Pyrlig se apartó como una comadreja.
Alzó a
Hálito-de-Serpiente
con elegancia y dio un paso atrás, de modo que detuvo con su hoja la indolente estocada de Sigefrid; luego, se adelantó hacia su contrincante y le asestó un fuerte mandoble con
Hálito-de-Serpiente;
con un rápido giro de muñeca la dirigió contra el brazo del norteño, aún adelantado con su espada. No fue un golpe lo bastante fuerte como para traspasar la cota de malla, pero obligó a Sigefrid a adelantar más el brazo y recibió una estocada. Pyrlig no se arredró y se movió con tanta rapidez que
Hálito-de-Serpiente,
como una sombra plateada, golpeó con violencia el pecho de Sigefrid.
La hoja tampoco consiguió atravesar la cota de Sigefrid, pero obligó a retroceder a aquel hombre tan corpulento. Reparé en la cólera que brillaba en sus ojos y cómo tomaba impulso desde atrás con
Aterradora,
tratando de asestar un golpe que habría decapitado a Pyrlig en aquel preciso y sangriento momento. Era un mandoble ineludible, asestado con fuerza y ferocidad, pero el cura, que parecía encontrarse de nuevo a un paso de la muerte, recurrió otra vez a su muñeca. Ni siquiera dio la impresión de haberse movido, pero
Hálito-de-Serpiente
refulgió de filo.
Detuvo el golpe mortal con la punta de mi espada, que fue a clavarse en la muñeca de Sigefrid, y un chorro de sangre salpicó el aire como una niebla rojiza.
Observé una sonrisa en el rostro de Pyrlig. Más bien parecía una mueca, pero aquella especie de sonrisa ponía de manifiesto el orgullo del vencedor y el triunfo del guerrero. Había rasgado el antebrazo de su contrincante de arriba abajo, había conseguido atravesar la malla y dejado al aire la carne, la piel y el músculo, desde la muñeca hasta el codo, de modo que Sigefrid se quedó sin fuerzas y se detuvo. El brazo con el que el hombre del norte sujetaba la espada estaba indemne, pero Pyrlig dio un rápido paso atrás, y le asestó una estocada baja con
Hálito-de-Serpiente,
al tiempo que pareció hacer fuerza sobre el filo. La espada emitió una especie de silbido en el momento en que el galés asestó un mandoble contra la muñeca ensangrentada de Sigefrid. Casi se la seccionó, pero la hoja rebotó en un hueso y sólo le rebanó el pulgar, mientras
Aterradora
caía sobre la arena del circo y
Hálito-de-Serpiente
apuntaba directamente a la barba y a la garganta de Sigefrid.
—¡No! —grité.
Sigefrid estaba tan asustado que ni siquiera parecía furioso. No podía creerse lo que había pasado. En ese momento, tenía que haberse dado cuenta de que tenía que habérselas con un espadachín consumado, pero no podía aceptar la derrota. Alzó las manos ensangrentadas como pretendiendo asir la hoja de Pyrlig; la espada del galés hizo un movimiento y él quedó paralizado, al borde de la muerte.
—¡No! —repetí.
—¿Por qué no puedo rematarlo? —preguntó Pyrlig, como un guerrero curtido y despiadado, con la mirada fría y colérica de un hombre de armas.
—¡No! —insistí. Sabía que si Pyrlig mataba a Sigefrid, los hombres de éste se tomarían cumplida venganza.
Erik también lo sabía.
—Has ganado tú, cura —dijo, en voz baja, al tiempo que se acercaba a su hermano—. Has ganado tú —dijo de nuevo—, así que baja la espada.
—¿Admite que lo he derrotado? —quiso saber Pyrlig, sin apartar la mirada de los ojos oscuros de Sigefrid.
—Hablo en su nombre —afirmó Erik—. Has ganado la pelea, cura, así que sois libres.
—Antes he de comunicaros el mensaje que se me ha encomendado —dijo Pyrlig; Sigefrid seguía perdiendo sangre por la mano pero no apartaba los ojos del galés—. El mensaje del rey Æthelstan —dijo Pyrlig, en vez de Guthrum— es que debéis salir de Lundene. No forma parte del territorio que Alfredo ha dejado en manos danesas. ¿Me habéis entendido? —añadió blandiendo una vez más a
Hálito-de-Serpiente;
Sigefrid no dijo nada—. Quiero caballos —continuó Pyrlig—, y que lord Uhtred y sus hombres nos den escolta hasta que hayamos salido de Lundene. ¿De acuerdo?
Erik me dirigió una mirada y me dio su conformidad.
—De acuerdo —le dijo a Pyrlig.
Me hice con
Hálito-de-Serpiente,
aún en manos de Pyrlig. Erik, por su parte, sujetaba el brazo herido de su hermano. Por un momento, pensé que Sigefrid sería capaz de atacar a un galés desarmado, pero Erik se encargó de quitarle semejante idea de la cabeza.
Trajeron los caballos. Los hombres que estaban en el circo guardaban silencio y nos miraban con resentimiento, habían visto cómo su jefe era humillado, y no entendían que Pyrlig pudiera irse de allí con los otros enviados, pero aceptaron la decisión de Erik.
—Mi hermano es testarudo —me comentó Erik, en un aparte, mientras ensillaban los caballos.
—Al parecer el cura sí sabía pelear —repuse, a modo de disculpa.
Erik frunció el ceño, no airado, sino sorprendido.
—Tengo curiosidad por ese dios —admitió, mientras observaba cómo vendaban las heridas a su hermano—. Parece un dios poderoso —añadió Erik; devolví mi espada a la vaina, y él reparó en la cruz de plata que adornaba la empuñadura—. ¿Sois también de esa opinión?
—Fue un regalo —repuse—, de una mujer buena, a la que quise un día. Más tarde, el dios de los cristianos se erigió en su dueño y, desde entonces, ya no quiere saber nada de hombres.
Erik extendió una mano y tocó la cruz con cierto temor.
—¿No pensáis que resida ahí el poder de la espada? —me preguntó.
—Del recuerdo de aquel amor, quizá, pero la fuerza procede de aquí —contesté, echando mano del amuleto con el martillo de Thor.
—Ese dios suyo me da miedo —apostilló Erik.
—Es un dios intransigente y desabrido —repuse—, un dios que sólo sabe dictar leyes.
—¿Leyes?
—No consiente que se retoce con la mujer del prójimo —dije.
Al oírme, Erik se echó a reír, pero se dio cuenta de que hablaba en serio.
—¿De verdad? —me preguntó, como si no acabara de creérselo.
—¡Cura! —llamé a Pyrlig—. ¿Permite tu dios que se pueda retozar con la mujer del prójimo?
—No lo impide, señor —contestó Pyrlig con humildad, como si me tuviera miedo—, pero no lo ve con buenos ojos.
—¿Y no dictó un mandamiento sobre eso?
—Así es, señor, igual que estableció otro que estipula que no hay que desear el buey del vecino.
—Ya lo veis —le dije a Erik—; cuando se es cristiano, no se pueden albergar deseos ni siquiera sobre un buey.
—Sorprendente —repuso, pensativo, mientras observaba a los enviados de Guthrum que, de casualidad, seguían con la cabeza encima de los hombros—. ¿No os incomoda darles escolta?
—No.
—Sería bueno que regresasen con vida —comentó, en voz baja—. ¿Por qué darle una excusa a Guthrum para atacarnos?
—Los matéis o no, no lo hará —repuse muy seguro.
—Probablemente, no —admitió—, pero les prometimos que si el cura vencía, todos seguirían con vida, y así ha de ser. ¿Estáis seguro de que no os importa darles escolta?
—Claro que no —contesté.
—Volved aquí —añadió Erik, con afecto—, os necesitamos a nuestro lado.
—A quien necesitáis es a Ragnar —le atajé.
—Cierto —asintió, con una sonrisa—. Conducid sanos y salvos a estos hombres fuera de la ciudad y, luego, regresad.
—Antes, he de ocuparme de mi mujer y mis hijos —dije.
—Cierto —convino, sonriendo de nuevo—. Sois afortunado. Pero, ¿regresaréis después?
—Eso fue lo que me recomendó Björn
el Muerto
—repuse, evitando contestar directamente a su pregunta.
—Eso hizo —afirmó Erik, dándome un abrazo—. Os necesitamos porque, juntos, podremos conquistar toda la isla.
Partimos, recorrimos a caballo las calles de la ciudad hasta salir por la puerta oeste, conocida como Puerta de Ludd, y seguimos hasta el vado que cruza el río Fleot. Todavía dolorido por la patada que le había propinado Sigefrid, Sihtric cabalgaba inclinado sobre el pomo de la silla de montar. Después de cruzar el vado, eché una ojeada a mis espaldas temiendo que Sigefrid hubiera revocado la decisión tomada por su hermano y hubiese enviado hombres en nuestra persecución, pero no venía nadie. Espoleamos los caballos, cruzamos las tierras pantanosas y subimos hasta la ciudad sajona por una suave ladera.
No seguí por el camino que va hacia el oeste, sino que me dirigí a los muelles, donde permanecían atracados no menos de doce barcos. Eran las barcazas que comerciaba con Wessex y Mercia. Pocos eran los timoneles que se atrevían a remontar la peligrosa grieta que permitía el paso a través del puente derruido que los romanos habían erigido de una orilla a otra del Temes. Se trataba, pues, de pequeñas embarcaciones de remo, que me pagaban tributo en el lado de Coccham. Todos me conocían, porque siempre le compraba algo en cada viaje.
Nos abrimos camino a través de montones de mercancías, dejando atrás unas cuantas hogueras y cuadrillas de esclavos que cargaban o descargaban las barcas. Sólo una de ellos estaba dispuesta para zarpar. Se llamaba
Cisne,
y la conocí de sobra. La tripulación era sajona, y supe que se disponía partir, porque los remeros ya aguardaban en el muelle mientras el timonel, un hombre llamado Osric, concluía la transacción con un comerciante cuyas mercancías llevaba bordo.
—Zarparemos contigo —le dije.
Dejamos casi todos los caballos en tierra, aunque insistí en que quería que
Smoca
viniera conmigo, al igual que Finan insistió en no apartarse de su montura. Así que atamos a las caballerías en el pantoque del
Cisne,
y allí se quedaron temblando. Zarpamos. La marea estaba subiendo, los remos golpeaban, íbamos río arriba.
—¿Adonde he de llevaros, señor? —me preguntó Osric.
—A Coccham —le ordené.
Con Alfredo, una vez más.
* * *
El río iba crecido, turbio y revuelto. Bajaba con fuerza por las lluvias de aquel invierno, y la marea que subía ofrecía una resistencia cada vez menor. Al principio, al
Cisne
le costó lo suyo hasta que los diez remeros lograron imponerse a la corriente; Finan me estaba mirando y los dos sonreímos. Seguro que se acordaba, igual que yo, de los largos meses que habíamos sido esclavos remeros en un buque mercante. Lo pasamos mal, sangramos y nos helamos de frío, convencidos de que sólo la muerte podría librarnos de aquella maldición. Ahora, otros eran los hombres que remaban para nosotros, mientras el
Cisne
se enfrentaba con los rápidos de los enormes meandros del Temes, que se remansaban gracias a la enorme cantidad de agua que inundaba las marismas.
Me senté en el angosto altillo que se alzaba en la proa redondeada de la barcaza, y el padre Pyrlig hizo lo propio, a mi lado. Le había dejado mi capote y estaba embozado en él. No sé cómo se las había compuesto para hacerse con un poco de pan y queso, pero no me extrañó nada: nunca había conocido a un hombre que comiese tanto.
—¿Cómo se os ocurrió que podría vencer a Sigefrid? —me preguntó.
—No lo pensé —repuse—. La verdad es que confiaba en que fuera él quien acabase con vos; un cristiano menos.
Esbozó una sonrisa al oír mis palabras, y se quedó mirando las aves acuáticas que sobrevolaban el río.
—Sabía que sólo disponía de dos o tres oportunidades de atacarle —comentó—, antes de que se diera cuenta de que sabía manejarme bien, tras lo cual me hubiera rebanado y arrancado la carne a tiras.
—Por supuesto —respondí—, pero pensé que las tendríais en cuenta y las aprovecharíais bien.
—Gracias por lo que hicisteis, Uhtred —dijo, al tiempo que cortaba un trozo de queso y me lo daba—. ¿Cómo estáis?
—Aburrido.
—Me enteré de que os habíais casado.
—No estoy aburrido de mi mujer —le repliqué.
—¡Qué suerte! Porque yo no soporto a la mía, con esa lengua viperina que tiene. En cuanto abre la boca, ya está criticando a alguien. No la conocéis, ¿verdad?
—No.
—A veces, reniego de Dios por haber hecho a Eva de aquella costilla de Adán; pero cuando veo a una muchacha y mi corazón brinca de alegría, pienso que Dios bien sabía lo que se traía entre manos.
—Pensaba que los curas cristianos tenían que dar ejemplo —dije, con una sonrisa.
—¿Qué hay de malo en admirar a las criaturas de Dios —se preguntó Pyrlig, no sin indignación—, y más si son jóvenes, con unas buenas tetas y un precioso culo redondito? Si ignorase esas gracias con las que tiene a bien dispensarnos, sería un hereje —para preguntarme, a continuación, con gesto preocupado—: Me enteré de que os habían hecho prisionero.
—Así fue.
—Recé por vos.
—Os lo agradezco —repuse, sinceramente. No adoraba al dios de los cristianos, pero, como Erik, temía que tuviera algún poder, así que las oraciones que a él iban dirigidas nunca estaban de más.
—Y también que fue el rey Alfredo quien os liberó —añadió Pyrlig.
Me quedé callado un instante. Como siempre, no estaba dispuesto a reconocer la deuda que tenía contraída con Alfredo y, a regañadientes, admití que me había ayudado.
—Envió a los hombres que me sacaron de aquella situación —dije.
—¿Y ésa es vuestra forma de agradecérselo, lord Uhtred, proclamándoos rey de Mercia?
—¿También estáis al corriente de eso? —pregunté con cautela.
—¡Pues, claro, naturalmente! Ese zoquete de hombretón del norte bien se encargó de gritármelo al oído. ¿Sois, pues, el rey de Mercia?
—No —me limité a responder, aguantándome las ganas de añadir «todavía».
—Eso pensé yo, que era mentira —añadió Pyrlig, más tranquilo—. De lo contrario, me habría enterado. Y no creo que lo seáis, a menos que sea por expreso deseo de Alfredo.
—Me importa un bledo lo que diga Alfredo —contesté.
—Pero debería informarle de esos rumores —dijo Pyrlig.
—Faltaría más —repliqué, cortante.
Me apoyé contra la viga curvada de la roda de la barcaza, y contemplé la espalda de los remeros. Aproveché de paso para asegurarme de que ningún barco venía siguiéndonos, por si alguna nave guerrera venía detrás de nosotros impulsada por largos remos, pero no atisbé ningún mástil a lo largo del río, señal de que Erik había conseguido convencer a su hermano para que no se tomase la revancha de inmediato por la humillación que había sufrido a manos de Pyrlig.
—¿A quién se le habrá ocurrido que os habíais proclamado rey de Mercia? —insistió el cura, a la espera de una respuesta que nunca llegó a oír—. Seguro que a Sigefrid, un locura de Sigefrid.