—Más le valdría buscar el consuelo de Dios, mi rey —sostuvo Asser, abriendo la boca por primera vez—, a no ser que pretenda que su alma arda en el fuego eterno.
—Amén —contestó Æthelred.
Alfredo contempló con tristeza sus manos manchadas de tinta.
—Lundene —dijo, de repente, cambiando de asunto.
—Custodiada por forajidos —repuse yo— que pretenden servirse de los muertos.
—Eso ya lo sé —comentó, con extrema frialdad—. ¿Qué hay de Sigefrid?
—Sigefrid, el hombre de un solo pulgar, gracias al padre Pyrlig —repuse.
—También estoy al tanto de eso —aseguró el rey—. Lo que me gustaría saber es qué hacíais vos con el tal Sigefrid.
—Los espiaba, señor —se me ocurrió decirle—, igual que vos espiasteis a Guthrum hace unos cuantos años —me refería a aquella noche de invierno en que Alfredo, que parecía haberse vuelto loco, se había disfrazado de músico para enterarse de lo que pasaba en Cippanhamm, ocupada entonces por Guthrum, cuando éste era enemigo de Wessex. Aquella locura de Alfredo no salió del todo bien y, de no haber estado yo allí, seguro que Guthrum se habría convertido en rey de Wessex. Le dediqué una sonrisa a Alfredo y él se dio cuenta de que le recordaba que le había salvado la vida; pero, en vez de mostrarse agradecido, parecía disgustado.
—No fue eso lo que nos contaron —inició el ataque el monje Asser.
—¿Qué os dijeron, pues, hermano? —le pregunté.
Alzó un largo y escuálido dedo.
—Que llegasteis a Lundene con el pirata Haesten —otro dedo se unió al primero—, que Sigefrid y su hermano Erik os recibieron con los brazos abiertos —hizo un alto, y me lanzó una maliciosa mirada a la que se sumó un tercer dedo—, y que los paganos se dirigían a vos con el título de rey de Mercia —y se guardó los tres dedos con lentitud, como si las acusaciones que acababa de formular fueran irrefutables.
Negué con la cabeza, con fingida sorpresa.
—Conozco a Haesten desde que le salvé la vida, hace ya muchos años —dije—, y me aproveché de esa circunstancia para que me invitase a ir a Lundene. ¿Qué culpa tengo yo de que Sigefrid me diera un título que ni anhelo ni poseo?
Asser no dijo nada. Æthelred no dejaba de moverse a mis espaldas, mientras Alfredo no me quitaba los ojos de encima.
—Si no me creéis, podéis preguntarle al padre Pyrlig.
—Lo hemos enviado de vuelta a Anglia Oriental para que siga con sus prédicas —añadió Asser, en tono cortante—. Pero tened por seguro que se lo preguntaremos.
—Ya lo he hecho yo —dijo Alfredo, indicándole a Asser que mantuviese la compostura—, y el padre Pyrlig responde por vos —aunque esto último lo afirmó con cautela.
—¿Cómo es posible que Guthrum no se haya vengado de las tropelías cometidas contra sus emisarios?
—El rey Æthelstan —apuntó Alfredo, recurriendo al nombre cristiano de Guthrum— no quiere saber nada de Lundene. La ciudad pertenece a Mercia y sus tropas no se adentrarán en ese territorio. Pero le he prometido que le enviaría a Sigefrid y a Erik presos, y eso es cosa vuestra —me limité a negar con la cabeza, pero no dije nada—. Así que contadme los planes que tenéis para apoderaros de Lundene —me dijo Alfredo.
Callé un momento.
—¿Ofrecisteis un rescate por la ciudad, mi señor? —quise saber.
Alfredo pareció molesto al oír aquella pregunta, pero aseguró que sí con la cabeza.
—Ya les ofrecí plata —reconoció, avergonzado.
—Ofreced más —le propuse.
—¿Más todavía? —preguntó, dirigiéndome una mirada cargada de rencor.
—No será fácil tomar la ciudad, mi señor —le aseguré—. Sigefrid y Erik disponen de centenares de hombres, y Haesten se les unirá en cuanto se entere de que nos dirigimos contra ellos. Tendremos que asaltar muros de piedra, señor, y los hombres mueren como moscas en esos embates.
Æthelred no dejaba de agitarse a mis espaldas. Sabía que pretendía tildar mis temores de cobardía, pero tuvo el suficiente sentido común para no abrir la boca.
Alfredo volvió a afirmar con la cabeza.
—Les ofrecí plata —afirmó, disgustado—, más plata de toda la que pueda soñar un hombre. Les ofrecí oro. Me respondieron que se conformarían con la mitad de lo que les prometía, si les daba sólo una cosa más —dijo, mirándome con gesto desafiante; me encogí de hombros ligeramente, como dando a entender que no hubiera aceptado semejante petición—. Querían a Æthelflaed —confesó.
—Antes se encontrarán con mi espada —advirtió un agresivo Æthelred.
—¿Querían a vuestra hija? —cuestioné, sorprendido.
—Eso fue lo que me pidieron —repuso Alfredo—, porque sabían que no aceptaría tamaña exigencia; sólo pretendían ultrajarme —añadió encogiéndose de hombros, como si semejante insulto le pareciese tan vano como pueril—. Si alguien puede echar a los hermanos Thurgilson de Lundene, ése sois vos. Así que explicadme qué pensáis hacer.
Traté de dar una respuesta coherente.
—Sigefrid no dispone de suficientes hombres como para custodiar todo el perímetro de la muralla que rodea la ciudad —mencioné—, así que podemos iniciar un asalto de distracción contra la puerta oeste y, desde el norte, emprender un ataque en toda regla.
Alfredo frunció el ceño, y echó un vistazo a los pergaminos amontonados en el alféizar de una ventana. Encontró la página que buscaba, y leyó lo que allí estaba escrito.
—Por lo que aquí veo, la ciudad antigua cuenta con seis puertas —dijo—. ¿A cuál de ellas os referís?
—A la del oeste, la más cercana al río —contesté—. Los habitantes de la ciudad la conocen como Puerta de Ludd.
—¿Y por el lado norte?
—Hay dos puertas —repuse—: una que desemboca en la antigua fortaleza romana; la otra va a dar a la plaza del mercado.
—Al foro —me corrigió Alfredo.
—Tomaremos la que conduce al mercado —le dije.
—¿No la que lleva a la fortaleza?
—La fortaleza forma parte de las murallas —le expliqué—; si entramos por esa puerta, tendremos que dominar la muralla que da al sur. Pero si nos hacemos fuertes en la plaza del mercado, nuestros hombres cortarán la retirada a Sigefrid.
Sabía a ciencia cierta que no estaba diciendo más que tonterías, aunque no dejaban de tener un cierto sentido. Si iniciábamos el ataque desde la nueva ciudad sajona, al otro lado del río Fleot, contra las murallas de la ciudad vieja, los defensores se concentrarían en la Puerta de Ludd; si entretanto, una fuerza más reducida y aguerrida atacaba desde el norte, no encontraría demasiada resistencia en aquella parte de la muralla. Una vez dentro de la ciudad, esa segunda fuerza podría atacar a los hombres de Sigefrid desde la retaguardia y abrir la Puerta de Ludd para dar paso el resto de nuestro ejército. No había duda de que era la mejor forma de atacar la ciudad, pero me parecía tan evidente que estaba seguro de que Sigefrid habría tomado sus medidas.
Alfredo sopesó la idea.
Æthelred no abrió la boca. Esperaba a ver qué decía su suegro.
—El río —comentó Alfredo, dubitativo, negando a continuación con la cabeza, como si aquella idea no condujese a nada.
—¿El río, mi señor?
—¿Y un ataque por barco? —insistió Alfredo, sin estar aún muy seguro.
Le di tiempo para que lo pensara. Era como lanzarle un hueso a un cachorro sin amaestrar. Y el animalito fue tras él.
—Un ataque por barco es una idea estupenda —aseguró Æthelred —. ¿Cuatro o cinco naves? Si nos dejamos llevar por la corriente, podemos desembarcar en los muelles y atacar las murallas desde la retaguardia.
—Un ataque por tierra sería arriesgado —dijo Alfredo, todavía inseguro, aunque la duda hacía pensar que no le parecían mal las ideas de su yerno.
—Y probablemente estéril —añadió Æthelred, exultante. No trataba de ocultar cuánto desprecio le merecía mi plan.
—¿Habéis considerado la posibilidad de llevar a cabo un ataque por barco? —me preguntó Alfredo.
—Lo hice, mi señor.
—¡A mí me parece una idea magnífica! —insistió Æthelred, con firmeza.
Momento que aproveché para darle a aquel cachorrito el manotazo que se merecía.
—Hay una muralla que da al río, mi señor —expliqué—. Podríamos llegar a los embarcaderos, pero aún tendríamos que superar una muralla —una barrera erigida junto a los muelles, otro vestigio de las obras que hacían los romanos, construida en losas y ladrillos y reforzada con torreones circulares.
—No lo sabía —comentó Alfredo.
—Así es, mi señor, y habrá que tenerlo en cuenta, si mi primo está pensando en lanzar un ataque contra la muralla que da al río.
Æthelred no abría la boca.
—¿Es alta esa muralla? —preguntó Alfredo.
—Bastante, y la han reconstruido hace poco —le dije— pero, como es natural, me inclino ante la experiencia de vuestro yerno.
Alfredo sabía que eso no era cierto, y me dirigió una mirada de enojo, antes de atacarme como yo había hostigado a Æthelred.
—El padre Beocca me ha dicho que habéis tomado al hermano Osferth a vuestro servicio.
—Así es, señor —respondí.
—No eran ésos los planes que tenía para el hermano Osferth —añadió Alfredo, con firmeza—, así que devolvedlo a su sitio.
—Así se hará, mi señor.
—Está llamado a servir a la iglesia —añadió, como si no acabase de creerse lo que le acababa de decir; se volvió y miró por la estrecha ventana—. No puedo permitir que Sigefrid siga donde está —continuó—; necesitamos que el río quede expedito, y hemos de hacerlo cuanto antes —lo dijo con las manos a la espalda, mientras yo observaba cómo apretaba y soltaba los dedos—. Y lo quiero antes de que se oiga el canto del cuclillo. Lord Æthelred irá al frente del ejército.
—Gracias, mi señor —dijo Æthelred, poniendo una rodilla en tierra.
—Pero escucharéis los consejos de lord Uhtred —le insistió el rey, mirando a su yerno.
—Faltaría más, mi señor —repuso Æthelred, mintiendo.
—Lord Uhtred tiene más experiencia en la guerra que vos —le explicó el rey.
—No dejaré de pedirle consejo, mi señor —fingió Æthelred, de manera muy convincente.
—¡Y quiero que la ciudad caiga antes de que se oiga el canto del cuclillo! —repitió.
Lo que significaba que apenas disponíamos de seis semanas.
—¿Convocaréis ya a los hombres? —le pregunté a Alfredo.
—Lo haré —repuso el rey—, y los dos comenzaréis los preparativos necesarios.
—Os entregaré Lundene —aseguró Æthelred, ufano—. Cuando alguien reza a Dios con fe y humildad, todo lo consigue.
—No quiero Lundene para mí —replico Alfredo, no sin acritud—; pertenece a Mercia, es decir, a vos —añadió, inclinando levemente la cabeza hacia Æthelred—, pero quizá no os importe que designe un obispo y un gobernador de la ciudad.
—Faltaría más, mi señor —repuso Æthelred.
Me despidieron, y allí dejé al suegro y al yerno, en compañía del amargado de Asser. Me detuve al salir, bajo el sol, y pensé en cómo me apoderaría de Lundene, porque sabía que eso era lo que debía hacer y tendría que llevarlo a cabo sin que Æthelred sospechase siquiera lo que me traía entre manos. Podía hacerse, pensé, pero sólo con mucha cautela y contando con la buena suerte.
Wyrd bid ful arad.
Fui en busca de Gisela. Crucé el patio que daba al exterior y me encontré con un grupo de mujeres junto a una de las puertas. Eanflaed estaba entre ellas, y me volví para saludarla. Había sido puta; luego, amante de Leofric y, ahora, era una de las damas de compañía de la esposa de Alfredo. Suponía que Ælswith no sabía que una de sus damas había sido una ramera, aunque quizá sí y no le importase demasiado, porque ambas estaban unidas por lazos de amargura. Ælswith no se resignaba a que en Wessex no se considerase como reina a la esposa del rey, y Eanflaed sabía lo bastante acerca de los hombres como para que alguno le gustase. Le tenía mucho aprecio y me desvié de mi camino para hablar con ella; pero, al ver que me acercaba, me hizo un gesto con la cabeza para que me alejase de allí.
Me detuve; Eanflaed rodeaba con el brazo a una mujer joven, que estaba sentada en una silla, con la cabeza gacha. La muchacha alzó el rostro y me vio. Era Æthelflaed. Tenía el rostro macilento, magullado y arañado. Había estado llorando, y aún tenía los ojos llenos de lágrimas. En un primer momento, no me reconoció; después, se dio cuenta de quién era y me dedicó una sonrisa forzada, que le devolví, junto con una reverencia, y me alejé de allí.
Me puse a pensar en Lundene.
Habíamos acordado en Wintanceaster que Æthelred iría río abajo hasta Coccham, con las tropas que formaban parte de la guardia personal de Alfredo, sus propios soldados y todos los hombres que consiguiera reunir en las extensas posesiones que poseía al sur de Mercia. Una vez allí, nos dirigiríamos a Lundene con el
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de Berrocscire y mis tropas. Alfredo había insistido en meternos prisa, y Æthelred se había comprometido a estar preparado en un plazo no superior a dos semanas.
Un mes entero había transcurrido, y Æthelred seguía sin dar señales de vida. Ya echaban plumas los polluelos en los árboles, que empezaban a despuntar. Ya habían brotado las blancas flores del peral, y las lavanderas iban y venían revoloteando a los nidos que habían construido en los aleros de paja de nuestra casa. No le quitaba los ojos de encima a un cuclillo que no dejaba de mirarlos para depositar su huevo en una nidada de lavanderas. El pájaro en cuestión aún no había cantado, pero no tardaría en hacerlo, momento señalado por Alfredo para apoderarnos de Lundene.
Esperé. Estaba tan aburrido como mis tropas que, dispuestas ya para guerrear, tenían que soportar aquella tregua. No eran sino cincuenta y seis soldados, no demasiados en realidad, apenas los suficientes para constituir la tripulación de una nave, pero mantener a esos hombres costaba dinero, Y era yo quien ponía la plata en aquellos momentos. Cinco de ellos eran tan jóvenes que nunca se habían visto en el momento culminante de una batalla, es decir, en un muro de escudos. Así que, mientras esperábamos a Æthelred, puse todo mi empeño en que aquellos cinco hombres se preparasen a conciencia. Uno de ellos era Osferth, el bastardo de Alfredo.
—No está dotado para esto —me decía Finan, siempre que tenía ocasión.
—Dadle tiempo —le respondía yo, con la misma frecuencia.
—Ojalá se tope con una espada danesa —comentó Finan, con desprecio, lanzando un escupitajo— que le raje esa barriga frailuna. Me había parecido entender que el rey quería que volviese a Wintanceaster.