte, y en los graznidos de las blancas gaviotas en el malecón—. Allí está mi hogar.
—¿El sitio que os arrebató vuestro tío? —me preguntó Steapa.
—Ælfric —repuse vindicativo, mientras pensaba en el destino una vez más. Ælfric era el hermano pequeño de mi padre y se quedó en Bebbanburg, mientras yo iba con mi padre a Eoferwic. No era más que un niño entonces. Atravesado por una espada danesa, mi padre perdió allí la vida, y yo me convertí en esclavo de Ragnar
el Viejo
, que me crió como si fuera hijo suyo. Haciendo caso omiso de los deseos de mi padre, mi tío se apoderó de Bebbanburg. Nunca había olvidado aquella traición, que me ahogaba de cólera y de la que algún día tomaría cumplida venganza—. Llegará el día —le dije a Steapa— en que raje a Ælfric desde la entrepierna hasta el esternón y no dejaré de mirarlo mientras muere. No será una fuerte rápida. No le traspasaré el corazón. Quiero verlo morir y mearme encima de él mientras agoniza. Después, mataré a sus hijos.