El rey había observado el repentino ataque que había sufrido su yerno; volvió la vista al salón y no dijo nada sobre lo que acababa de pasar. Tentado de acudir en ayuda de Æthelred, apareció un criado en uno de los extremos de la estancia, que se echó atrás al comprobar que tendría que subir al estrado. Aldelmo contemplaba la vomitona, como si en su vida hubiera visto una cosa igual.
—Lord Uhtred —dijo el rey, rompiendo aquel embarazoso silencio.
—Mi rey —contesté, haciendo una reverencia.
—Hay gente que piensa que tenéis un desmesurado afecto a los normandos —continuó, con el ceño fruncido.
—Os presté juramento de lealtad, mi rey —repuse, con aspereza—, voto que renové ante el padre Pyrlig y también ante vuestra hija. Si esos hombres que afirman que me llevo tan bien con los normandos pretenden acusarme de faltar a ese triple juramento, mucho me complacerá cruzar mi acero con el suyo en el lugar que elijan, para que disfruten de la oportunidad de medirse con una espada que ha matado a más paganos de los que pueda acordarme.
Se hizo un silencio. Pyrlig esbozó una sonrisa. Ninguno de los presentes tenía el menor deseo de enfrentarse conmigo, y el único que podía haberse atrevido, Steapa, sonreía abiertamente, con un gesto que más parecía un rictus letal, capaz de asustar al mismo diablo en su guarida.
El rey me miró con ojos cansados, después de aquel desahogo.
—¿Estaría Sigefrid dispuesto a hablar con vos? —me preguntó.
—El earl Sigefrid me detesta, mi rey.
—Pero, ¿hablaría con vos? —insistió.
—Igual que me mataría —repuse—. Pero a su hermano le caigo bien, y Haesten tiene una deuda pendiente conmigo, así que supongo que sí, que hablarían conmigo.
—Debería acompañarlo un negociador experimentado, mi rey —terció Erkenwald, zalamero—, un hombre que no caiga en la tentación de hacer más favores a esos paganos. Por ejemplo, la persona que lleva mi tesorería, un hombre sutil.
—Otro cura. Sigefrid odia a los curas. Lo que más le gustaría es presenciar la crucifixión de un cura —repliqué a las palabras del obispo, con una sonrisa—. Podría acompañarme vuestro tesorero, o quizá prefiráis hacerlo vos mismo.
Erkenwald me dirigió una mirada con los ojos en blanco. Me imaginé que rogaba a su dios que enviase un rayo sobre mi cabeza para castigarme, pero éste no parecía dispuesto a darle esa satisfacción. El rey me miró de nuevo.
—¿Podréis llevar a cabo la negociación sin ayuda nadie? —me preguntó, armándose de paciencia.
—He comprado muchos caballos, mi señor, de modo que creo que sí.
—Ajustar el precio de una caballería no es lo mismo que… —comenzó a decir Erkenwald, furioso, para callar la boca al ver que el rey le hacía un gesto pausado con la mano
—Lord Uhtred sólo busca el modo de provocaros, obispo —apuntó el rey—, y es mejor no darle la satisfacción de comprobar que ha conseguido su propósito.
—Puedo hacerlo, mi rey —insistí—, sólo que en este caso voy a regatear el precio de una yegua de gran valor, y no va a ser un precio bajo.
—A lo mejor debería acompañaros el tesorero del obispo —admitió Alfredo, que aún no había tomado una decisión
—Me gustaría que en esta misión me acompañase Steapa, mi señor —dije.
—¿Steapa? —me preguntó el rey sorprendido.
—Si hay que hacer frente a un enemigo, mi señor, me vale ir acompañado de alguien cuya mera presencia constituye toda una amenaza.
—No os acompañará una persona únicamente, sino dos —me corrigió Alfredo—. Por mucho que pueda detestarlos Sigefrid, es mi deseo que mi hija reciba la gracia de los sacramentos. También habrá de acompañaros un sacerdote, lord Uhtred.
—Si ésas son vuestras órdenes, mi señor —repliqué, sin molestarme en ocultar mi desprecio.
—Así es —concluyó el rey, con una voz que había recuperado algo de su antiguo vigor—. Y no tardéis en volver —añadió—, porque deseo saber cómo está.
Se puso en pie; los demás lo imitaron y le hicieron una reverencia. Æthelred no había abierto la boca. Yo me aprestaba a ir a Beamfleot.
* * *
Sólo tres hombres entraríamos en el campamento de Sigefrid, pero no podíamos exponernos a recorrer solos la distancia que separaba Lundene de Beamfleot, así que formamos una partida de cien jinetes. Pertrechados de cotas de malla, escudos y armas para que los lugareños supieran que íbamos dispuestos a enfrentarnos con lo que fuera, nos movíamos por la vasta y agreste llanura fronteriza que se extiende al sur de los límites de Anglia Oriental. Hubiera sido más rápido ir hasta allí en barco, pero había conseguido convencer a Alfredo de que era mucho mejor que fuésemos a caballo.
—He visto Beamfleot desde el mar —le había explicado la noche anterior—; es un lugar inexpugnable: una colina escarpada, coronada por una fortaleza. No he podido ver ese bastión desde tierra firme, mi señor, y no estaría de más.
—¿Es necesario? —me había preguntado el hermano Asser, de pie junto al sillón en que estaba sentado Alfredo, como si tratase de proteger al rey.
—Si llega a producirse un enfrentamiento —repuse—, tendríamos que atacar desde tierra adentro.
—¿Pensáis que las cosas puedan llegar a ese extremo —quiso saber el rey, mirándome con ojos cansados.
—Si hay pelea, lady Æthelflaed podría resultar muerta —comentó Asser.
—Pretendo devolveros a vuestra hija —le dije al rey, si hacer caso de la apostilla del monje galés—, pero sólo un necio mi señor, pensaría que no habremos de luchar contra ellos antes de que acabe el verano. Sigefrid es cada vez más fuerte. Si permitimos que su poder vaya a más, nuestros enemigos podrían llegar a constituir una amenaza para todo Wessex. Así que habrá que ponerle freno, antes de que se torne demasiado poderoso.
—No les plantéis cara en estos momentos —insistió Anido—. Podéis ir por tierra y a caballo, si así lo deseáis, pero hablad con ellos y traedme noticias cuanto antes.
Había insistido en que nos acompañase un cura y, para mi satisfacción, eligió al padre Willibald.
—Soy un viejo amigo de lady Æthelflaed —me comentó el cura cuando dejábamos atrás Lundene—. Siempre me ha demostrado afecto, igual que yo a ella.
Yo montaba a
Smoca
. Finan iba al frente de mis hombres, y Steapa estaba al mando de cincuenta de los mejores guerreros de Alfredo. No portábamos estandarte, aunque Sihtric llevaba una rama verde de aliso en señal de que íbamos a negociar una tregua.
Las tierras que se extendían al este de Lundene le ponían a uno los pelos de punta. Era un paraje llano y desolado, pespunteado de calas, zanjas, carrizales y ciénagas, habitado por aves salvajes. A nuestra derecha, donde en ocasiones llegábamos a atisbar el Temes, como una sábana gris, las tierras pantanosas parecían oscuras incluso a la luz de aquel sol de verano. Escasos eran los habitantes de aquellos parajes desolados y húmedos, aunque atisbamos unas cuantas cabañas de bajas techumbres de paja. Lo cierto es que no nos topados con ninguno. Seguro que los pescadores de anguilas que vivían en las chozas, al vernos llegar, corrieron a ocultarse con los suyos en lugar seguro.
El sendero que seguíamos, ni siquiera podía considerarse camino, ascendía ligeramente al final de los pantanos para internarse entre pequeñas tierras de cultivo arcillosas y rodeadas de espinos. Vimos unos pocos árboles, raquíticos y doblados por el viento. Cuanto más avanzábamos hacia el este, más casas encontrábamos; las construcciones aumentaban de tamaño a medida que seguíamos adelante. Al mediodía, nos detuvimos en una casa, rodeada de una cerca de madera, para abrevar los caballos y darles un respiro. Un criado se asomó a la puerta, y se interesó por saber qué nos llevaba por allí.
—¿Dónde nos encontramos? —le pregunté, antes de responder a su pregunta.
—En la colina de Wocca, señor —me contestó en inglés.
Esbocé una sonrisa feroz, porque yo no veía colina alguna, si bien la casa se alzaba sobre un minúsculo terraplén.
—¿Está Wocca en casa? —quise saber.
—Su nieto es el dueño de estas tierras ahora, señor, y no, no está aquí.
Liberé a
Smoca
de mi peso, y a continuación le tendí las riendas a Sihtric.
—Dale una vuelta antes de que beba —le dije, para preguntarle después al criado—: ¿A quién ha prestado juramento de lealtad su nieto?
—A Hakon, mi señor.
—¿Y Hakon? —insistí, tras reparar en que el dueño era sajón, pero había prestado juramento a un danés.
—Al rey Æthelstan, mi señor.
—¿A Guthrum?
—Así es, mi señor.
—¿Ha convocado Guthrum a los suyos?
—No que yo sepa, mi señor —repuso el criado.
—Pero si Guthrum se lo ordenase —añadí—, ¿Hakon y tu señor atenderían a sus requerimientos?
—Han ido a Beamfleot —me dijo el sirviente, con cautela. La respuesta tenía miga. Por lo que me explicó el criado, Hakon era dueño de una amplia franja de aquel terreno arcilloso por graciosa concesión de Guthrum, pero, en aquellos momentos, Hakon se sentía dividido entre la lealtad que había jurado a Guthrum y el miedo que le inspiraba Sigefrid.
—¿De modo que Hakon ha acudido a la llamada del
jarl
Sigefrid? —le pregunté.
—Eso creo, señor. Sólo sé que recibimos un mensaje de Beamfleot, y mi señor se fue para allá con Hakon.
—¿Iban acompañados por hombres armados?
—Sólo unos pocos, señor.
—¿No les pidieron que acudiesen con sus hombres?
—No, señor.
Así que Sigefrid todavía no estaba reuniendo un ejército. Se limitaba a convocar a los hombres más ricos de Anglia Oriental para decirles lo que esperaba de ellos: les pediría que aportasen sus tropas en el momento oportuno, engatusándolos con las riquezas de que dispondría cuando recibiese el pago del rescate de Æthelflaed. ¿Qué pintaba Guthrum en todo esto? En mi opinión, se limitaba a guardar silencio, mientras Sigefrid encandilaba a los hombres que le habían jurado fidelidad. Seguro que, tras reconocer el escaso margen de maniobra que le permitían las prodigalidades que prometían los hombres del norte, no hacía nada por evitarlo. Así las cosas, habría pensado, era preferible que las tropas de Sigefrid atacasen Wessex a que éste sintiese la tentación de usurparle el trono de Anglia Oriental.
—¿Es sajón el nieto de Wocca, tu señor? —pregunté al criado, aunque sabía la respuesta de antemano.
—Sí, señor. Pero su hija está casada con un danés.
Todo parecía indicar que los pobladores de aquellas tierras yermas se pondrían del lado de los daneses, quizá porque no tenían otra salida, quizá porque aquellos matrimonios les habían obligado a mudar de lealtad.
El criado nos ofreció cerveza, anguila ahumada y pan duro. Tras el refrigerio, continuamos nuestro camino, mientras el sol declinaba por el oeste, esparciendo sus fulgores por encima de una enorme cadena de colinas que se alzaba abruptamente más allá de las tierras llanas. Las laderas en las que daba el sol eran escarpadas. Las colinas parecían murallas de verdor.
—Eso es Beamfleot —dijo Finan.
—Allá en lo alto —asentí.
Beamfleot se alzaba en el extremo sur de las colinas aunque, a la distancia que nos encontrábamos, no llegábamos a atisbar el fortín. Me dio un vuelco el corazón. Si se tomaba la decisión de atacar a Sigefrid, no quedaría otro remedio que llevar tropas desde Lundene hasta allí, pero la idea de pelear en aquellas laderas empinadas me ponía los pelos de punta. Reparé en que, al ver lo abrupto del terreno, Steapa había pensado lo mismo.
—¡No os inquietéis, Steapa! ¡Si tenemos que luchar —le grité para darle ánimos—, vuestros hombres y vos seréis los primeros en subir por ahí!
A lo que me respondió con una mirada cargada de rencor.
—Ya han debido de percatarse de nuestra presencia —le dije a Finan.
—Llevan más de una hora observando nuestros reconocimientos, señor —me contestó.
—¿De veras?
—El mismo rato que llevo viendo los resplandores de las puntas de sus armas —añadió el irlandés—. No se molestan en ocultarse de nosotros.
La ascensión por la colina marcó el comienzo de un largo anochecer estival. El aire era cálido, y hermosa la luz de los oblicuos rayos de sol al reflejarse en las hojas que cubrían el repecho. Un sendero serpenteaba hacia lo alto y, a medida que subíamos lentamente, atisbé esquirlas de luz en lo alto, reflejos de cascos o de puntas de espadas. Nuestros enemigos no nos habían perdido de vista, y estaban preparados para recibirnos.
Sólo nos esperaban tres hombres a caballo, con cotas de malla y cascos adornados con largas crines de caballo, que les conferían un aspecto más fiero. Mientras íbamos camino de la cima, habían reparado en la rama de aliso que llevaba Sihtric, así que los tres jinetes nos salieron al encuentro. Alcé una mano para que las tropas se detuviesen y, sólo en compañía de Finan, me adelanté para saludar a los empenachados.
—Ya era hora de que llegaseis —dijo uno de ellos, con inglés de acento muy marcado.
—Venimos en son de paz —le contesté en danés.
El hombre se echó a reír. No podía verle la cara, oculta por las baberas del casco; lo más que llegué a discernir fue la barba que le rodeaba la boca y el brillo de sus ojos oscuros.
—Venís en son de paz —replicó—, porque no tenéis arrestos para hacerlo de otro modo. ¿Acaso preferís que le arranquemos las entrañas a la hija de vuestro rey, una vez que todos hayamos gozado entre sus muslos?
—Me gustaría hablar con el
jarl
Sigefrid —repuse, pasando por alto la provocación.
—La cuestión es si él querrá hablar con vos —contestó el hombre, picando espuelas y obligando al caballo a hacer una preciosa cabriola, tan sólo para demostrarnos que era un consumado jinete—. ¿Quién sois vos? —me preguntó.
—Uhtred de Bebbanburg.
—Me suena ese nombre —asintió el jinete.
—Repetídselo, pues, al
jarl
Sigefrid, y decidle que he venido a presentarle mis respetos de parte del rey Alfredo.
—Ese nombre también me suena —dijo el hombre, antes de quedarse callado hasta consumirnos la paciencia—. Seguid por ahí —continuó, por fin, señalando en la dirección en que el sendero desaparecía en la cima de la colina—, hasta que lleguéis a una enorme piedra. Junto a la roca, hay una cabaña. Ése es el lugar en el que vos y los vuestros habréis de esperar. Mañana, el
jarl
Sigefrid os hará saber si desea hablar con vos, si prefiere no veros o si desea pasar un buen rato viéndoos morir.