—Creo que está aquí —le contestó—. Su hijo se halla enfermo con liebres estivales; ella no bajó con las demás a las fiestas del esquileo.
Casandra había olvidado que la época del esquileo estaba ya próxima.
La muchacha se marchó y Casandra se sentó en un banco, cerca de la fuente, y disfrutó del silencio; cuando Miel fuese mayor tal vez podría enviarla a este lugar para que sirviera entre las potámides del dios. Un sitio agradable para que allí creciese una niña... quizá no tanto como cabalgar con las amazonas, pero aquello ya no era posible. Casandra empezó a comprender que apenas había comenzado a sentir pena por la muerte de Pentesilea. Había estado tan afanada en la venganza y después con otras muertes que tuvo que apartar a un lado su pesar hasta cuando dispusiera de tranquilidad para llorarla.
Pasará mucho tiempo antes de que pueda llorar a mi hermano, pensó, y a renglón seguido se preguntó por qué se le había ocurrido aquello.
Oyó pasos tras ella y se volvió. Al principio apenas pudo reconocer a Enone. La muchacha esbelta se había trocado en una mujer alta y corpulenta, de grandes pechos y profusos rizos que se enroscaban en torno de su cuello. Sólo los ojos en hondas órbitas eran los mismos; pero, aun así, Casandra dudó antes de pronunciar su nombre.
—¿Enone? Me ha costado trabajo reconocerte.
—Ninguna de las dos somos tan jóvenes y bonitas como fuimos antaño —dijo Enone—. Eres la princesa, sin duda... ¿Casandra?
—Sí —contestó—. Supongo que también yo he cambiado.
—Es cierto —declaró Enone—. Aunque sigues siendo bella, princesa.
Casandra esbozó una sonrisa.
—¿Cómo está el hijo de mi hermano? Me han dicho que se hallaba enfermo.
—Oh, nada serio, simplemente uno de esos pequeños trastornos que sobrevienen a los niños en verano. Se recuperará en uno o dos días. ¿Pero cómo puedo servirte?
—No he venido por mí —dijo Casandra—, sino por mi hermano Paris. Está muriéndose, de un flechazo y tú eres diestra en curar. ¿Vendrás?
Enone enarcó las cejas.
—Casandra, para mí tu hermano murió el día en que abandoné el palacio y no pronunció una sola palabra para reconocer a su hijo —afirmó—. Ha estado muerto para mí todos estos años. No siento ahora deseo de resucitarle.
Casandra supo en su corazón que debía haber esperado tal respuesta, que no tenía derecho a llegar hasta allí y solicitar nada de Enone. Inclinó su cabeza y se levantó.
—Puedo entender tu amargura —dijo—. Y sin embargo... él está muriéndose. ¿Es posible que siga siendo tan grande tu rencor para mantenerlo frente a la muerte?
—¿Muerte? ¿No crees que fue como la muerte para mí que me apartara de su vida sin una palabra, como si fuese una prostituta barata de las calles de Troya? ¿Y que no haya tenido durante todos esos años ni una palabra para su hijo? No, Casandra. ¿Me preguntas si es tan grande mi rencor? Aún no has empezado a saber nada de mi rencor y no creo que quieras saberlo. Vuelve a tu palacio y llora a tu hermano como yo le he llorado todos estos años. —Su voz se endulzó—. Mi rencor no se dirige a ti; siempre fuiste amable conmigo y así también se comportó conmigo tu madre.
—Si no vienes por Paris o por mí —suplicó Casandra—, ¿no vendrás tampoco por mi madre? Ha perdido a tantos hijos...
Su voz se quebró y se mordió los labios, no queriendo llorar en presencia de Enone.
—Si representase diferencia alguna... —empezó a decir Enone—. Pero ahora, con la ciudad en manos de un dios encolerizado... Ah, ¿te sorprende que lo sepa? También yo soy sacerdotisa. Vuelve a la ciudad y cuida de tu hija... Envíala a lugar seguro, si puedes; no hay mucho tiempo. No odio a la reina espartana pero nada me es posible hacer por Paris. Cuando me abandonó, ultrajó al Padre Escamandro, que es el propio Poseidón.
A Casandra nunca se le había ocurrido antes que el dios del río, Escamandro, fuese una advocación de Poseidón, El que Hace Temblar la Tierra. Pero Paris olvidó a la sacerdotisa del dios del río por la hija de Zeus Tonante y había osado juzgar en una controversia entre Inmortales, abandonando a los dioses de su propio país para servir a la Afrodita aquea.
—No soy culpable de su muerte —prosiguió Enone—. Su destino está en sus manos, como el tuyo y el mío está en las nuestras. Que los dioses te protejan, Casandra.
Alzó la mano en un gesto de bendición y Casandra se encontró descendiendo por la colina, mientras se sentía como una campesina expulsada de la presencia real.
Cuesta abajo, el retorno fue más breve que la ida. Cuando por fin llegó al palacio, oyó los gemidos. Paris había muerto. Pese a sus palabras de ánimo a Helena, estaba segura de que no podría sobrevivir mucho tiempo a tal herida.
Salió a la terraza para observar la planicie en donde los ejércitos aqueos se afanaban en la construcción. Entonces pudo ver la silueta imprecisa de lo que el andamiaje envolvía. Allí se alzaba enorme, tosca e inconfundible la figura de un caballo de madera.
Así que éste es su altar, pensó, la forma misma del propio
Poseidón, El que Hace Temblar la Tierra. ¿Creen que ese caballo coceará hasta derribar las murallas de Troya o que atraerá al dios para que las derribe?
Luego, sin saber por qué, fue presa de temblores violentos; de tal intensidad, que hubo de envolverse en el manto a pesar de la fuerza del sol. Se debieron al terror que le produjo, aunque desconociera la razón, aquella figura del caballo o del dios.
Incluso antes de que se celebraran las exequias de Paris, Deifobo se presentó ante Príamo y solicitó el mando de los ejércitos tróvanos. Cuando Príamo protestó, dijo:
—¿Qué otra opción tienes? ¿Hay alguien más en la ciudad salvo, quizás, Eneas? Y no pertenece a la casa real de Troya ni tampoco es troyano por su cuna.
Príamo se limitó a dirigir la vista al suelo, confuso.
—¿Te gustaría tal vez entregar los ejércitos a tu hija Casandra, que fue antaño amazona? —preguntó Deifobo, sarcástico.
Por vez primera desde la muerte de Héctor, Hécuba habló con voz clara y casi fuerte.
—Mi hija Casandra no mandaría los ejércitos de Troya peor que tú. Fuiste un niño cruel y codicioso y eres ahora un hombre arrogante y codicioso. Mi señor y rey Príamo, te ruego que busques a algún otro para que mande las fuerzas de Troya, o nos sucederá lo peor a todos nosotros.
Pero todos sabían que no había otro. Ninguno de los hijos de Príamo que quedaban con vida tenía edad o experiencia suficientes para dirigir los ejércitos. Cuando fue convocado ante las tropas y Príamo le otorgó formalmente el mando, Deifobo anunció:
—Sólo aceptaré el mando si se me otorga como esposa a Helena, la viuda de Paris.
—Estás loco. Helena es legítima reina de Esparta, no un botín que pase de un hombre a otro como una concubina.
—¿No? —preguntó Deifobo—. ¿No has tenido ya bastantes problemas de los que puede causar una mujer cuando se le deja elegir al hombre con quien compartir su lecho? Se casará conmigo y estará satisfecha de hacerlo. ¿No es cierto, Helena? ¿O preferirías volver con Menelao? Yo podría arreglar eso, si lo prefieres.
Casandra advirtió que Helena se estremecía, pero ésta se limitó a decir a Príamo en voz alta:
—Me casaré con Deifobo si así lo deseas, señor.
Príamo pareció turbado.
—Si existiera otro recurso, no te pediría eso, hija.
Helena se arrojó en los brazos del anciano.
—Basta con que sea eso lo que quieres de mí, padre.
La abrazó cariñosamente y sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Te has convertido en un miembro de nuestra familia, hija. No hay más que decir.
—Pues si todo está acordado —dijo Deifobo, casi a gritos—, que dispongan el festín nupcial.
—¿Es éste tiempo para festejar, con Paris muerto y aún insepulto? —protestó Hécuba.
—Puede que después no haya lugar —insistió Deifobo—. ¿O es que voy a ser el único entre los hijos de Príamo cuya boda no se festeje y honre?
—Poco es lo que hay que honrar aquí —comentó Príamo, en voz baja.
Sólo Hécuba y algunas de las mujeres le oyeron. Sin embargo, llamó a los criados y les ordenó que abriesen las bodegas, que mataran y asaran un cabrito y preparasen otros alimentos para la comida.
Casandra fue con las mujeres de palacio, entre las que figuraba la madre de Deifobo, a recoger frutas ya maduras y colocarlas en fuentes. Coincidía con Hécuba en que no era momento para fiestas, pero si la boda tenía que celebrarse, sería mejor que pareciera un asunto de elección y no de coacción. ¿Por qué había de oponerse ella cuando Helena lo aceptaba?
Pese a todos los manjares y a los músicos apresuradamente llamados, las nupcias no fueron alegres. El conocimiento de que Paris yacía muerto arriba llenaba de tristeza todo el palacio. Mucho tiempo antes de enviar al lecho a la novia y al novio, Casandra se excusó y partió. Contemplando desde arriba las luces, pensó que quizá los humildes de Troya, que disfrutaban de los víveres y del vino enviados del palacio de Príamo, creyeran que se trataba de una auténtica fiesta. Si criticaban a Helena era sólo por la facilidad con que se acomodaba a un nuevo matrimonio cuando aún había que enterrar a su marido. Que disfruten, pensó. Tal vez no les quede mucho tiempo para hacerlo.
Las exequias de Paris se celebraron a la mañana siguiente en presencia de Helena, majestuosa y pálida, y de su hijo Nikos, de nueve años, muy serio a su lado. Había insistido en que le cortasen el pelo en señal de duelo.
—Sé que no era mi padre —dijo—, pero fue el único padre que conocí y se mostró cariñoso conmigo.
Sus esfuerzos por no llorar, destrozaron el corazón de Casandra.
Una vez terminadas las ceremonias, con un suspiro de alivio, Deifobo declaró apresuradamente:
—Ahora que hemos concluido, bajaremos y nos ocuparemos de ese caballo como lo hizo Paris. Necesitaremos un buen barril de pez hirviendo o de resina de pino y unas cuantas flechas incendiarias. Pronto acabaremos con él. ¿Qué te parece, esposa?
La voz de Helena fue apenas audible.
—Debes hacer lo que creas mejor, esposo.
Se mostraba sumisa y mansa, como cualquiera de las mujeres de los soldados troyanos, sin apenas rastro de la belleza que le otorgó la diosa y que todos creyeron eterna. Las palabras eran también respetuosas, las mismas que podía haber dicho a Paris; pero Casandra pensó que, con aquella sumisión, estaba burlándose de él. Deifobo no parecía creerlo así; la miró con satisfacción y placer. Ahora tenía lo que siempre había envidiado: la esposa de Paris y el poder de Paris. Si aquel matrimonio había proporcionado felicidad al menos a una persona, no era del todo malo.
Pero a Andrómaca no se le había exigido nada semejante. Se le otorgó el tiempo necesario para llorar a Héctor. ¿Por qué tenía que negársele a Helena el mismo privilegio?
Pero Helena había actuado para mostrar a todas las mujeres que podían hacer lo que ella había hecho, y ellas deberían mostrarse agradecidas y también admirarla.
Deifobo estaba reuniendo a sus aurigas, para examinar rápidamente con ellos la estrategia que seguirían. Casandra vio cómo Helena se despedía de él y le recomendaba que tuviese cuidado en la batalla, exactamente como había hecho con Paris.
¿Sería que Helena estaba tan acostumbrada a plegarse a la voluntad de un hombre que le era indiferente la identidad del mismo? ¿O se hallaba tan anonada por la pena que no le importaba nada más? Si yo hubiese amado a alguien como ella amó a Paris v me lo hubieran arrebatado... Quiero mucho a Eneas pero cuando se aleja de mí sigo siendo yo misma. Si él tuviera que morir en vez de dejarme para volver al lado de Creusa, lloraría su muerte, inconsolable, pero no me destrozaría como la muerte de Héctor ha destrozado a Andrómaca. ¿Lloraba Andrómaca a Héctor o sólo la pérdida del lugar que le confería ser la esposa de Héctor?
Los aurigas se lanzaron a la carrera, a través de los soldados que retiraban el andamiaje en torno del monstruoso caballo de madera; éstos se dispersaron y huyeron por todas partes mientras una docena caían bajo las ruedas de los carros. Había en el aire un extraño olor acre que Casandra no pudo identificar. Cuando los aurigas se aproximaron al Caballo lanzaron sus flechas de fuego, pero éstas no incendiaron la figura.
Los soldados de Agamenón los atacaron desde el escondite que les ofrecía el andamiaje. Los troyanos lucharon con bravura, pero se vieron obligados a retirarse en sus carros hasta las murallas. Cuando se abrieron las puertas para dejarlos pasar, se entabló un combate. Era preciso impedir que los hombres de Agamenón y una multitud de los mirmidones de Aquiles, ahora acéfalos, penetrasen en las calles de Troya. Unos pocos lograron abrirse paso pero fueron abatidos en las callejuelas y los hombres de Deifobo lograron cerrar las puertas.
—Parece que volveremos a tener un asedio —declaró Deifobo—. Hay que evitar a cualquier precio que entren en la ciudad, lo que significa que estas puertas no se deben volver a abrir. Lo malo es que esa monstruosidad de allá afuera nos priva de ver lo que pasa en su campamento y en la llanura. Ni siquiera podemos quemarla; la han impregnado con algo que la hace incombustible, quizás una mezcla de vinagre y alumbre. Puede que haya sido un error quemar antes el andamiaje; les previno de que—eso sería lo primero que trataríamos de lograr.
—¿No será un acto sacrílego si representa a nuestro dios Poseidón? —preguntó Hécuba
—Yo lo quemaría primero y después haría las paces con
El que Hace Temblar la Tierra —contestó Deifobo—. Pero
ahora no arderá.
—¿Y es completamente imposible quemarlo? —preguntó Príamo.
—Haré cuanto pueda —dijo Deifobo—. Intentaremos lanzar flechas untadas de pez y confiar en que se prendan. Sigo preguntándome si habrán puesto ahí esa cosa para darnos algo en qué pensar y no podamos advertir lo que están haciendo en otro lugar, como tratar de abrir un túnel bajo las murallas por el lado de tierra o ascender hasta el templo de la Doncella y atacarnos desde allí.
—¿Crees que lo conseguirían? —preguntó Hécuba, temerosa.
—Seguro estoy de que lo intentarán. Bien atentos hemos de estar a todos los trucos que esté tramando ese maestro de bribones, Odiseo, distrayendo nuestros ojos y nuestras mentes con esa maldita cosa de allí.
Miró con odio al Caballo y alzó el puño en su dirección. La imagen del Caballo de madera deambuló aquella noche por los sueños de Casandra. En una pesadilla cobró vida, encabritándose como un garañón y pateando el suelo. Luego coceó, y la fuerza de sus poderosos cascos derribó la puerta principal de Troya mientras del Caballo surgía un ejército que asolaba las calles. Su cabeza se alzaba negra, como la de un dragón, sobre las llamas que consumían la ciudad. Cuando se despertó, tan vivido le parecía el sueño que, sin echarse nada sobre su camisa de noche, salió a la terraza y contempló la llanura. Allí estaba como antes, sólido e inmóvil a la pálida luz de la luna, el Caballo de madera. No era ni siquiera tan grande como le había parecido en su sueño. Es tan sólo algo de madera y pez, pensó, tan inofensivo como la imagen que se alza junto al Escamandro. Ante el Caballo ardían unas pálidas antorchas. ¿En homenaje a Poseidón? Recordó la visión en la que contempló a Apolo y a Poseidón contendiendo por la ciudad y acudió al templo para arrodillarse y rezar.