—¡En nombre de Zeus Tenante, Aquiles! —estalló Agamenón—. ¡El rey de Troya sólo tiene una palabra! ¡Entrégale lo que vino a buscar!
—No creo que un padre desee ver el cuerpo de su hijo en el estado en que se encuentra ahora —dijo Aquiles deliberadamente, observando el rostro de Príamo mientras hablaba, como un niño cruel que arranca las alitas de los polluelos—. Prefiero que tenga una apariencia que pueda contemplar su madre.
Tan pronto llegaron a Troya, Príamo impuso a todos los de su casa una frenética actividad para despojar al palacio de los ornamentos de oro, exigiendo de las mujeres collares, pendientes y anillos de oro y recogiendo de la mesa copas del mismo metal, incluso antes de abrir la cámara del tesoro. Hizo después que trasladasen todo aquello a las murallas.
Envió a buscar a un sacerdote del templo del Señor del Sol para que equilibrase la balanza. Llegó Crises, y por una vez estuvo de veras demasiado ocupado para prestar la menor atención a Casandra mientras montaba poleas y pesos. Ella observó su trabajo, comprendiendo los principios en que se basaban, pero consciente de que ella carecía de la destreza y el conocimiento imprescindibles para hacerlo. Cuando quedó montada aquella balanza de extraña apariencia, le pidió que se colocase en una de las plataformas para probarla.
—Mantente como si fueses un peso muerto —le dijo.
—Lo intentaré.
Ocupó su puesto y vio cómo las gentes del palacio apilaban el oro en la otra plataforma. Se sorprendió de la insignificancia del montón que equilibró su peso, alzándola lentamente en el aire. Él captó su asombro y dijo:
—El oro es más pesado de lo que cree la gente.
Estaba segura de que Aquiles sabía de antemano y con precisión cuánto oro conseguiría. Después retiraron el oro y lo apilaron.
—Tu peso en oro, Casandra —señaló Crises—. Si fuese mío, lo ofrecería todo por ti.
—No empecemos de nuevo, hermano.
—¿Debo entonces renunciar a toda esperanza de felicidad en este mundo?
—Si lo que deseas es una esposa —le contestó, en tono colérico—, hay mujeres de sobra en Troya.
—Sabes que para mí no existe ninguna más que tú.
—Entonces temo que vivirás y morirás célibe —afirmó Casandra—. Aunque todo ese oro fuese tuyo y pudieras comprarme con él.
Bajó de la plataforma, observando el montón de oro que igualaba su peso. Jamás se había sentido muy interesada por las joyas, y sólo podía maravillarse de que aquel bulto inerte provocase tanta codicia en la gente. De algún modo, aun conociendo a Aquiles como le conocía, no creía que hubiera podido convencérsele sólo con el oro; pensaba que tramaría alguna otra humillación para la casa real de Troya.
Sobre ellos, el sol comenzaba a elevarse, iluminando las piedras más altas. Casandra subió a la muralla y extendió en silencio sus brazos en mudo saludo al dios.
—Canta el himno matinal, Casandra —le pidió Crises—. Tu voz es dulce, pero pocas veces nos es dado escucharla, ni siquiera en honor de Apolo.
Negó rotundamente con la cabeza. Si cantaba, volvería a acusarla de que se proponía hechizarlo.
—Prefiero cantar sólo en presencia del dios —murmuró.
Llegó Príamo con sus sirvientes y otro cesto de oro. Aunque la preciada mercancía apenas cubría el fondo del cesto, era tan pesada que hubo de ser llevado entre dos hombres.
—¿Está preparada la balanza, sacerdote?
—A tu disposición, mi señor, para lo que te plazca.
—¿Que me plazca? ¿Crees, estúpido, que me place todo esto? —le preguntó Príamo, con enojo.
Aún vestía la blanca túnica de suplicante, manchada con el barro del terraplén. Y de barro estaban también cubiertos sus pies descalzos.
Polixena le cuchicheó unas palabras, pero él las contestó en voz alta.
—¿Piensas que por ese maldito Aquiles debo bañarme, peinar mis cabellos y vestir bellas prendas como si fuese una boda y no a un funeral? !Y tampoco me importa si éste es el primero entre los sacerdotes del Señor del Sol; no deja por eso de ser un estúpido!
Tiró de la manga de su padre. Príamo estaba llorando con la cabeza inclinada. Lo sostuvieron entre Polixena y Casandra, y salieron de la tienda rápidamente, para que Príamo no oyese la risotada de Aquiles a sus espaldas.
Casandra se tapó la boca con la mano; parecería inoportuno sonreír en aquel momento. Había poco de que sonreír, exceptuando la expresión que mostraba el rostro de Crises, que parecía decirle que su padre había hablado con el tono avinagrado de la senilidad.
Príamo ordenó a sus criados que colocaran el cesto junto al oro apilado.
—Ahora esperemos a Aquiles —dijo—. No sería muy extraño en él forzarnos a un acuerdo tan degradante como éste y luego hacernos esperar todo el día... o no aparecer. —Accedió ante testigos —le recordó Polixena—. Ellos le harán venir. Están ansiosos de proseguir la guerra ahora que no tienen que enfrentarse a Héctor.
Se produjo un silencio mientras las gentes de la casa de Príamo se congregaban lentamente en la muralla. Hécuba y Andrómaca flanqueaban al rey.
Casandra no estaba segura de qué esperaba: tal vez el carro de Aquiles, corriendo frenéticamente como de costumbre hacia las murallas. Mantuvo puestos los ojos en el sol naciente hasta que le dolieron.
Crises estaba a su lado y aprovechó la ocasión para cogerla del brazo como si le prestase apoyo. Ella se sintió exasperada pero no quiso llamar la atención apartándose. El sacerdote anunció:
—Se advierte movimiento en el campamento argivo. ¿A qué aguardan?
—Quizás a humillar aún más a mi padre, viéndolo desmayarse, exhausto por el calor —murmuró—. Comparado con Aquiles, Agamenón es un hombre noble y amable.
—Poco conozco de él —repuso Crises—, mas sí lo suficiente para no desear ver el destino de Troya en sus manos; y la salud y la fuerza de Príamo son ahora la única esperanza que nos queda.
Poca esperanza es ésa, pensó ella, pero calló. No deseaba hablar con nadie de los temores que le inspiraba su padre, y desde luego no con un hombre del que desconfiaba.
—Mirad —dijo Polixena y señaló, alzando apenas su brazo.
Allá lejos, en la llanura, se movían unas figuras que parecían acercarse. Casandra distinguió a Aquiles, cuyos pálidos cabellos brillaban bajo la cegadora luz del sol. Iba a la cabeza de un pequeño grupo. Tras él, ocho soldados portaban un cuerpo en una camilla, que sólo podía ser el de Héctor, y después una media docena de caudillos aqueos, todos revestidos de sus armaduras pero sin armas.
Al menos por una vez. Aquiles ha cumplido su palabra. Respiró hondo, comprendiendo entonces que, hasta distinguir el cadáver de Héctor, no había creído ni por un momento que llegara a verlo.
Ya estaba muy cerca, y pudo distinguir cada uno de los rostros e incluso el dibujo de los bordados del paño mortuorio que cubría el cuerpo de Héctor. Al llegar, Aquiles se inclinó ante Príamo.
—Como prometí, Señor de Troya, te entrego el cuerpo de tu hijo.
—El rescate te aguarda, príncipe Aquiles —contestó Príamo, dirigiéndose hacia la camilla, echando hacia atrás el pesado paño mortuorio para descubrir el rostro—. Mas permíteme primero que me asegure de que es en verdad el cadáver de mi hijo...
Hécuba se acercó a él mientras tiraba del paño. Pentesilea estaba junto a ella por si necesitaba apoyo. Casandra se afirmó, dispuesta a oír a su madre estallar en gemidos o gritos pero simplemente asintió y se inclinó para besar la fría y blanca frente.
—La balanza ha sido montada por un sacerdote de Apolo que es diestro en tal arte. Si quieres comprobar los pesos... —dijo entonces Príamo.
—No, no —respondió Aquiles con una sorprendente afabilidad—. Sé muy poco de tales cosas. Crises condujo a Aquiles hasta la balanza. —Actuaste en contra de tu propio interés, príncipe Aquiles, cuando dejaste que se destrozase de tal modo el cadáver de Héctor. En perfectas condiciones, te habría proporcionado más oro.
La observación parecía burda e inoportuna. Al advertir el temblor de las manos de Crises y el inusitado brillo de sus pupilas, Casandra se preguntó si a hora tan temprana habría estado bebiendo vino puro o sazonado con semillas de adormidera hasta el punto de olvidar en presencia de quien se hallaba.
—Vayamos al caso. —Dijo Príamo secamente. Hizo un gesto, y alzaron el cuerpo de Héctor para depositarlo en la plataforma. Los servidores de Príamo empezaron a colocar oro en la otra, unas cuantas piezas de cada vez. Aquiles observaba, sonriendo levemente, cuando la plataforma que sostenía el cuerpo tembló y comenzó a alzarse del suelo. Casandra se preguntó si a los demás les parecía la escena tan grotesca como a ella.
La balanza osciló y vibró hasta el punto de que el cadáver se deslizó hacia un lado, pero no cayó. El viento se alzaba en las alturas de Troya pero, allí abajo, en las murallas, la atmósfera mantenía una quietud opresiva, casi asfixiante. Casandra advirtió que de ninguna parte de la ciudad llegaba el sonido del canto de un solo pájaro. ¿Era esto también parte del presagio que había recibido? ¿Estaban a punto de ser ultimados por Poseidón? Que ataque ahora y acabe con esta obscenidad, con esta parodia de la decencia y del honor. Fijó los ojos en una de las cuerdas de las poleas y allí mantuvo su mirada. La cuerda tembló y cayeron varios ornamentos de oro. Vamos, Poseidón, ¿es esto lo mejor que puedes hacer por Héctor?
Uno de los esclavos de Príamo recogió los ornamentos y volvió a colocarlos en el lugar de donde habían caído. Añadió un pesado peto de oro y la plataforma bajó de golpe. Evidentemente soportaba más peso que la del cadáver. —Es demasiado —dijo Príamo.
Y la retiró, reemplazándola por un collar de oro de varias vueltas.
—Ahora falta un poco —afirmó Aquiles, cuyos ojos observaban codiciosos el peto.
Polixena se adelantó, se quitó sus—largos pendientes y los lanzó a la plataforma. La balanza osciló y luego se detuvo, equilibrada.
—Ya está —dijo—. Es suficiente. Toma tu oro y márchate. La mirada de Aquiles se trasladó del oro a Polixena. Sus ojos brillaban.
—Respecto al oro, una muchacha dorada como ésta podría sustituirlo —dijo—. Rey Príamo, te perdono la mitad del rescate por esta mujer, incluso si es una de tus esclavas o concubinas.
—Soy hija de Príamo —contestó Polixena— y sirvo a la Doncella, que no es amiga de la lascivia ni siquiera en un rey o en el hijo de un rey. Conténtate con el oro y tu palabra empeñada, Príncipe Aquiles, y déjanos con nuestro cadáver.
Aquiles apretó los labios con fuerza y Casandra vio como se destacaba una vena en su frente.
—¿Sí? ¿Me la entregas entonces con honor, en legítimo matrimonio, a cambio de una tregua de tres días para enterrar a tu hijo? —propuso—. De otra forma, la guerra se reanudará al mediodía.
—¡No! —tronó la voz de Odiseo entre las silenciosas filas de los caudillos aqueos—. Esto es demasiado, Aquiles, honra tu palabra, como juraste, o te verás al mediodía luchando contra mí. Prometimos a Príamo una tregua de tres días para los funerales de Héctor y así será.
Aquiles se vio obligado a aceptarlo, contra su voluntad.
Alzó una mano hacia sus hombres. Éstos metieron el oro en cestos, con los cuales cargaron, y se alejaron por la llanura del mismo modo en que habían venido.
Casandra no se quedó a presenciar cómo organizaban los Juegos fúnebres, aduciendo sus obligaciones en el templo. Debía ir sin demora para ver lo que presagiaban las serpientes. Al parecer, nadie había advertido el peso de la mano, o de la punta de un dedo, de Poseidón. Emprendió con celeridad la larga subida hasta el templo del Señor del Sol. Al cabo de un momento, advirtió que Crises la seguía. Bien, aunque así fuera, tenía tanto derecho como ella a entrar en el templo. Pero no se acercó ni le habló hasta que franquearon la entrada.
—Sé lo que ocurre en tu mente, princesa —dijo—. También yo lo sentí. El dios se halla irritado con Troya.
Parecía pálido y ojeroso, ¿qué había estado bebiendo tan de mañana? ¿Algo quizá para aguzar sus visiones, o su entendimiento?
—No estoy segura de haberlo sentido —empezó a decir ella—. No sé si lo soñé o imaginé.
—Si lo soñaste, también lo soñé yo —dijo él—. Ahora sólo es cuestión de tiempo. ¿Por cuánto tiempo puede retrasar Apolo toda la furia del golpe de Poseidón? También yo los he visto luchando por Troya...
Recordando su propia visión, ella contestó: —Es verdad. Ningún mortal puede quebrar las murallas de Troya. Pero sí un dios.
—Hay fuera un ejército más poderoso que todas las fuerzas de Troya —afirmó Crises—. Y nuestro más grande campeón aguarda sus funerales mientras ellos tienen tres guerreros que superan a los mejores nuestros. —¿Tres? Reconozco que Aquiles...
—Agamenón, que podría aventajar a Paris y a Deifobo juntos si fuera preciso, y Odiseo y Ayax que igualaban a Héctor, aunque ninguno le superó.
—Bien —dijo Casandra, preguntándose a dónde iría a parar—. Mientras nuestras murallas resistan, eso no importa; y si está predestinada su caída..., entonces conoceremos lo que nos está reservado.
—No deseo quedarme a presenciar la caída de la ciudad. Si fuese un guerrero, permanecería y lucharía. Pero no fui adiestrado en el manejo de armas y no estoy capacitado ni para defenderme a mí mismo. ¿Vendrás conmigo, Casandra? No deseo que mueras cuando la ciudad caiga.
—Me gustaría que el único peligro que me acechara fuese la muerte.
—Pretendo ir a Creta en la primera nave que pueda hallar y he oído que hay un navío fenicio en alta mar, fuera de la ensenada. Ven conmigo y nada tendrás que temer.
—Salvo a ti.
—¿No puedes perdonarme un instante de locura? —preguntó Crises—, en tono suplicante. Respetaré tu honor, Casandra. Me casaré contigo si quieres o, si estás resuelta a no casarte, juraré que viajaremos como hermana y hermano, que no pondré ni siquiera un dedo sobre ti.
Pero yo no confiaría en tus palabras, aunque jurases por la virtud de tu propia madre, pensó y negó con la cabeza sin ira. —No, Crises, créeme, te agradezco la proposición. Pero los dioses han decretado que desempeñe un papel en Troya. No sé aún lo que me han destinado, pero sin duda me lo dirán cuando lo crean necesario.
—Ciertamente de nada servirás como una lanza cuando la ciudad caiga —afirmó Crises—. ¿Te quedarás para consolar a tu madre y a tu hermana cuando se las lleven cautivas los capitanes argivos? ¿De qué les servirá?
Casandra le lanzó una mirada aguda. Daba la impresión de no haber comido durante mucho tiempo, pero su aspecto no sólo revelaba inanición. Su corazón se condolió por él; no lo amaba como él hubiera deseado, pero lo conocía desde años atrás y no le deseaba mal alguno.