La canción de la espada (20 page)

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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: La canción de la espada
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Hálito-de-Serpiente
le seccionó el cuello, de forma rápida, con limpieza. Sentí como le perforaba el músculo con la punta y noté un tejido más duro. Brotó la sangre y dejó caer el brazo, mientras la hoja de su espada volvía a hundirse en la vaina; con la mano izquierda, me las apañé para que mantuviese la espada en la mano y no dejase de asir la empuñadura. Me aseguré, pues, de que llevaba la espada en la mano al morir, para que participase del festín en el salón de los muertos. Le mantuve la mano con firmeza, hasta que se desplomó contra mi pecho, mientras su sangre caía sobre mi cota de malla.

—Vete al salón de Odín —le dije en voz baja—, y guárdame un sitio.

No podía hablar. Se desmayó en cuanto la sangre comenzó a subirle por la tráquea.

—Me llamo Uhtred —le dije—, y llegará el día en que me reuniré contigo en el salón de los muertos, donde lo festejaremos, beberemos y seremos amigos.

Dejé caer su cuerpo, me puse de rodillas y busqué el amuleto que llevaba, que resultó ser el martillo de Thor. Se lo arranqué del cuello con ayuda de
Hálito-de-Serpiente.
Me lo guardé en el zurrón, limpié la punta de mi espada en la capa del muerto y la guardé de nuevo en su vaina de cuero forrado. Mi criado Sihtric me trajo el escudo, y lo tomé en mis manos.

—Ahora vamos a tierra, a conquistar la ciudad —dije.

Había llegado el momento de combatir.

C
APÍTULO
V

De repente, una extraña calma. Todo parecía estar en silencio pero no era así. Se oía el silbido del río al pasar bajo el puente, pequeñas olas se estrellaban contra el casco de los buques, crepitaban las antorchas colgadas en el muro de la casa, y oía los pasos de mis hombres al bajar a tierra. Escudos y vainas golpeaban los maderos del barco, unos perros ladraban en la ciudad y, en algún lugar, un ganso lanzó un estridente graznido. Todo lo demás parecía estar en silencio y el alba era una tímida luz amarilla, apenas oculta por unos nubarrones oscuros.

—¿Qué hacemos? —me preguntó Finan, acercándose, mientras Steapa, a su lado, no decía nada.

—Vamos a la Puerta de Ludd —dije.

No me moví de donde estaba, no di ni un paso adelante. Sólo pensaba en volver a Coccham al lado de Gisela. No era cobardía. Todos somos cobardes. El valor, eso que sirve de inspiración a los bardos para que compongan sus trovas sobre nuestras gestas, no es sino la determinación de vencer el miedo. Aunque no físico, una especie de cansancio me impedía ponerme en marcha. Y eso que entonces era joven y habría de pasar tiempo antes de que las heridas recibidas en combate minasen mi salud. Creo que estaba cansado de Wessex, harto de pelear por un rey que no me caía simpático y, de pie, en aquel embarcadero de Lundene, no se me alcanza por qué seguía haciéndolo. Al volver la vista atrás, al recordar esos años, me pregunto si aquel tedio no se debía al hombre que acababa de matar, al que le había prometido que nos encontraríamos en el salón de Odín. Los hombres que matamos quedan unidos a nosotros para siempre. Las Parcas se encargan de enhebrar el destino de sus vidas ya espectrales, con el nuestro, y cargamos con ese fardo que nos hechiza, hasta que la afilada guadaña siega nuestras vidas

—¿Os estáis quedando dormido? —me interrumpió el padre Pyrlig, que se había colocado junto a Finan.

—No; vamos a la puerta —contesté.

Me parecía estar viviendo un sueño. Me puse en camino, pero tenía la cabeza en otra parte. Pensé que así era cómo los muertos se paseaban por la vida, porque los muertos siempre acaban por regresar. No al modo imaginado por Björn, sino que, en las noches más oscuras, cuando ningún ser vivo puede verlos, se dan una vuelta por el mundo. Me imaginaba que sólo podrían apreciarlo en parte, como si los lugares que hogaño hubieran hollado permanecieran cubiertos por una bruma invernal, y me preguntaba si mi padre estaría viéndome en aquellos momentos. ¿Por qué me habría dado por pensar en eso? Nunca había querido a mi padre, ni él a mí; había muerto cuando yo era pequeño todavía. Pero había sido un hombre de armas y los bardos cantaban sus gestas. ¿Qué estaría pensando de mí en aquel instante, en que dirigía mis pasos hacia Lundene, en vez de atacar Bebbanburg, que era lo que tenía que hacer? Tendría que estar camino del norte. Tenía que haberme gastado toda la plata en reunir hombres y guiarlos al combate por el istmo de Bebbanburg, trepar por sus murallas hasta el elevado bastión, hacer una carnicería y quedarme a vivir para siempre en mi propio hogar, en la casa de mi padre, cerca de Ragnar y lejos de Wessex.

Gracias a los espías con que contaba en Northumbria, estaba al tanto de las reformas que mi tío había llevado a cabo en la fortaleza. Había clausurado las puertas que daban a tierra firme, las había arrancado y, en su lugar, había construido nuevas murallas, más altas y reforzadas con piedra. Cualquiera que pretendiese llegar al interior de la ciudadela tenía que seguir un sendero que conducía hasta el extremo norte del risco sobre el que se alzaba, un camino que discurría a la sombra de esas altas murallas, desde donde se podía lanzar un ataque. En el extremo norte, allí donde rompe el mar que todo lo engulle, había un portillo que, una vez traspasado, daba a un empinado sendero que, a su vez, llegaba hasta otra muralla y otra puerta. Bebbanburg estaba aislado del mundo exterior y, para tomarlo, hubiera sido necesario contar con un ejército que no habría conseguido reunir ni poniendo todo mi dinero.

—¡Suerte! —restalló una voz femenina, al hilo de mis pensamientos. Los habitantes de la ciudad vieja permanecían despiertos y, al vernos pasar, como había ordenado a mis hombres que ocultasen las cruces que llevaban, nos habían tomado por daneses.

—¡Acabad con esos sajones cabrones! —gritó otro.

Nuestros pasos retumbaban entre los altos edificios, todos de tres alturas cuando menos. Los ladrillos de algunas casas estaban recubiertos de preciosas piedras sillares y pensé que una vez el mundo había estado sembrado de construcciones así. Recuerdo la extrañeza que sentí la primera vez que subí por una escalera romana: entonces me di cuenta de que había habido un tiempo en que los hombres daban tales cosas por descontadas. El mundo que yo conocía era una mezcla de estiércol, paja y madera húmeda. También había casas de piedra, claro está, pero era mucho más rápido construir con madera, si no te importa que ésta acabe pudriéndose. El mundo entero parecía estar pudriéndose, como cuando pasamos de la luz a la oscuridad, acercándonos al negro caos del día en que este mundo intermedio, el combate de los dioses, habrá de tocar a su fin y desaparecerán de su faz el amor, la luz y la risa.

—Treinta años —dije, en voz alta.

—¿Es ésa vuestra edad? —me preguntó el padre Pyrlig.

—Es lo que dura en pie una casa, a menos que uno se ocupe de ella —repuse—. Nuestro mundo se viene abajo, padre

—¡Vaya por Dios! Os veo pesimista —comentó el cura divertido.

—Pienso en Alfredo —continué—, y me doy cuenta de que trata de introducir orden en este mundo. ¡Guerras, guerra; y pergaminos! Es como poner puertas al campo para frenar una inundación.

—Si la puerta está bien asegurada —terció Steapa, que había escuchado nuestra conversación—, desviará la crecida.

—Siempre es mejor plantar cara a una inundación que ahogarse en ella —añadió Pyrlig.

—¡Mirad eso! —les dije, señalando la cabeza de un animal esculpida en una pared de ladrillo. Jamás había visto nada igual: un enorme felino peludo, con las fauces abiertas, asomado a una pila de mosaico, como si, tiempo atrás, el agua hubiera fluido desde aquella boca hasta el pilón ¿Somos capaces de hacer algo así? —pregunté, con desánimo

—Disponemos de artesanos que pueden hacerlo —repuso Pyrlig.

—¿Dónde están, que no los veo? —requerí, furioso, mientras pensaba que todas aquellas cosas, las esculturas, los ladrillos y el mármol pertenecían a una época anterior al asentamiento del cristianismo en la isla. ¿Cuál era la razón de decadencia del mundo? ¿Era una venganza de los verdaderos dioses contra los hombres que adoraban a aquella deidad crucificada? No le comenté nada a Pyrlig, preferí callar.

Los edificios se cernían sobre nosotros, todos menos uno que se había venido abajo y convertido en un montón de cascotes. Un perro hozaba junto a una pared, levantó la pata y se volvió para olisquearnos. Un pequeño lloraba en el interior de una casa. Las paredes nos devolvían el eco de nuestros pasos. La mayoría de los hombres marchaban en silencio, espantados por los fantasmas que, en su imaginación, habitaban aquellas reliquias de una época remota. El niño chilló de nuevo, más fuerte.

—Una madre que acaba de dar a luz —dijo Rypere, encantado; era un anglo del norte, flacucho, despierto y avezado. El mote por el que le conocíamos significaba «ladrón» y, por lo menos, no le tenía miedo a los fantasmas.

—Yo, en vuestro lugar, me ataría bien esos apestosos machos —contestó Clapa, un danés que me había prestado juramento de fidelidad y me servía con lealtad. Era un muchacho fornido, criado en una granja, fuerte como un buey y siempre de buen humor. El y Rypere eran amigos y siempre estaban lanzándose pullas.

—¡Silencio! —les ordené, antes de que Rypere le replicase.

Sabía que estábamos llegando a las murallas del lado oeste. Desde donde habíamos desembarcado, la ciudad ascendía escalonadamente por una colina hasta la cima; pero el suelo ya parecía llano, lo que significaba que no andábamos lejos del valle del Fleot. A nuestras espaldas, el amanecer se abría paso a codazos en el cielo. Me imaginé que Æthelred estaría pensando que mi ataque imaginario al alba había salido mal, y mucho me temía que aquella circunstancia le hubiera llevado a desistir del asalto. A lo peor, ya regresaba con sus hombres al islote, en cuyo caso, estaríamos solos, rodeados de enemigos y perdidos sin remisión.

—Que Dios se apiade de nosotros —dijo Pyrlig, de improviso.

Alcé la mano para ordenar a mis hombres que se detuvieran. Delante de nosotros, en el extremo de la calle que pasaba por debajo de aquel arco de piedra conocido como Puerta de Ludd, había un enjambre de hombres armados, hombres en cuyos cascos, en los filos de los puñales y en las puntas de las espadas se reflejaba la mortecina luz de un sol que trataba de abrirse camino entre nubes.

—Que Dios nos ayude —repitió Pyrlig, al tiempo que se santiguaba—. Deben de ser unos doscientos.

—Más —le aclaré. Había tantos que no cabían en la calle y se desparramaban por los callejones que iban a dar allí Todos estaban delante de la puerta y eso me hizo comprender lo que pretendía el enemigo. En ese instante mi mente se despejó como si se quitara una niebla de encima. Recuerdo que había un patio a mi izquierda.

—Entrad ahí —les dije.

* * *

Recuerdo a un cura, un hombre despierto que, una vez vino a verme para que le contase cosas de Alfredo para escribir un libro. Nunca llegó a hacerlo porque, al poco, murió de disentería, pero era un hombre comprensivo, más dispuesto a perdonar que la mayoría de los clérigos. Recuerdo cuando me pidió que le hablase del fragor de la batalla.

—Ya os lo contarán los poetas de mi esposa —le contesté.

—Esos bardos no han peleado jamás —me explicó—; se limitan a reproducir gestas de otros héroes, cambiando los nombres.

—¿De verdad hacen eso?

—Por supuesto —me respondió—; ¿acaso no haríais vos lo mismo?

Aquel cura me cayó simpático, así que se lo conté. El relato que le ofrecí podía resumirse en que el intríngulis de una batalla consiste en la satisfacción de dar esquinazo al rival, en saber qué hará antes de que lo lleve a cabo y en disponer de una respuesta adecuada, de forma que cuando se supone que te van a matar que sean ellos los que mueran. En aquel momento, en la oscura humedad de aquella calle de Lundene, supe qué iba a hacer Sigefrid, igual que adiviné que me apoderaría de la Puerta de Ludd, aunque a él ni se le hubiera pasado por la cabeza.

El patio pertenecía a un cantero, que se surtía de la materia prima de los edificios romanos de Lundene y contra sus muros se apilaban montones de piedras sillares, dispuestas para ser enviadas a Frankia. Muchas otras quedaban amontonadas contra la puerta que conducía a los embarcaderos, desde la muralla que daba al río. Temiéndose un ataque desde el río, pensé que Sigefrid habría cegado todas las puertas de la muralla oeste que daban al Temes, pero que no se habría parado a considerar siquiera que alguien cruzase el puente y llegase al extremo oriental, que nadie custodiaba. Nosotros, sí. Mis hombres se ocultaron en el patio. Yo me quedé a la entrada, contemplando el tropel de enemigos que guardaba la Puerta de Ludd.

—¿Nos ocultamos? —me preguntó Osferth, con su voz siempre quejumbrosa, como si nunca dejase de gimotear.

—Cientos de hombres nos separan de la puerta —le expliqué, armándome de paciencia— y somos muy pocos para hacerles frente.

—Así que hemos perdido —repuso, no a modo de pregunta, sino de afirmación petulante.

Me hubiera gustado darle un manotazo, pero me contuve.

—Explicadle qué tratamos de hacer —le pedí a Pyrlig.

—Dios, en su sabiduría —comenzó el galés—, ha persuadido a Sigefrid para que lleve a cabo un ataque fuera de la Ciudad. Van a abrir esa puerta, muchacho, galoparán hacia las Marismas y se lanzarán sobre los hombres de lord Æthelred. Como nuestro señor cuenta con los hombres del
fyrd
y la mayoría de los hombres de Sigefrid son guerreros de verdad, ¡todos nos imaginamos cómo acabará la cosa! —añadió el padre Pyrlig, llevándose la mano a la cota de malla bajo la que ocultaba su cruz de madera—. ¡Gracias, Dios mío!

Osferth se quedo mirando al cura y, al cabo de van momento, le dijo:

—¿Estáis diciendo que algunos de los hombres de lord Æthelred van a ser sacrificados?

—¡Algunos morirán, sin duda! —repuso Pyrlig, encantado—. Y espero que estén en gracia de Dios, muchacho, o nunca escucharán los cánticos celestiales.

—Detesto esos coros —rezongué.

—No digáis eso —me recriminó Pyrlig—. Veréis, jovencito —prosiguió, volviendo la mirada a Osferth—, en cuanto salgan por esa puerta, sólo quedará un puñado de ellos para guardarla. En ese momento, ¡atacamos nosotros! De repente, Sigefrid se encontrará con un enemigo delante y otro detrás, y te aseguro que es una situación que lleva a cualquiera a preguntarse cómo habrá tenido la ocurrencia de levantarse de la cama.

Se abrió una de las contraventanas de las ventanas de arriba que daban al patio. Una mujer joven se quedó contemplando el cielo del amanecer, estiró los brazos cuanto pudo y bostezó a gusto, un gesto que resaltó la silueta de sus pechos; vio a mis hombres allí, y se cubrió instintivamente con las manos. Iba vestida, pero debió de sentirse como si estuviera desnuda.

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