—¿Locura? —pregunté, como quien no quiere la cosa.
—Ese hombre no es un necio —aseguró Pyrlig—, y su hermano, menos aún. Saben que Æthelstan, el rey de Anglia Oriental ya es viejo, y se preguntan quién será su sucesor. Por otra parte, en Mercia, no hay rey. Pero no dispone de fuerzas para conquistarla. Los sajones de Mercia le plantarían cara, Alfredo acudiría en su ayuda y los hermanos Thurgilson tendrían que pelear contra una horda de sajones. De modo que a Sigefrid se le ocurrió la idea de levantar un ejército y conquistar Anglia Oriental en primer lugar, después Mercia, ¡y más tarde, Wessex! Pero, para llevar a cabo todo eso, tiene que contar con los hombres de Northumbria del
jarl
Ragnar.
Me sorprendió que Pyrlig, amigo de Alfredo, estuviera al tanto de los planes de Sigefrid, Erik y Haesten, pero permanecía impasible.
—El
jarl
Ragnar no se sumará a esa contienda —dije, tratando de dar por terminada la conversación.
—A menos que vos se lo pidáis —repuso Pyrlig, de inmediato, si bien yo me limité a encogerme de hombros—. ¿Qué puede ofreceros Sigefrid? —añadió Pyrlig y, al ver que yo no decía nada, se respondió a sí mismo—: Mercia.
—Todo eso me parece muy complicado —repuse, con una sonrisa de circunstancias.
—Sigefrid y Haesten —continuó Pyrlig, ignorando mi frívolo comentario— aspiran a ser reyes. Pero aquí sólo disponemos de cuatro reinos. No pueden conquistar Northumbria, porque Ragnar no se lo permitiría. Tampoco pueden apoderarse de Mercia, porque Alfredo se lo impediría. Pero como Æthelstan ya está viejo, bien pueden invadir Anglia Oriental. Y, ¿por qué no acabar lo ya comenzado y conquistar Wessex de paso? Sigefrid asegura que sentará en el trono al beodo del sobrino de Alfredo, lo que contribuiría a calmar los ánimos de los sajones durante unos cuantos meses, los suficientes hasta que Sigefrid lo asesinase. Pero, para entonces, quizá Haesten ya fuera rey de Anglia Oriental, y vos, quizá rey de Mercia. Claro que se alzarían contra vos y se dividirían Mercia como buenos hermanos. Por ahí van los tiros, lord Uhtred, ¡y preciso es reconocer que no es mala idea! Pero, ¿quién se uniría a ese par de forajidos?
—Nadie —mentí.
—A menos que estén convencidos de que tienen a las Parcas de su parte —dijo Pyrlig, de pasada, antes de taladrarme con la mirada—. ¿Habéis visto al hombre muerto? —me preguntó con la mayor candidez del mundo, aunque me sorprendió tanto que no fui capaz de responder; me lo quedé mirando, a aquella cara tan redonda como magullada—. Dicen que se llama Björn —añadió el galés, engullendo otro trozo de queso.
—¡Los muertos no mienten! —le espeté.
—Pero los vivos, sí, ¡os lo juro! Hasta yo miento, lord Uhtred —me comentó, con un gesto de desdén—. ¡Le envié un mensaje a mi mujer, y le dije que no le gustaría nada vivir en Anglia Oriental! —añadió, entre risas. Alfredo había ordenado a Pyrlig que fuera a Anglia Oriental porque era cura y hablaba danés, con la intención de instruir a Guthrum en la fe cristiana—. Lo cierto es que le habría encantado —continuó Pyrlig—. Hace mejor clima que donde vivimos nosotros y no hay colinas contra las que se pueda despotricar. Toda Anglia Oriental es un territorio llano y húmedo, sin nada que se asemeje a una colina. A mi mujer jamás le gustaron las colinas, Por eso, quizás, encontré a Dios. Me gustaba vivir en las cimas con tal de mantenerme apartado de ella y, allí arriba, siempre se siente uno más cerca de Dios. Björn no está muerto.
Lo dijo de repente, sin más, y yo le respondí con idéntica brusquedad.
—Yo lo vi.
—Visteis a un hombre que salía de una tumba, eso fue lo que visteis.
—¡Os digo que lo vi con mis propios ojos! —insistí.
—Por supuesto que sí. Y nunca os preguntasteis qué es lo que en realidad habías visto, ¿a que no? —replicó el galés—. A Björn lo habían enterrado antes de que llegaseis, y respiraba gracias a un junco.
Recordé en aquel momento que Björn había escupido algo en el momento en que se alzó con paso vacilante. No una cuerda de arpa, desde luego; era otra cosa. Pensé que sería un poco de tierra, pero lo cierto es que era de un color más claro. En aquella ocasión, ni pensé en ello siquiera, pero en aquel momento comprendí que la presunta resurrección no era más que una triquiñuela; me quedé sentado en la cubierta del
Cisne
y pensé en cómo se venían abajo los últimos atisbos de mis sueños. No sería rey.
—¿Cómo os habéis enterado? —pregunté, enojado.
—El rey Æthelstan no es tonto, y dispone de espías — Pyrlig dejó caer una mano sobre mi brazo—. ¿Os pareció muy convincente?
—Mucho —repuse con amargura.
—Es uno de los hombres de Haesten y, si alguna vez lo atrapamos, lo mandaremos de verdad al infierno. ¿Qué o dijo?
—Que sería rey de Mercia —respondí, en voz baja—, que sería rey de los sajones y de los daneses, enemigo de los galeses, rey del territorio entre los ríos y señor de mis dominios y yo me lo creí —añadí, arrepentido.
—Pero, ¿cómo habríais de ser rey de Mercia —insistió Pyrlig —, a menos que Alfredo os proclamase?
—¿Alfredo?
—Le prestasteis juramento de lealtad, ¿no es así?
Avergonzado, no me quedó más remedio que confesar la verdad, no tenía otra salida.
—Así es —admití.
—Razón de más para que le informe de todo lo que ha pasado —replicó Pyrlig, con severidad—, porque un hombre que falta a su palabra no es un asunto banal, lord Uhtred.
—No os falta razón —asentí.
—Y Alfredo estará en su derecho de quitaros la vida cuando se lo diga.
Me limité a encogerme de hombros.
—Más vale que mantengáis vuestro juramento —dijo Pyrlig—, en vez de hacer caso de hombres que hacen pasar por cadáver a un hombre vivo. Las Parcas no están de vuestra parte, lord Uhtred. Hacedme caso.
Le miré, y contemplé sus ojos tristes. Yo le caía bien, pero me estaba diciendo que me habían engañado, y no le faltaba razón, y todos mis sueños se venían abajo.
—¿Qué puedo hacer? —le pregunté, con tristeza—. Bien sabéis que fui a Lundene para unirme a ellos; vos debéis contárselo a Alfredo, y nunca más se fiará de mí.
—Dudo que confíe en vos —me dijo Pyrlig, para darme ánimos—. Alfredo es un hombre prudente, pero os conoce bien, Uhtred; sabe que sois un guerrero y necesita a gente como vos —interrumpió un momento su discurso para sacarse la cruz de madera que llevaba colgada al cuello—. Jurad sobre esto —me dijo.
—¿Qué debo jurar?
—¡Que mantendréis el juramento que le hicisteis! Hacedlo y no diré nada. Hacedlo y negaré todo lo que pasó. Hacedlo y yo me encargaré de protegeros.
Vacilé.
—Si quebrantáis el juramento que habéis hecho a Alfredo —añadió—, seréis enemigo mío y no me quedará otro remedio que acabar con vos.
—¿Pensáis que seríais capaz? —le pregunté.
Hizo aquel gesto tan suyo de desdén.
—Aunque sea galés y cura, sé que os caigo bien, mi señor así que no os agradaría matarme, y tendré tres oportunidades antes de que reparéis en el peligro que corréis, y en ese caso, mi señor, acabaría con vos.
Puse la mano derecha sobre la cruz.
—Lo juro —dije.
Seguía siendo un hombre de Alfredo.
Llegamos a Coccham aquella misma noche y Gisela, que sentía tan poco aprecio por los cristianos como yo, saludó afectuosamente al padre Pyrlig, que se mostró con ella más galante de lo habitual, le dirigió cumplidos extraordinarios y jugó con nuestros hijos. Teníamos dos por entonces, y éramos afortunados, porque los dos vivían, al igual que su madre. Uhtred era mi hijo mayor. Tenía cuatro años, un pelo tan rubio como el mío y una carita decidida, de nariz chata, ojos azules y barbilla prominente. Mi hija, Stiorra, tenía dos años. Tenía un nombre extraño que, al principio, no me había gustado, pero Gisela me había rogado que le pusiésemos ese nombre y, como yo era incapaz de decirle que no a casi nada, mucho menos me habría opuesto a aquel nombre para mi hija. Stiorra significaba «estrella», y Gisela me perjuraba que ella y yo nos habíamos encontrado gracias a una buena estrella, bajo la cual había nacido nuestra hija. Así que me había acostumbrado a llamarla así, y había acabado por gustarme ese nombre tanto como quería a la niña, que tenía el pelo oscuro como su madre, cara alargada y sonrisa desdeñosa. Stiorra, Stiorra, le decía mientras le hacía cosquillas o le dejaba jugar con mis brazaletes. ¡Qué hermosa era Stiorra!
Jugué con ella la noche antes de partir con Gisela hacia Wintanceaster. Era primavera y el caudal del Temes ya había bajado, de modo que era posible contemplar las marismas de las orillas y el mundo era un estallido de verdor con el despuntar de las hojas. Los corderos primerizos daban sus primeros pasos titubeantes por los prados en los que pastaban las vacas, y el aire traía el murmullo de los cantos de los mirlos. Los salmones habían remontado el río y las trampas de sauce llorón que habíamos preparado nos proporcionaban alimento. Los perales de Coccham estaban cargados de brotes rodeados de una legión de camachuelos, que los niños se encargaban de ahuyentar para que pudiéramos disfrutar de los frutos en verano. Era una buena época del año, la estación en que el mundo se despereza y el momento en que Alfredo nos había invitado a su capital para asistir a los esponsales de su hija, Æthelflaed, con mi primo, Æthelred. Aquella noche, mientras simulaba que mi rodilla era un caballo montado por mi hija Stiorra, pensé en mi promesa de entregar la ciudad de Lundene como regalo de bodas a Æthelred.
Gisela estaba hilando; se había encogido de hombros cuando le dije que no iba a ser reina de Mercia, y asintió muy seria cuando le aseguré que mantendría el juramento de lealtad que había prestado a Alfredo. Aceptaba el destino con mejor presencia de ánimo que yo. Según ella, el destino y aquella buena estrella nos habían unido, a pesar de que todo el mundo estaba empeñado en separarnos.
—Si mantienes el juramento que le hiciste a Alfredo —me preguntó de repente, impidiéndome jugar con Stiorra—, tendrás que echar a Sigefrid de Lundene.
—Así es —contesté, asombrado como tantas otras veces de la coincidencia entre lo que pensábamos ella y yo.
—¿Podrás hacerlo?
—Sí —repuse.
Sigefrid y Erik ocupaban todavía la antigua ciudad, y sus tropas custodiaban las murallas romanas que habían reconstruido con madera. Ningún barco podía ir Temes arriba sin pagar tributo a los dos hermanos. El derecho de tránsito tenía un importe tan elevado que los comerciantes habían buscado otras vías para llevar sus mercancías a Wessex y el tráfico fluvial se había interrumpido. Guthrum, el rey de Anglia Oriental, había amenazado a Sigefrid y Erik con declararles la guerra, pero tal desafío no había llegado a hacerse realidad. Guthrum no quería la guerra; sólo trataba de convencer a Alfredo de que hacía cuanto estaba en su mano para respetar los términos del tratado de paz. De modo que si había que echar a Sigefrid, serían los sajones de Wessex los encargados de hacerlo, y yo tendría que ponerme al frente de las tropas.
Ya había hecho mis planes. Había escrito al rey y éste, a su vez, había enviado mensajes a los
ealdormen
de los condados, y me había contestado que podía contar con cuatrocientos guerreros de verdad además de los hombres del
fyrd
de Berrocscire, una hueste de labradores, guardabosques y braceros, numerosa quizá, pero carente de preparación. Sólo dispondría en realidad de los cuatrocientos hombres armados, mientras nuestros informadores aseguraban que, en aquellos momentos, Sigefrid disponía de no menos de seiscientos en la antigua ciudad. Los mismos espías afirmaban que Haesten había regresado a su campamento de Beamfleot, que no estaba lejos de Lundene, y no tardaría en acudir en ayuda de sus aliados, al igual que los daneses de Anglia Oriental que no aceptaban que Guthrum se hubiese convertido al cristianismo y estaban deseando que Sigefrid y Erik comenzasen una guerra de conquista.
—El rey —me dijo Gisela, con delicadeza— querrá saber qué planes tienes.
—Si es así, se los expondré —contesté.
—¿Estás seguro? —me preguntó, no muy convencida.
—Pues, claro. El es el rey.
Dejó la rueca en el regazo y me miró con el ceño fruncido.
—¿Vas a decirle la verdad?
—Claro que no —le aseguré—. El será monarca, pero y no soy ningún mentecato.
Se echó a reír, acompañada por las sonoras carcajadas de Stiorra.
—Me gustaría ir contigo a Lundene —continuó Gisela melancólica.
—No puedes —le recordé.
—Ya lo sé —me contestó con una mansedumbre poco usual, al tiempo que se tocaba el vientre con la mano—. Es cierto que no puedo hacerlo.
Me la quedé mirando, durante largo rato, hasta que comprendí el alcance de la noticia que acababa de darme La contemplé, sonreí y, luego, me eché a reír. Lancé a Stiorra a lo alto, de modo que su oscuro pelo casi rozó la techumbre ennegrecida por el humo.
—Tu madre está preñada —le dije a la pequeña, que estaba encantada.
—Y la culpa la tiene tu padre —aseguró Gisela, muy segura de lo que decía.
Éramos muy felices.
* * *
Æthelred era primo mío, hijo de un hermano de mi madre Natural de Mercia, aunque leal a Alfredo de Wessex desde hacía muchos años. Aquel día, en Wintanceaster, en la enorme iglesia que Alfredo había erigido, Æthelred de Mercia obtuvo la recompensa por su fidelidad.
Recibió como esposa a Æthelflaed, la hija mayor de Alfredo y segunda de sus vástagos. Era una muchacha de cabellos dorados, con unos ojos resplandecientes del color del cielo en verano. Debía de tener unos trece o catorce años, la mejor edad para una chica casadera, y ya se había convertido en una jovencita espigada, muy derecha y de aspecto desenvuelto. Era tan alta como el hombre que iba a convertirse en su esposo.
Ahora, Æthelred es un héroe. Me cuentan cosas de él, aventuras que se explican en los salones sajones de toda Inglaterra, al amor de la lumbre. Æthelred
el Osado,
Æthelred
el Guerrero,
Æthelred
el Leal.
Cuando las oigo, me limito a sonreír, pero nunca digo nada, ni siquiera cuando me preguntan si es cierto que llegué a conocer a Æthelred. Claro que lo conocí, y es cierto que fue un guerrero antes de que la enfermedad lo paralizase hasta dejarlo postrado. Por supuesto que era osado, aunque sus más taimados mandobles consistían en pagar a bardos y atraerlos a su corte para que compusieran trovas que ensalzasen sus proezas. Cualquiera podía hacerse rico en la corte de Æthelred con tal de que desgranase unas cuantas palabras, como si fueran cuentas de un rosario.