—¿A qué te refieres?
—Será hoy, a medianoche, en la iglesia de san Albano —dijo Æthelflaed.
—¿Esta noche? —pregunté totalmente confundido—. ¿En la iglesia?
Clavó en mí sus inmensos ojos azules.
—Podrían matarme —sentenció.
—¡No! —se revolvió Gisela, sin poder dar crédito a lo que acababa de oír.
—¡Quiere estar seguro de que este hijo es suyo! —le interrumpió Æthelflaed—. ¿De quién si no? ¡Pero quieren estar seguros y estoy asustada!
Gisela estrechó a Æthelflaed entre sus brazos y jugueteo con sus cabellos.
—Nadie va a matarte —le musitó, mientras me miraba.
—Id a la iglesia, os lo ruego —rogó la muchacha, con voz queda, sin apartar la cabeza del pecho de Gisela.
—Allí estaremos —le aseguró mi esposa.
—Id a la iglesia grande, la que está dedicada a Albano —continuó Æthelflaed, llorando calladamente—. ¿Es tan doloroso? —preguntaba—. ¡Mi madre decía que era como si te abriesen en canal!
—Lo es —admitió Gisela—, ¡pero no hay una alegría comparable en la vida!
Estrechó a Æthelflaed con más fuerza, y se me quedó mirando como si yo supiera qué iba a suceder aquella noche, pero el caso es que no tenía ni idea de lo que había maquinado la mente enfermiza de mi primo.
En ese momento, se presentó en la puerta la mujer que nos había acompañado hasta el jardín de los perales.
—Señora, vuestro esposo —expuso, apresurada— desea que volváis al salón.
—Ahora voy —repuso Æthelflaed; se secó los ojos con la manga, nos dedicó una sonrisa desdibujada y se fue.
—¿Qué le van a hacer? —me preguntó Gisela, furibunda.
—No lo sé.
—¿Magia? ¿Sortilegios cristianos? —insistió.
—No lo sé —repetí; y así era. Sólo sabía que tendría lugar a medianoche, en plena oscuridad, la hora en que se aparece el diablo, los espectros vagan a sus anchas por el mundo y retornan los Caminantes de las Sombras. A medianoche.
La iglesia de san Albano era antigua. La base de piedra de los muros delataba su origen romano. Sin embargo, con el tiempo, el tejado se había venido abajo y la cubierta se había desplomado, de modo que, en aquella época, sólo se veían vigas, cañas y paja a escasa altura de la cabeza. El templo se alzaba en la calle principal de Lundene, la misma que recorría la ciudad de norte a sur, desde lo que ahora se conoce como Puerta del Obispo hasta lo que quedaba del puente. En una ocasión, Beocca me contó que antiguamente aquella iglesia había sido la capilla real de los soberanos de Mercia. Quizás estuviera en lo cierto.
—Albano también fue un soldado —añadió, encandilado, con el entusiasmo que siempre mostraba cuando hablaba de santos cuyas vidas se sabía al dedillo—. ¡Ojalá lleguéis a ser como él!
—O sea, ¿que tendría que parecerme a él porque también fue soldado? —le pregunté, no sin cierto escepticismo.
—Un soldado valeroso —repuso Beocca, quien, tras guardar un momento de silencio, hecho un manojo de nervios, se acordó un detalle de capital importancia—: ¡Cuando sufrió martirio, al verdugo se le saltaron los ojos de las cuencas! —me aseguró, bizqueando con su ojo sano—. ¡Se le cayeron al suelo Uhtred! ¿Te das cuenta? ¡Se le salieron de la cara! Castigos de Dios. Si matas a un hombre santo, ¡Dios te sacará los ojos!
—De modo que el hermano Jaenberth no era tan santo —aventuré; me refería a un monje a quien había matado en una iglesia, para mayor horror del padre Beocca y de una multitud de clérigos que presenciaron la escena—, porque resulta que aún conservo los ojos —apostillé.
—¡Merecerías haberte quedado ciego! —replicó Beocca—. Pero Dios es misericordioso; hasta la extravagancia en algunas ocasiones, me atrevería a decir.
Recuerdo que me quedé pensando en Albano durante un instante, y le pregunté:
—Si vuestro dios es capaz de sacarle los ojos a un hombre, ¿por qué no libró a Albano de la muerte?
—¡Porque Dios eligió otro destino para él! —replicó Beocca muy digno, la típica respuesta de cualquier cura cristiano cuando se le pide que aclare alguna de las abstrusas decisiones de su dios.
—¿Albano era un soldado romano? —quise saber para no tentar la voluntad caprichosa y cruel de aquella deidad.
—Era britano, un valeroso y santo britano —repuso Beocca.
—¿Queréis decir que era galés?
—¡Por supuesto que sí!
—A lo mejor ésa fuese la razón de que vuestro dios consintiera en su muerte —repuse, mientras Beocca se santiguaba y alzaba su ojo sano al cielo.
De modo que, aunque Albano era galés y los sajones no sentimos demasiado aprecio por los galeses, en Lundene había una iglesia dedicada a él, un templo que, cuando llegamos Gisela, Finan y yo, parecía estar no menos inanimado que el cadáver del santo. La calle estaba oscura. Por las contraventanas de algunas casas, se colaban los leves destellos de algunas fogatas. En alguna calleja de los alrededores, los parroquianos cantaban a pleno pulmón en una taberna, la iglesia, sin embargo, estaba en silencio y en penumbra.
—No me gusta este sitio —musitó Gisela, lo que me dio a entender que se había tocado el amuleto que llevaba al cuello. Antes de salir de casa, había consultado las runas con la esperanza de saber qué nos depararía la noche, pero la forma en que habían caído la había dejado sumida en la perplejidad.
Algo se movió en un callejón cercano. Quizá no fuese más que una rata, pero Finan y yo, espada en mano, dimos media vuelta y el ruido cesó. Enfundé de nuevo a
Hálito-de-Serpiente
en su vaina de lana.
Los tres íbamos embozados en unos capotes oscuros con los capuchones calados hasta las cejas, para que, si alguien nos veía allí de pie, a la puerta oscura y silenciosa de san Albano, pensase que éramos curas o monjes. Intenté abrirla tirando del cordón que alzaba la aldabilla desde el interior, pero la puerta estaba atrancada. Empujé con fuerza por ver si cedía; luego, llamé con vivos golpes, pero nadie respondió. En ese momento, Finan me rozó el brazo y escuché unos pasos.
—Vamos al otro lado de la calle —susurré; cruzamos hasta el callejón donde antes habíamos oído aquel ruido, un pasaje corto y angosto, que apestaba a aguas fecales.
—Curas —me dijo Finan al oído.
A la luz macilenta que salía por el resquicio de una ventana que no estaba bien cerrada, vimos a dos hombres que venían andando por la calle. Reparé en sus vestiduras negras y en el reflejo de las cruces de plata que llevaban colgadas al pecho. Al llegar a la iglesia, se detuvieron; uno de ellos llamó con fuerza a la puerta atrancada. Dio tres golpes; hizo una pausa; a continuación, un golpecito; nueva pausa, y aporreó la puerta otras tres veces.
Oímos cómo retiraban la tranca y el chirrido de los goznes al abrir la puerta. Cuando descorrieron la cortina que cubría la entrada, un haz de luz inundó la calle. Un cura un fraile les franqueó el paso; los dos hombres se adentraron en la iglesia, iluminada con velas. El clérigo miró con atención a un lado y a otro, tratando de saber, me imaginé, quién había llamado a la puerta un poco antes. Desde el interior, alguien debió de decirle algo, porque se volvió y contestó: «No hay nadie, señor», antes de cerrar de nuevo. Oí cómo volvía a colocar la tranca y, durante un momento, vislumbramos un atisbo de luz en el marco de la puerta, antes de que dejase caer la cortina y la iglesia se sumiera de nuevo en la oscuridad.
—Hay que esperar —dije.
Así lo hicimos, escuchando el viento que ululaba en las techumbres de paja, arrancando gemidos en lo que quedaba de las casas que se habían venido abajo. Esperamos bastante rato, hasta que pensé que ya se habrían olvidado de nuestra llamada.
—Ya debe de ser casi medianoche —susurró Gisela.
—Hay que acallar a quienquiera que abra la puerta —dije en voz baja.
No sabía qué estaba pasando en el interior de la iglesia; tan sólo que el templo permanecía cerrado a cal y canto y que había que recurrir a una señal convenida para entrar. También estaba seguro de que no seríamos bien recibidos y de que, si el hombre que abría la puerta daba la voz de alarma, era muy posible que nunca llegásemos a descubrir el peligro que amenazaba a Æthelflaed.
—Dejadlo de mi cuenta —aseguró Finan, encantado.
—¿No os preocupa que sea un clérigo? —musité.
—De noche, todos los gatos son pardos, señor.
—¿Qué queréis decir?
—Que lo dejéis de mi cuenta —insistió el irlandés.
—A la iglesia, pues —dije.
Cruzamos la calle y aporreé la puerta tres veces, di un golpecito y tres toques más. Tardaron mucho en abrir, por fin, la desatrancaron y la empujaron hacia el exterior.
—Ya han empezado —susurró un hombre con traje talar; le eché las manos al cuello, lo saqué a la calle y Finan le pegó en la barriga. El irlandés era bajo, pero de brazos ágiles y extraordinariamente fuertes; el de la sotana se dobló en dos y emitió un grito ahogado. La cortina del interior de la iglesia había cegado de nuevo la entrada; desde el interior no se podía ver lo que pasaba en la calle. Finan se abalanzó de nuevo sobre el clérigo, lo derribó y le clavó una rodilla en el pecho.
—Si quieres salvar el pellejo —le dijo en voz baja—, lárgate de aquí. Aléjate todo lo que puedas de esta iglesia y olvida que nos has visto. ¿Entendido?
—Sí —repuso el hombre.
Finan le propinó un manotazo en la cabeza para que lo tuviese bien presente, se puso en pie y vimos cómo la negra silueta desaparecía colina abajo, trastabillando, a trompicones. Aguardé un momento para asegurarme de que se había ido, y entramos. Finan cerró la puerta y aseguró la tranca en las ménsulas.
Descorrí la cortina. Aunque nos encontrábamos en la parte más oscura del templo, tenía miedo de que alguien pudiera vernos, porque, al otro extremo, el presbiterio estaba profusamente iluminado con velones y cirios. Frente al altar había una hilera de religiosos con sotana, cuyas sombras disimulaban nuestra presencia. Uno de ellos se volvió pero, al ver sólo tres siluetas embozadas y encapuchadas, debió de pensar que éramos también clérigos, y fijó de nuevo la vista en el altar.
Ocultos como estaban entre curas y frailes, tardé un rato en identificar quiénes eran los que presidían desde la amplia y ligeramente elevada tarima donde se alzaba el altar En aquel instante, todos se inclinaban ante un crucifijo de plata, y reconocí a Æthelred y Aldelmo, sentados al lado izquierdo del altar, y al obispo Erkenwald, a la derecha. En medio, estaba Æthelflaed. Llevaba una túnica de lino blanco ceñida a la altura de sus pequeños pechos, con los rubios cabellos sueltos, como si aún fuera doncella. Estaba asustada. Detrás de Æthelred, había una mujer mayor, de mirada dura y con el pelo gris enrollado en un moño apretado a la altura de la coronilla.
Revestido con ornamentos blancos y rojos, bordados con cruces de pedrería, el obispo Erkenwald recitaba unas preces en latín y, de vez en cuando, los curas y frailes presentes, nueve en total, coreaban sus palabras. Su voz, tan desagradable como de costumbre, atronaba los muros de piedra; las respuestas de los clérigos resonaban en un monótono murmullo. Æthelred tenía cara de aburrimiento; Aldelmo parecía deleitarse en los misterios que se desarrollaban bajo su mirada en el tabernáculo iluminado.
El obispo concluyó las oraciones, todos los asistentes respondieron amén y se produjo una breve pausa en tanto que Erkenwald se hacía con un libro que reposaba encima del altar. Abrió las tapas de piel y pasó unas cuantas páginas apelmazadas hasta llegar a un pasaje que había marcado con una pluma de gaviota.
—Esta es la palabra de Dios —dijo en inglés.
—Dispongámonos pues a escucharla —musitaron curas y frailes.
—Si un marido sospecha que su esposa le ha sido infiel —clamó con voz desgarradora, repetida por el eco—, ¡la conducirá ante los sacerdotes y presentará una ofrenda! —añadió, mirando a Æthelred, que lucía una capa de color verde pálido sobre la cota de malla; llevaba también las espadas al cinto, hecho insólito que casi ningún cura toleraría en un recinto sagrado—. ¡Una ofrenda! —repitió el prelado.
Æthelred se despabiló, como si lo hubieran despertado en mitad de una cabezada. Rebuscó en un talego que llevaba colgado del cinturón y extrajo una bolsa que entregó al obispo.
—Cebada —dijo.
—Como Dios nos dejó dicho —contestó Erkenwald, sin recoger la cebada que le tendía.
—Y plata —añadió Æthelred, sacando con premura una segunda bolsa del talego.
Erkenwald recogió las ofrendas y las colocó delante del crucifijo. Se inclinó ante la imagen reluciente de su dios crucificado y tomó de nuevo en sus manos el voluminoso libro.
—Esto nos manda el Señor —dijo con aspereza—, que pongamos agua bendita en una vasija de barro, que el sacerdote recoja polvo del suelo del tabernáculo, y que lo mezcle con el agua.
Dejó de nuevo el libro encima del altar, mientras un cura presentaba al obispo un tosco cáliz de barro que, por lo visto, contenía agua bendita. Erkenwald hizo una reverencia, se agachó y recogió del suelo un puñado de polvo y barro. Lo mezcló con el agua y dejó el cáliz en el altar antes de volver a tomar el libro.
—Te exhorto, mujer —dijo con animosidad, apartando la mirada del libro y volviendo la vista hacia Æthelflaed—, para que si ningún hombre ha yacido contigo ni te has entregado a la abominación con otro que no sea tu marido, ¡quedes libre de la maldición de esta agua amarga!
—Amén —contestó uno de los curas.
—¡Palabra de Dios! —dijo otro.
—Pero si te has entregado a otro hombre —Erkenwald parecía escupir las palabras a medida que las leía— y te has mancillado, el Señor hará que se pudran tus muslos y que el vientre se hinche —concluyó, dejando el libro en el altar. Habla, pues, mujer.
Aterrorizada, Æthelflaed se quedó mirando al obispo, o los ojos muy abiertos, sin abrir la boca.
—¡Habla, mujer! —bramó el obispo—. ¡Ya sabes lo que tienes que decir! ¡Habla, de una vez!
Æthelflaed estaba tan asustada que no podía articular palabra. Aldelmo le susurró algo a Æthelred, que se limitó a asentir. Aldelmo insistió, y Æthelred dio su aquiescencia de nuevo. Aldelmo se acercó a Æthelflaed y la abofeteó. No fue un golpe fuerte, tan sólo un pescozón en la cabeza, lo suficiente para que, sin querer, yo diese un paso adelante. Gisela me sujetó del brazo y me contuvo.
—Habla, mujer —le ordenó Aldelmo a Æthelflaed.