Así que la flota de Æthelred era una advertencia para los daneses de Anglia Oriental. Alfredo quería que supieran que, si atacaban Wessex, los sajones responderían como era debido: asolaremos vuestras costas, quemaremos vuestras cabañas, hundiremos vuestros barcos y, en vuestras playas, sólo flotará el hedor de la muerte. En definitiva, que Alfredo había convertido a Æthelred en un vikingo, y me reconcomía de celos. Hubiera querido ponerme al frente de mis barcos, pero obedecí la orden que había recibido de no moverme de Lundene. Impresionado, contemplé la salida de la ciudad de aquella flota colosal. Seis de aquellos barcos de guerra, los más grandes, disponían de seis filas de treinta remos a cada lado; los costados del navío más pequeño albergaban bancadas para veinte remeros. Para llevar a cabo aquella incursión, Æthelred ostentaba el mando sobre casi un millar de hombres, todos guerreros avezados, pertenecientes a la guardia personal de Alfredo y de sus propias tropas. Mi primo iba en uno de los mayores buques en los que jamás hubiera ondeado la enseña de la enorme cabeza de un cuervo negro. Sin embargo, ya no lucía tal estandarte, porque el barco había sido rebautizado como el
Rodbora
, que significa «portador de la cruz», y del mástil colgaba una bandera con una enorme cruz. La tripulación estaba compuesta por soldados y curas; cómo no, también estaba Æthelflaed, ya que mi primo no iba a ninguna parte sin ella.
Estábamos en pleno verano. Quienes no hayan pasado esa época del año en una ciudad no pueden imaginarse los olores ni las moscas. Rojos milanos reales invadían las calles, alimentándose de carroña. Cuando soplaba el viento del norte, el olor a orines y a excrementos animales se mezclaba con los de las curtidurías y las aguas sucias de los habitantes de la ciudad. El vientre de Gisela iba a más, igual que mi miedo a que ocurriese algún percance.
Navegábamos hasta el mar tantas veces como podíamos. Salíamos a bordo del
Águila del mar
y del
Espada del Señor
aprovechando la bajada de la marea y regresábamos cuando el mar volvía a subir. Acechábamos a los barcos que venían de Beamfleot, pero los hombres de Sigefrid habían aprendido la lección y sólo abandonaban su refugio de tres en tres. Aunque las naves de nuestros enemigos seguían haciendo de las suyas, la ruta comercial hacia Lundene se había restablecido. Los comerciantes comprendieron que su única posibilidad era formar convoyes. Nunca se veían menos de doce barcos, defendidos por hombres armados con lo que disminuían las capturas de Sigefrid y también las nuestras.
Tuve que esperar dos semanas antes de tener noticias de la expedición de mi primo. Me enteré de lo que había pasado en el curso de una de mis habituales travesías por Temes. El mejor momento del día era cuando dejábamos atrás el humo y los malos olores de Lundene y sentíamos la brisa fresca del mar. El río serpenteaba entre vastos pantanos donde las garzas reales campaban a sus anchas. Se encaramaban en los mástiles del
Águila del mar
o del
Espada del Señor
, que seguía nuestra estela. Un insecto se posó en un dedo que tenía extendido, abriendo y cerrando las alas.
—Trae buena suerte, señor —observó Sihtric.
—¿Tú crees?
—Cuanto más tiempo se quede ahí, más durará la buena racha —aseguró el muchacho alzando la mano, aunque no apareció ninguna mariposa azul.
—Parece que no tienes tanta suerte —le comenté con indolencia. Me quedé mirando la mariposa que se me había posado en el dedo, y pensé en Gisela y en el parto. Quédate donde estás, le rogué al insecto en mi fuero interno, y no se movió.
—Me van bien las cosas, señor —dijo Sihtric con una sonora risa.
—¿De verdad?
—Ealhswith está en Lundene —añadió refiriéndose a la prostituta de la que el joven estaba enamorado.
—Tiene más posibilidades de trabajo en Lundene que en Coccham —repuse.
—Ya no se dedica a eso, señor —contestó Sihtric furioso.
—¿De veras? —le pregunté sorprendido.
—Así es, señor. Desea casarse conmigo, señor.
Era un joven apuesto, listo como un halcón, de pelo negro y buena complexión. Como le conocía casi desde niño, me imagino que eso influiría en la impresión que tenía de él, porque siempre lo veía como el chico asustado al que le había salvado la vida en Cair Ligualid. Claro que Ealhswith se había percatado de que ya no era un niño. Miré hacia otro lado y descubrí una pequeña columna de humo que se alzaba al sur de los pantanos. Me pregunté quiénes habrían encendido aquella fogata y cómo podrían vivir en aquellas marismas plagadas de mosquitos.
—Llevas mucho tiempo con ella —le dije.
—Sí, señor.
—Dile que venga a verme; quiero hablar con ella —le comenté. Sihtric me había jurado lealtad y yo tenía que darle el consentimiento para casarse, porque su esposa entraría a formar parte de mi casa y quedaría bajo mi responsabilidad.
—Ya veréis cómo os gusta, señor.
—Eso espero —respondí con una sonrisa.
El aleteo parsimonioso de unos cisnes que pasaban entre los dos barcos surcó el aire estival. A pesar de mis temores en cuanto a Gisela, me sentía contento y, por si fuera poco, contaba con aquella mariposa para aliviar mis pesares, aunque al cabo de un rato se despidió de mi dedo revoloteando torpemente hacia el sur en pos de los cisnes. Rocé con los dedos la empuñadura de
Hálito-de-Serpiente
y después mi amuleto, rogando a Frigg que cuidara de Gisela.
Un poco antes del mediodía arribamos a Caninga. La marea estaba baja, y los bancos de lodo se extendían hasta un estuario en calma, tan sólo perturbado por la presencia de nuestras naves. Llevé el
Águila
del mar
hasta la costa sur del islote y contemplé la ensenada de Beamfleot. No observé nada destacable, excepto la calima que la envolvía.
—Cualquiera diría que se han ido de aquí —observó Finan mirando hacia el norte como yo.
—No —le dije, pensando que podría ver los mástiles de las naves de Sigefrid, a pesar de la enrarecida atmósfera— todavía quedan unos cuantos barcos.
—No tantos como en otras ocasiones —me contestó.
—Vamos a echar un vistazo —repuse, mientras rodeábamos a golpe de remo el extremo oriental de la isla, para acabar admitiendo que Finan estaba en lo cierto. Más de la mitad de los barcos de Sigefrid no estaban en el río Hothlege.
Tan sólo tres días antes, había contado hasta treinta y seis mástiles en aquella cala; ahora sólo había catorce. Como no nos habíamos cruzado con ellos, me imaginé que los barcos que faltaban no se habían dirigido a Lundene, así que sólo quedaban dos posibilidades: o habían puesto rumbo noreste hacia la costa de Anglia Oriental o, a golpe de remo, se habían dirigido hacia el sur para llevar a cabo otra incursión en Cent. El sol resplandecía en el cénit de su carrera y nos enviaba los fulgores intermitentes de las puntas de las espadas que guardaban el campamento allá en lo alto. Desde arriba, aquellos hombres no dejaban de observarnos, y seguramente vieron como dábamos media vuelta, desplegábamos las velas y aprovechábamos la leve brisa del noreste que no había dejado de soplar desde el amanecer, para deslizarnos por el estuario hacia el sur. Observé una enorme humareda, señal de que alguna partida había tocado tierra y se dedicaba a saquear o a prender fuego a alguna aldea, sin embargo, el cielo permanecía claro sobre Cent. Recogimos velas y, a fuerza de remos, nos dirigimos hacia la desembocadura del Medwaeg; seguíamos sin ver humo, hasta que Finan, apostado en un costado de nuestra nave, con su mirada de águila, atisbo los barcos. Eran seis.
Como iba buscando una flota de no menos de veinte naves, no una flotilla, en un primer momento no le di importancia. Pensé que se trataba de seis barcos de carga que, juntos, se dirigían a Lundene. En ese instante, Finan acudió presuroso saltando por encima de las bancadas de los remeros.
—Son barcos de guerra —afirmó.
Miré hacia el este. Pude ver los cascos oscuros de las quillas, pero no tenía tan buena vista como Finan y no distinguía con claridad su silueta. En aquel aire cálido, las formas parecían difuminarse.
—¿Hacia dónde se dirigen? —le pregunté.
—No se mueven, mi señor.
«¿A cuento de qué se habrán detenido en este lugar?», me preguntaba. Los barcos estaban apostados en uno de los extremos más alejados de la desembocadura del Medwaeg, en un sitio conocido como Scerhnesse, que significa «tierra esplendorosa», un lugar extraño para echar el ancla porque las mareas provocaban fuertes remolinos al pie de aquel promontorio.
—Creo que están atracados, señor —aventuró Finan. Si los barcos hubiesen echado el ancla, me habría imaginado que esperaban a que la subida de la marea los condujera río arriba; por el contrario, unos navíos amarrados indicaban que los tripulantes habían bajado a tierra, y la única razón para hacer algo así era ir a saquear los alrededores.
—Pero si ya no queda nada en Scaepege —comenté, sumido en un mar de confusiones. Scerhnesse se encontraba en el extremo occidental de Scaepege, una isla situada al sur del estuario del Temes, acosada y asolada por los vikingos en repetidas ocasiones. Allí no quedaba casi nadie y los pocos que habían decidido no moverse procuraban esconderse en las ensenadas. Entre Scaepege y tierra firme discurría el canal de Swealwe. Incontables flotas vikingas se habían refugiado del mal tiempo en aquel lugar. Scaepege y el canal de Swealwe eran sitios peligrosos, no lugares a los que acudir en busca de plata o de esclavos.
—Acerquémonos —ordené. Finan se fue a la proa de nuestro barco, mientras Ralla, a bordo del Espada del Señor, seguía el rumbo de nuestra nave—. ¡Vamos a echar un vistazo! —grité, a pesar de la distancia, señalando a aquellos barcos. Ralla se mostró de acuerdo, dio unas cuantas instrucciones y los remos de su embarcación se hundieron en el agua.
Tras pasar al otro lado de la ancha desembocadura del Medwaeg, descubrí que Finan había dado en el clavo. Había seis barcos de guerra, más largos y ligeros que los buques mercantes, todos atracados. Hacia el suroeste, observé una columna de humo y deduje que sus tripulantes habían encendido una hoguera en tierra. No llevaban cabezas de animales en la proa, pero eso no quería decir nada. Seguro que las naves vikingas consideraban Scaepege como territorio conquistado por los daneses y habían retirado dragones, águilas, cuervos y serpientes para no asustar a los espíritus que habitaban la isla.
Le pedí a Clapa que se hiciera cargo del timón.
—Rumbo a esos barcos —le ordené mientras me dirigía hacia proa para unirme a Finan; sudoroso y ceñudo, uno de los remeros era Osferth—. Nada como remar para echar músculo —le animé mientras me dirigía una mirada enfurruñada.
A trompicones, me llegué al lado del irlandés.
—Parecen daneses —me dijo a modo de saludo.
—No podemos hacer frente a seis tripulaciones —afirmé.
—Cualquiera diría que están dispuestos a acampar aquí — dijo, rascándose la entrepierna.
Aquello no tenía buena pinta. Bastante malo era ya que los barcos de Sigefrid hubieran abandonado el extremo norte del estuario sin contar con otro nido de víboras dispuesto a acogerlos en la orilla sur.
—No —repliqué; por una vez, lo había visto con más claridad que el irlandés con toda su agudeza visual—. No están levantando un campamento —añadí, echando mano de mi amuleto.
Finan observó el gesto y reparó en el tono irritado que empleaba.
—¿Qué están haciendo entonces? —preguntó.
—Ese barco de la izquierda es el
Rodbora
—dije apuntando a la nave; había visto la cruz que ondeaba en lo alto del mástil.
Finan abrió la boca, pero no dijo nada. Seis barcos, sólo había seis barcos, cuando eran quince los que habían zarpado de Lundene.
—Señor Jesús —exclamó Finan por fin, haciendo la señal de la cruz—. ¿Se habrán ido río arriba los demás?
—Los habríamos visto.
—A lo mejor vienen detrás.
—Más vale que estés en lo cierto porque, de lo contrario, eso significaría que hemos perdido nueve de nuestros barcos —repuse torciendo el gesto.
—No es posible, Dios mío.
Nos encontrábamos más cerca. Al ver la cabeza de águila que ondeaba en el mástil, los hombres que estaban en tierra debieron de imaginarse que éramos vikingos, corrieron basta los bajíos que separaban dos de las naves atracadas y formaron un muro de escudos, desafiándonos para que los atacásemos.
—Es Steapa —dije, al ver al grandullón que permanece en el centro del muro de escudos. Ordené que arriasen el águila, y levanté los brazos con las manos desnudas para que viesen que nos acercábamos en son de paz. Steapa me reconoció; bajaron los escudos y enfundaron las armas. Poco después, el casco del
Águila del mar
se deslizaba lentamente sobre un lecho de arena y lodo. La marea estaba subiendo, así que estábamos a seguro.
Salté desde uno de los costados de la nave; el agua me llegaba a la cintura, y me dirigí a tierra. Reparé en que habría por lo menos cuatrocientos hombres en la playa, demasiados para sólo seis barcos; a medida que me aproximaba a la costa, observé que muchos de ellos estaban heridos. Pálidos, yacían cubiertos de vendas ensangrentadas. Unos cuantos curas estaban arrodillados junto a ellos. Al fondo de la playa, cerca de unas dunas coronadas por unos hierbajos raquíticos, contemplé unas toscas cruces clavadas sobre tumbas recién excavadas. Steapa me estaba esperando, con muy mala cara.
—¿Qué ha pasado? —le dije.
—Preguntádselo a él —repuso con rabia, moviendo la cabeza hacia la playa. Æthelred estaba sentado junto a una hoguera en la que, lentamente, cocían algo en una olla, y rodeado de los suyos. Aldelmo me dedicó una mirada llena de resentimiento. Mientras me acercaba a donde estaban, ninguno de ellos abrió la boca. El fuego crepitaba. Æthelred jugueteaba con una bota de vino en las manos y, aunque sabía que me dirigía a su encuentro, no se molestó en alzar la mirada. Me detuve junto a la hoguera.
—¿Qué ha sido de los otros nueve barcos? —le pregunte.
Æthelred esbozó un gesto de sorpresa, como si se alegrara de verme, y me dedicó una sonrisa.
—Excelentes noticias —me dijo, con la esperanza de que le preguntase de qué estaba hablando, pero me limité a mirar lo sin abrir la boca—. ¡Hemos conseguido una magnífica victoria! —exclamó exultante.
—Una indiscutible victoria —terció Aldelmo. Reparé en la sonrisa forzada de Æthelred. A continuación, dijo unas palabras entrecortadas, como si le costase mucho pronunciarlas.