—Creo que no me negaréis —dijo de improviso, sin apartar los ojos de la escritura— que los daneses han destruido la mayor flota que Wessex haya conseguido reunir jamás. Tengo la impresión, pues, de que poco les asustará que surquéis el agua con vuestros ridículos remos.
—¿Así que es preferible dejarlos en paz? —pregunté encolerizado.
—Me atrevería a decir —continuó, mientras hacía un alto para trazar otra letra— que el rey prefiere que no hagamos nada —otra pausa para perfilar una letra más— que pueda agravar tan penosa circunstancia.
—Lo malo de esta situación —repuse— es que su hija está en poder de los daneses. ¿Habremos de quedarnos mano sobre mano?
—Exacto. Habéis captado el significado de mis órdenes. Os prohíbo que emprendáis cualquier aventura que pueda agravar este trance, de por sí bastante enojoso —añadió, mientras mojaba la pluma en el tintero y sacudía con cuidado el exceso de tinta—. ¿Cómo evitaríais una picadura de avispa? —me preguntó.
—Matándola —repliqué.
—No; quedándoos quieto —subrayó el obispo—. Eso es lo que debemos hacer: nada que pueda complicar la situación. ¿Tenéis alguna prueba de que la joven haya sido violada?
—No.
—Porque la estiman en lo que vale —comentó el obispo, repitiendo el mismo argumento que yo le había dado a Steapa—, y supongo que mucho se guardarán de hacerle nada que deprecie su valor. Vos conocéis mejor que yo las costumbres de los paganos, pero si a nuestros enemigos aún les queda una pizca de sensatez, deberían tratarla con el respeto debido a su rango —añadió, mirándome de reojo y con desdén por primera vez—. Cuando llegue el momento de reunir el rescate, tendremos que disponer de soldados.
Lo que significaba que mis hombres no tendrían más remedio que mostrarse amenazantes con cualquiera que escondiese una moneda desgastada por el uso.
—¿A cuánto ascenderá? —pregunté en tono desabrido, para saber lo que me tocaría apoquinar.
—Hace treinta años, en Frankia —dijo el obispo, que se había puesto a escribir de nuevo—, capturaron a Louis, abad del monasterio de Saint Denis, un hombre piadoso y bueno. El rescate que hubo que pagar por el religioso y su hermano ascendió a seiscientas ochenta y seis libras de oro y tres mil doscientas cincuenta libras de plata. Cierto que lady Æthelflaed es sólo una mujer, pero me imagino que sus captores no pedirán nada que esté por debajo de esa cantidad —me quedé sin palabras; el rescate que había mencionado el obispo era inalcanzable, pero pensé que llevaba razón, que Sigefrid pediría lo mismo o más—. Comprenderéis, pues, el valor que tiene la dama para los paganos —continuó, sin inmutarse—, por lo que mucho se cuidarán de abaratar el precio. Es lo que le he dicho a lord Æthelred, y os quedaría agradecido si me apoyarais en este extremo.
—¿Sabéis algo de Sigefrid? —le pregunté, receloso de que Erkenwald estuviera tan enterado del buen trato que dispensaban a Æthelflaed.
—No, ¿y vos? —pregunta con trampa, que daba a entender que yo mantenía conversaciones con Sigefrid en secreto; así que, tal y como el obispo esperaba, no contesté—. Me imagino —continuó— que el rey en persona deseará llevar las negociaciones. De modo que, hasta que venga o revoque las órdenes que me dio, permaneceréis en Lundene y vuestros barcos no saldrán a navegar.
Así lo hice, mientras las naves normandas campaban sus anchas. El comercio, que se había ido animando durante el verano, se vino abajo, en tanto que huestes de barco con animales en la proa, procedentes de Beamfleot, surcaban el estuario en todas las direcciones. La desaparición de los comerciantes me privó de mi mejor fuente de información, aunque aún contaba con algunos hombres que se aventuraban río arriba, pescadores por lo general, que vendía sus capturas en la lonja de Lundene. Ellos me asegurare que había más de cincuenta barcos encallados en los arenales que se extendían al pie del fortín de Beamfleot. Los vikingos dominaban el estuario.
—Saben que Sigefrid y su hermano serán ricos —le comenté a Gisela la noche en que el obispo me prohibió llevar cabo cualquier acto hostil.
—Muy ricos —repuso cortante.
—Lo suficiente como para reunir un ejército —me lamenté, porque, una vez pagado el rescate, los hermanos Thurgilson dispondrían de tanto oro que atraerían barcos de todos los mares, cuyos tripulantes se trocarían en hordas dispuestas a atacar Wessex. Gracias a la captura de Æthelflaed y sin recibir ayuda alguna del norte, los dos hermanos estaban en condiciones de alcanzar su sueño de conquistar todas las tierras sajonas, el mismo que en su día habían fiado a la ayuda que les prestase Ragnar.
—¿Atacarán Lundene? —me preguntó Gisela.
—Si yo fuera Sigefrid —le contesté—, cruzaría el Temes y hostigaría Wessex desde Cent. Contará con suficientes barcos como para llevar un ejército al otro lado del río, mientras que nosotros no disponemos de ningún territorio cercano desde donde frenar su avance.
Stiorra jugaba con una muñeca de madera de haya que yo le había tallado y que Gisela había vestido con unos trapos. Veía a mi hija jugando tan absorta y feliz que, imaginándome el disgusto que tendría Alfredo, traté de pensar en lo que significaría su pérdida, pero no fui capaz de soportarlo.
—El bebé está dando patadas —dijo Gisela, llevándose las manos a la barriga.
Me asusté, como siempre que pensaba en la proximidad del parto.
—Tienes que pensar en un nombre para el niño —le dije, ocultándole lo que me rondaba por la cabeza.
—O para la niña.
—Será un niño —insistí muy convencido, pero sin ninguna ilusión. Aquella noche el futuro se presentaba sombrío.
* * *
Tal y como había previsto el obispo, Alfredo se presentó en la ciudad y, una vez más, fui convocado a palacio, aunque no hubo sermón en aquella ocasión. El rey llegó acompañado por su guardia personal, o lo que quedaba de ella tras el desastre del Sture, lo que me permitió saludar a Steapa en el patio exterior, donde un mayordomo se hacía cargo de nuestras espadas. Como es natural también había curas, una bandada de cuervos vociferantes, aunque entre ellos también encontré caras conocidas, como el padre Pyrlig o el padre Beocca y, para mi sorpresa, el padre Willibald, siempre animoso y dicharachero, que cruzó el patio a toda prisa para darme un abrazo.
—Parecéis todavía más alto, mi señor —me dijo.
—¿Cómo estáis, padre?
—¡El Señor tiene a bien colmarme de bendiciones! —repuso encantado—. Ahora ejerzo mi ministerio en Exanceaster.
—Bonito lugar —dije.
—Teníais una casa por allí, ¿no es así? Vivíais con… —apurado, Willibald no dijo nada más.
—Con aquella devota amargada, antes de casarme con Gisela —concluí lo que iba a decir el cura; Mildrith permanecía recluida en un monasterio de monjas y hacía mucho que había olvidado los sinsabores de aquel matrimonio desgraciado—. ¿Y vos? ¿Os habéis casado? —le pregunté a mi vez.
—Con una mujer encantadora —me dijo, radiante de felicidad. Willibald había sido tutor mío en un momento determinado; si bien no aprendí demasiado con él, era un buen hombre, afable y servicial.
—¿Y cómo está el obispo de Exanceaster? ¿Sigue trajinándose putas? —me interesé.
—¡Uhtred, Uhtred! —me reconvino —. ¡Decís eso sólo para enojarme!
—Pero si no digo nada que no sea cierto —repuse, por que era verdad—. Recuerdo que había una pelirroja que le hacía tilín —añadí—. Lo malo era que le gustaba que se vistiese con sus hábitos, y…
—Todos somos pecadores —me interrumpió de repente el padre Willibald—, todos nos hemos apartado de las esperanzas que Dios depositó en nosotros.
—¿Vos también? ¿Con otra pelirroja? —le pregunté, mientras me echaba a reír al ver lo incómodo que se sentía—. Me alegro de veros, padre. Pero, decidme, ¿qué os ha traído desde Exanceaster hasta Lundene?
—El rey, que Dios le bendiga, deseaba venir en compañía de viejos amigos —dijo Willibald, meneando la cabeza—. Lo está pasando mal, Uhtred, muy mal. Os suplico que no digáis nada que pueda molestarle. ¡Necesita de nuestras oraciones!
—Lo que necesita es otro yerno —repuse con amargura.
—Lord Æthelred es un fiel servidor de Dios —dijo Willibald— ¡y un noble guerrero! Quizá no goce de tanta fama como vos, pero su nombre inspira terror a nuestros enemigos.
—¿Eso pensáis? —comenté—. ¿De qué podrían tener miedo, de morirse de risa si tiene la ocurrencia de atacarlos de nuevo?
—¡Lord Uhtred! —me regañó de nuevo.
Solté una carcajada y me fui con Willibald hasta el salón de columnas, al que se iban acercando
thegns
, curas y
ealdormen
. Aunque no se trataba de una reunión oficial del
Witan
, el consejo real de nobles que dos veces al año se reunía para asesorar al rey, allí estaban casi todos sus miembros. Habían acudido desde todos los rincones de Wessex, incluso del sur de Mercia. Alfredo los había convocado en Lundene para que cualquier decisión contase con el respaldo de ambos reinos. Sin dirigir la mirada a ninguno de los presentes, Æthelred ya estaba presente, hundido en una silla por debajo del estrado desde el que Alfredo presidiría la reunión. Todo el mundo le evitaba, todos menos Aldelmo, que agachado junto a él, no dejaba de susurrarle comentarios al oído.
Alfredo apareció, por fin, en compañía de Erkenwald y del hermano Asser. Nunca había visto al rey tan demacrado. La mano con que se apretaba el vientre permitía adivinar que no se encontraba nada bien, aunque dudo que tal fuera la causa del gesto de desamparo que revelaba su rostro macilento y arrugado. Como el pelo también le clareaba, por primera vez y a pesar de que acababa de cumplir los treinta y seis, tuve la impresión de que era viejo. Se acomodó en el sillón que había sobre el estrado, hizo un gesto con la mano para que nos sentásemos los demás y guardó silencio. El obispo Erkenwald rezó una plegaria breve, y cedió la palabra a cualquiera que tuviera una sugerencia.
Hablaron y hablaron sin parar. Lo que más les llamaba la atención era la ausencia de mensajes del campamento de Beamfleot. Uno de nuestros espías había informado a Alfredo de que su hija seguía con vida y que la trataban con los debidos miramientos, como había asegurado Erkenwald, pero Sigefrid no había enviado ningún emisario.
—Es como si aguardase un gesto de nuestra parte —apartó el obispo, pero nadie hizo ningún comentario.
Alguien aventuró que, como Æthelflaed estaba retenido en los dominios del rey Æthelstan de Anglia Oriental, que los daneses que se habían convertido al cristianismo nos echasen una mano. El prelado nos informó de que el rey ya había recibido a una delegación de aquel territorio.
—Guthrum no está dispuesto a pelear —fue lo primero que dije, en aquella ocasión.
—El rey Æthelstan —dijo Erkenwald, subrayando el nombre cristiano de Guthrum— se ha comportado como fiel aliado y estoy seguro de que nos prestará ayuda.
—No está dispuesto a pelear —insistí.
Alfredo hizo un gesto con la mano, indicando que quería escuchar lo que tuviera que decir.
—Guthrum es un hombre ya mayor y no tiene ganas de guerrear —continué—, ni está en condiciones de hacer frente a los hombres que ocupan Beamfleot, que se hacen más fuertes cada día. Si Guthrum se enfrentase a ellos, podría perder, en cuyo caso Sigefrid se alzaría como rey de Anglia Oriental.
A nadie le gustaba semejante idea, pero no estaban en condiciones de negar lo evidente. A pesar de la herida que Osferth le había infligido, Sigefrid era cada vez más fuerte y contaba ya con suficientes hombres como para plantar cara a las fuerzas de Guthrum.
—No es mi deseo que el rey Æthelstan luche contra ellos —dijo Alfredo, en tono dramático—; cualquier enfrentamiento podría poner en peligro la vida de mi hija. Ciñámonos, pues, a la necesidad perentoria de ofrecer un rescate.
Ante la enormidad de la suma que sería preciso reunir, los hombres convocados en el salón guardaron silencio. Los más ricos evitaban la mirada de Alfredo, y estoy convencido de que todos los presentes trataban de pensar en dónde ocultar sus riquezas, antes de que los recaudadores de impuestos del rey, con el refuerzo de soldados, acudieran a hacerles una visita. El obispo Erkenwald rompió el silencio, para afirmar que, si la iglesia no estuviera empobrecida, estarían encantados de echar una mano.
—El poco dinero de que disponemos es para continuar la obra de Dios —concluyó.
—Así es —insistió un grueso abad, en cuya pechera relucían tres cruces de plata.
—Como lady Æthelflaed ahora pertenece a Mercia —rezongó un
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de Wiltunscir—, el mayor peso debe recaer sobre los habitantes de ese territorio.
—Se trata de mi hija —dijo Alfredo, en voz baja—, así que yo aportaré todo lo que esté en mi mano.
—¿Cuánto dinero necesitaremos? —preguntó el padre Pyrlig, sin andarse por las ramas—. Eso es lo primero que tenemos que saber, mi rey. Alguien tendrá que ir a hablar con los paganos. Ya que no se dirigen a nosotros, nosotros iremos a ellos. Como ha dicho nuestro buen obispo —añadió, haciendo una profunda reverencia a Erkenwald—, están a la espera de un gesto de nuestra parte.
—Pretenden humillarnos —afirmó un hombre, malhumorado.
—¡Pues, claro! —repuso el padre Pyrlig—. Por eso enviaremos emisarios; ellos habrán de sufrir la humillación.
—¿Estaríais dispuesto a ir a Beamfleot? —le preguntó Alfredo, esperanzado.
—Mi rey —contestó el galés, negando con la cabeza—, esos paganos hacen bien en odiarme. No soy la persona más indicada. En cambio lord Uhtred sí —añadió Pyrlig, señalando me con el dedo—, porque Erik Thurgilson le debe un favor
—¿Qué clase de merced? —preguntó de inmediato el hermano Asser.
—Le advertí de lo traicioneros que pueden llegar a se los curas galeses —repuse, mientras se escuchaban algunas risas y Alfredo me recriminaba con la mirada—. Le permití que se fuera de Lundene en su propio barco.
—Un favor que ha sido el desencadenante de esta infausta situación —replicó Asser—. Si hubierais matado a los hermanos Thurgilson como era vuestra obligación, no nos veríamos ahora en este lío.
—Todo esto es consecuencia de haber permanecido más tiempo del necesario en el Sture. Fue una majadería —observé—. ¡Cuando uno tiene un rebaño bien cebado no lo deja pastando junto a una lobera!
—¡Basta! —dijo Alfredo enojado, mientras Æthelred temblaba de ira. Hasta entonces no había dicho nada; en ese momento, se removió en la silla y se me quedó mirando. Abrió la boca y aguardé su respuesta desabrida; en lugar de eso, se retorció y vomitó, de repente, con violencia, vaciando su estómago en una densa y apestosa bocanada. Seguía sufriendo náuseas, mientras aquella vomitona salpicaba ruidosamente el estrado. Alfredo le observaba horrorizado. Aldelmo se apartó de él con premura. Unos cuantos curas se santiguaron. Nadie dijo nada, ni tampoco nadie se acercó echarle una mano. Cuando parecía que la indisposición ya se le había pasado, sintió un nuevo retortijón y otro torrente brotó de su boca. Æthelred escupió lo que le quedaba, limpió los labios con la manga y, con los ojos entornados y la cara pálida, se recostó en la silla.