La Antorcha (75 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantástico, #Histórico

BOOK: La Antorcha
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Pentesilea insistió en competir con el arco. Su participación fue causa de algunos problemas porque ganó con facilidad a todos los contendientes, incluyendo al propio Paris que obviamente esperaba conseguir aquel premio.

Protestó pero nadie le respaldó. Como a Paris se le había oído decir con frecuencia que ningún hombre vivo podría vencerle con el arco, varios de los hijos menores de Príamo, que no lamentaban el hecho de que por una vez su hermano resultase derrotado, insistieron en que no tenía derecho a quejarse puesto que había sido vencido por una mujer.

A la tercera mañana, Casandra se despertó temprano, oyendo con alivio los cantos de infinidad de pájaros que resonaban en los jardines del templo de Apolo. Al menos ese día no iba a producirse un terremoto importante.

Acudió pronto al palacio, donde ahora moraban Pentesilea y sus mujeres, y ayudó a revestir a la amazona con su armadura de cuero endurecido y placas de metal.

—Hoy lucharemos todas. Las amazonas lanzaremos nuestras fuerzas contra Aquiles —afirmó—. Hemos combatido durante muchos años. Y un guerrero, por fiero que sea, no podrá abatirnos a todas.

—Desearía que os dispusierais a atacar a alguien menos peligroso —dijo Casandra, inquieta—. Sobran enemigos; es preciso matar también a hombres como Menelao e Idomeneo. ¿Por qué no os lanzáis contra Agamenón? ¿Por qué has de desafiar al orgullo de los aqueos?

—Porque si el que muere es Agamenón o Menelao, Aquiles seguirá allí para aliento de sus tropas; pero si el muerto es Aquiles, serán como un enjambre de abejas cuando desaparece la reina. Los mirmidones, al menos, quedarían completamente desmoralizados; recuerda que, cuando Aquiles se hallaba enojado, apenas luchaban y, sin duda alguna no peleaban como el ejército disciplinado que ahora forman.

—Puedo entender tus razones —dijo Casandra—, pero ésta no es ni siquiera tu guerra. Desearía que todas partierais antes de que empezara hoy el combate.

Pentesilea la miró fijamente:

—¿Has recibido un presagio, Ojos Brillantes?

—En realidad, no —declaró Casandra.

Luego comprendió que su respuesta hubiera debido ser afirmativa. Tal vez la amazona le hubiera creído. Echó los brazos a su cuello y comenzó a llorar.

—Querría que no lo hicieras —fue todo lo que pudo decir, aferrándose a Pentesilea.

—Vamos, vamos, ¿dónde está la guerrera que yo misma adiestré? —le preguntó ésta—. ¡Estás comportándote como una mujer débil que ha pasado su vida entre cuatro paredes! Sécate esos ojos brillantes y déjame partir.

Casandra la soltó de mala gana, tratando a la vez de ahogar sus sollozos.

—Pero Aquiles es invulnerable. Dicen que un dios le protege y que ningún hombre puede matarlo.

—Paris se jactaba de que ningún hombre podía vencerle con el arco —contestó Pentesilea, con una sonrisa burlona—. Tal vez signifique tan sólo que está destinado a morir a manos de una mujer. Y si no soy yo, quizás otra de mis mujeres pueda hacerlo para vengarme. Querida, ningún mortal es invulnerable; y si cualquiera de los dioses protege a semejante monstruo, tal dios debería sentirse avergonzado. Hemos atribuido demasiados poderes a Aquiles, pero es un hombre como cualquier otro.

Sin embargo mató a Héctor, pensó Casandra. Pero no había más que añadir porque Pentesilea tenía razón. Caminaron juntas, rodeadas por las demás amazonas, hasta donde se preparaban para el ataque los caballos y los carros. Pentesilea pasó un brazo por la cintura de Casandra. —¡Pero si estás temblando, muchacha! —No puedo evitar sentir miedo por ti —respondió ella, con voz ahogada.

El rostro de Pentesilea expresó preocupación. Luego su voz se hizo más tierna.

—Esto no se corresponde con la vida de una guerrera, Ojos Brillantes. No quiero que nadie te vea llorar así. Vamos, hija, déjame partir.

¡No puedo soportar verla marchar! Jamás regresará... Pero contra su voluntad se soltó de su tía. Pentesilea la besó y dijo:

—Suceda lo que suceda, has de saber que para mí has sido más que una hija y más querida que cualquiera de mis amantes. Fuiste mi amiga.

Casandra se apartó y vio entre lágrimas cómo la amazona se izaba en la silla. Sus mujeres cerraron filas en torno a ella, hablando en voz baja de estrategias bélicas. Luego se abrió la puerta y salieron.

Sabía que debería ir a ver a su madre en el palacio, o dirigirse al templo para ocuparse de las serpientes. Allí reinaba una gran confusión desde que se conocía la muerte de la Gran Serpiente. Pero en vez de hacer una cosa u otra, subió a la muralla para contemplar cómo se lanzaban contra los aqueos Pentesilea y sus guerreras. Delante avanzaban media docena de carros tróvanos para acometer de frente a las fuerzas armadas con lanzas y espadas. Luego, como un torbellino se precipitó sobre Aquiles y sus hombres la carga de las amazonas.

Chocaron entre un estruendo de lanzas, claramente percibido por las mujeres de la muralla. Cuando el polvo se despejó, dos de las amazonas yacían en el suelo tras haber sido derribados sus caballos. Una consiguió ponerse en pie y abatir con su lanza a un adversario; la otra quedó inmóvil mientras su caballo se revolcaba, pugnando por alzarse. Un soldado aqueo advirtió sus esfuerzos y le cortó el cuello rápidamente. Después se arrodilló junto a la mujer caída para despojarla de su espléndida armadura. Casandra vio que Pentesilea había sobrevivido a la primera carga. Su caballo estaba herido, pero aun se mantenía en pie.

La reina de las amazonas hizo girar a su montura y cargó contra un grupo de soldados de Aquiles, lo dividió y mató a más de uno con su lanza. Casandra advirtió el instante en que Aquiles fue consciente de su presencia: cuando ella derribó a un hombre que debía formar parte de su guardia personal. Vio su reacción y que se acercaba a la amazona, como si la invitase a desmontar y luchar cara a cara.

Pentesilea echó pie a tierra para enfrentarse con él, espada en mano. Era más alta que Aquiles y su alcance con su espada era mayor. Se acometieron con una serie de golpes, demasiado rápidos para poder seguirlos. Aquiles retrocedió y, por un instante, cayó de rodillas. Hizo alguna señal, de modo que sus hombres se precipitaron contra las otras guerreras. Entonces, rápido como una serpiente que ataca, se puso en pie y su espada se movió demasiado velozmente para ser captada con la vista. Pentesilea retrocedió unos pasos hasta tropezar con el flanco de su caballo. Luego, la implacable espada de Aquiles siguió acosándola hasta abatirla. Casandra oyó su último estertor cuando Aquiles cayó junto a la amazona. ¿Qué estaba haciendo aquel loco? Arrancó frenéticamente sus ropas, se echó sobre ella y, mientras le contemplaban horrorizadas, violó el cadáver.

¡Monstruoso, pensó, si al menos hubiese tenido mi arco! Aquiles había concluido y ahora combatía contra cuatro amazonas que acudieron a atacarlo. Abatió a dos al instante. Luego acometió a otra con una lanza hiriéndola de tal modo que, al retroceder, fue rematada por uno de los soldados. La mujer que restaba intentó a la desesperada recobrar el cuerpo de Pentesilea, pero se vio rodeada por gran número de enemigos y, al cabo de unos pocos minutos, no quedaba con vida una sola amazona. Los soldados recogieron y se llevaron los caballos que habían sobrevivido. Una sola hora de combate había acabado con las últimas de la tribu, con toda su cultura y sus recuerdos. Y aquel diabólico Aquiles había infligido el insulto último a una guerrera que se atrevió a desafiarle. Casandra no creyó ni por un instante que hubiese obrado a impulsos de la lascivia; había sido un ultraje perpetrado a sangre fría.

Pensó que hubiera sido oportuno que Apolo hubiera lanzado su flecha para alcanzarle en el mismo momento en que estaba poseído por la indescriptible soberbia. El dios que odiaba los excesos en la venganza o en la guerra habría sido el perfecto vengador. Aquiles, comprendió Casandra, no podía ser ya considerado un adversario honorable en el combate; era como un perro rabioso.

Pero los dioses lo contemplaron y nada hicieron. Si Aquiles fuese un perro rabioso, alguno habría acudido y le habría matado, no para vengar a los muertos sino para proteger a los vivosy acabar con la calamidad de esa pobre bestia enloquecida.

Y si Apolo no interviene, a mí que juré servirle corresponde hacer lo que el más inocente de sus sacerdotes esperaría del dios. Por vez primera desde que muy joven se arrodilló ante el Señor del Sol para aceptarlo, supo con claridad por qué había acudido al templo de Apolo. Miró por última vez el cuerpo de Pentesilea, vergonzosamente desnudo en el campo, y luego se volvió. Había llorado cuanto le fue posible aquella mañana, cuando suplicó a Pentesilea que no saliese. Ya no le quedaban lágrimas.

Se dirigió al templo y a sus habitaciones. Del cofre que allí tenía sacó el arco que le regaló Pentesilea, ornado de complejos dibujos dorados e incrustaciones de marfil como el del mismo Apolo. Tomó una saeta sencilla, la necesitaría para determinar su alcance, y en su aljaba puso además la última de las flechas envenenadas que había hecho el viejo centauro Quirón.

Advirtió que temblaba de pies a cabeza. Bajó a las cocinas, halló un poco de pan duro y miel y se obligó a corner Las mujeres cocían pan para la fiesta de funerales de la Gran Serpiente y rogaron a Casandra que aguardase a que sacaran pan tierno, pero rechazó cuanto le ofrecían excepto una taza de vino aguado. Todas se quedaron sorprendidas al ver a su sacerdotisa armada, más se abstuvieron de hacer preguntas; debido a su rango, suponían que cuanto hiciese tendría un buen propósito por misterioso u oscuro que pareciera y no debían formular reparos.

Luego, deliberadamente, descendió a la cámara más secreta del templo y de un cofre del que sólo tenían llaves algunos de los sacerdotes y sacerdotisas importantes, sacó cierta túnica ornamentada con adornos dorados y la máscara de oro del Señor del Sol. Con manos diestras se la puso y ató sus cintas.

No estaba del todo segura de no hallarse cometiendo el peor de los sacrilegios. Pensó en Crises, revistiendo tales ropajes en su intento de seducir a una muchacha inexperta en aras de una lascivia que no podía satisfacer de otro modo; y se preguntó si, por el contrario, ella estaba sirviendo al honor de Apolo, ejecutando lo que era preciso y el dios no hacía.

Las sandalias formaban parte de la indumentaria; sandalias doradas con pequeñas alitas de oro sujetas a los talones. Se las ató, deseando que tuviesen auténticas alas para poder volar sobre el campamento aqueo. En silencio subió a la terraza desde la que se dominaba el campo de batalla y recordó cómo se había alzado allí Crises bajo la apariencia de Apolo para lanzar las flechas de la peste contra los argivos, y también que había gritado con la voz de Apolo.

Los cadáveres de las amazonas yacían envueltos en nubes de moscas. Los caballos habían desaparecido; los aurigas e infantes troyanos que salieron por la mañana se habían retirado tras las murallas de' la ciudad. Aquiles se pavoneaba entre sus propios guerreros, aguardando aparentemente a que alguien acudiera a desafiarlo. ¿No podían advertir sus propios hombres que su jefe había traspasado todos los límites de la cordura y de la decencia? ¡Y sin embargo aún le respetaban y admiraban!

No gritó como Crises; Apolo no le había indicado nada que decir, aunque fuese el dios de la canción. Tal vez alguien compusiera un canto acerca de aquello, pero no sería con sus palabras. Tensó el arco, apuntó con cuidado a Aquiles y soltó la flecha. Cayó un poco corta, pero ahora conocía su alcance. El héroe aqueo no había visto la saeta y continuó su deambular entre los carros. ¿Adónde podía apuntar cuando la armadura de hierro cubría tan completamente su cuerpo? Le observó de la cabeza a los pies hasta ver que, si bien el casco cubría su cara y su pelo, sus pies estaban calzados con unas sandalias que no eran más que un par de finas tiras de cuero. Allí sería entonces. Lanzó la flecha hacia sus pies.

Le alcanzó en un talón desnudo. Evidentemente, no creyó que se tratase de algo más que de la picadura de un insecto, porque le vio inclinarse para apartarlo de un palmetazo; entonces extrajo la saeta y miró a su alrededor para ver de dónde procedía. Uno tras otro, los soldados troyanos alzaron los ojos hacia el templo para ver qué miraban y señalaban los mirmidones de Aquiles. Casandra permaneció inmóvil; probablemente se hallaba fuera del alcance de un arco corriente que, además hubiera tenido que lanzar sus flechas hacia arriba, incluso si alguien hubiese tenido el valor de disparar contra quien podría haber sido el dios. Se sintió invulnerable; pero hubiera hecho lo que decidió, aunque hubiese sabido que sería asaetada bajo el sol cegador del mediodía.

Aquiles aún seguía en pie, mirando hacia el lugar de donde había partido la flecha, aún sin conocer la naturaleza de su herida. Pero al cabo de un tiempo, le vio echarse mano y señalar a su pie para indicar a uno de sus hombres que se lo vendara. Bien, pueden intentarlo, pero sabía que, aunque en aquel instante cortasen su pie, el veneno había penetrado ya en su sangre y Aquiles podía considerarse hombre muerto.

Aún paseó arrogante por el campo durante unos minutos más. Después se tambaleó y cayó. Ahora se hallaba en el suelo entre convulsiones. Estalló la confusión en el campamento aqueo y se alzó un gran grito de rabia y desesperación, no diferente del que se oyó tras la muerte de Patroclo. Abajo, en las murallas de la ciudad desde donde observaban las otras mujeres se alzaron gritos de júbilo y plegarias de agradecimiento a Apolo. Mas Casandra ya había bajad del parapeto y se hallaba en la cámara secreta, devolviendo la máscara y la túnica al cofre que cerró con su llav
e
" Cuando salió, el pueblo de Troya se agolpaba contra la muralla pugnando por saber lo sucedido.

—Uno de los caudillos aqueos ha muerto —le dijo alguien—. Puede incluso que sea Aquiles. Dicen que el propio Apolo apareció en lo alto de Troya y le alcanzó con sus flechas de fuego.

—¿De verás? —preguntó, con tono escéptico.

Y cuando le repitieron la historia, se limitó a comentar

—Ya era hora.

Desaparecido Aquiles, se extendió por Troya un sentimiento de confianza; todos aguardaban un rápido final de la guerra. No hubo período formal de duelo, ni Juegos fúnebres. Casandra sospechó que entre los aqueos eran pocos los que lamentaban sinceramente la muerte de Aquiles, aunque en torno de la pira fúnebre se alzaron algunos gemidos rituales. Casandra recordó a Briseida, que acudió a Aquiles por su libre voluntad, y se preguntó si la muchacha lloraría al amante que había idealizado. Casi deseaba qué así fuese. Incluso tratándose de Aquiles, no era justo que nadie que le llorase.

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