—Y mostrarle el oro de Troya puede suscitar en él la codicia si no podemos apelar a su honor —añadió Andrómaca.
—Difícilmente podríamos apelar a su honor —afirmó Paris—. Es obvio que no lo tiene. La cuestión es averiguar cómo podríamos conseguir persuadirle de que nos entregue a Héctor para que le enterremos.
—Me presentaré ante él como suplicante —dijo Príamo, empezando a quitarse las lujosas prendas—. Traedme mi atuendo más sencillo y, además, iré solo.
—¡No! —gritó Hécuba, cayendo de rodillas con el apremio de su desesperación—. ¡Ya hemos visto que no siente respeto por el cumplimiento de las costumbres, o Héctor estaría en su tumba! Si te pones a su alcance, te matará o te maltratará, y quizá dé a tu cuerpo el mismo trato vejatorio que ha dispensado al de Héctor. No puedes ir sin escolta.
—Acudiré primero a nuestro viejo Odiseo, quien me llevará protegido hasta Aquiles —dijo Príamo—. Sabemos que le interesa que Odiseo tenga buena opinión de él; no me agraviará en su presencia.
—Eso no es suficiente —protestó Hécuba, aferrándose con fuerza a sus rodillas—. Si decides cometer esa locura, no darás un solo paso porque no te dejaré ir.
Príamo trató de desembarazarse de ella, pero Hécuba resistió. La miró con tristeza.
—Vamos —dijo al fin—. ¿Qué quieres que haga? Si acudo a Aquiles con hombres armados, pensará que trato de desafiarle en combate singular. ¿Es eso lo que deseas?
—¡No! —gritó Hécuba, pero no lo soltó.
—Bien, ¿qué es pues lo que pretendes que haga? ¿Por qué una mujer no puede ser nunca razonable?
—¡No lo sé, señor y amor mío, mas no irás solo en busca de ese loco!
—Dejadme ir —dijo Andrómaca, con serena dignidad—. Dejadme que lo obligue a explicar a la viuda y al hijo de Héctor por qué no aceptará el pago de un rescate.
—Oh, querida mía... —empezó a decir Príamo, pero Hécuba le interrumpió indignada.
—Si crees que permitiré que lleves a mi nieto cerca de ese demonio... —dijo, dirigiéndose a Andrómaca.
—Se me ocurre una idea mejor —intervino Helena—. Llévate a un sacerdote... aunque sólo sea como testigo ante los dioses. Aquiles teme a los dioses...
—Mejor aún —contestó Príamo—. Llevaré dos sacerdotisas, Casandra y Polixena. Una sirve a Apolo y otra a la Doncella; así que, sea cual fuere la inmortal que tema Aquiles, tendrá un testigo de su impiedad. —Se volvió hacia Casandra—. ¿Tienes miedo de ir con tu anciano padre a presencia de Aquiles?
—No, padre —replicó—, e iré armada o desarmada, según sea tu voluntad. ¿Has olvidado que fui adiestrada como guerrera?
—No —declaró Polixena, con su vocecilla infantil—. Nada de armas, hermana. Iremos descalzas y con los cabellos sueltos, suplicando merced. Halagará su vanidad que nos arrodillemos a sus pies. Ve y viste una simple túnica blanca sin bordados ni cintas, y deshaz tu peinado... o córtate el pelo en señal de duelo.
Se apoderó de las tijeras que aún tenía Paris.
Cortó sin dudar sus largos y rojizos cabellos, prescindiendo de los gritos de protesta de su madre. Luego prosiguió con los de Casandra y, cuando ésta miró espantada cómo caían al suelo las trenzas que hasta entonces le habían llegado a la cintura, clamó:
—¿No es una ofensa a tu orgullo, Héctor?
No lo diría si creyese que a Héctor le importa, pensó Casandra, pero tuvo la cordura suficiente para no expresar en alta voz su pensamiento. Dejó que Polixena la despojara de sus anillos y del collar de perlas que lucía, y que después se quitara sus propias joyas. Príamo sólo conservó en un dedo un anillo con una enorme y bella esmeralda, un regalo para Aquiles, según dijo, y hasta se despojó de las sandalias. Casandra tomó una antorcha en la mano y Polixena otra y descendieron del palacio con su padre. Ante las puertas de Troya, Príamo rogó a sus servidores que se fueran.
—Sé que no deseáis abandonarme —dijo—, pero si no logramos hacer esto solos, es probable que no se logre. Si Aquiles no escucha a un padre y a unas hermanas angustiadas, no escuchará a toda la fuerza armada de Troya. Volved.
Muchos de ellos lloraban de dolor y de miedo por él. Pero al fin, uno a uno, volvieron la espalda y los tres suplicantes franquearon la puerta ya abierta e iniciaron su camino por la llanura a la luz de sus dos antorchas.
Bajo sus pies, el suelo estaba aún húmedo por de la lluvia de la noche anterior. Reinaba una gran oscuridad porque el cielo se hallaba cubierto de densas nubes que a veces se abrían para mostrar una luna deslustrada. Casandra se estremeció bajo su liviana túnica. De sus pies embarrados ascendía la sensación de trío y se preguntó si se abrirían los cielos a un nuevo aguacero. Era aquélla una misión inútil. Pero, ¿cómo negarse, si le proporcionaba paz a la mente de su padre?
Advirtió, con dolor de su corazón, que Príamo caminaba lentamente, como si apenas pudiera contar con sus piernas y fuese arrastrado tan sólo por la fuerza de su voluntad. ¿Será esto su muerte? ¡Oh, maldito Héctor por haber tenido la mala fortuna y el mal juicio de acudir a hacerse matar! pensó, andando torpemente tras Polixena con los ojos tan cargados de lágrimas que apenas podía ver adonde se dirigía.
¿Seguía Héctor allí en la llanura, ligado de algún modo a ese montón de carne putrefacta que arrastraba el carro de Aquiles? ¿Por qué no se mostraba y hablaba con ellos para impedir que su padre se humillase ante Aquiles? No, Héctor le había dicho adiós y le anunció que no volverían a encontrarse. ¿La habrían creído su padre y su madre si hubiese dicho que había contemplado las ruinas de Troya? ¿O habría aumentado su ansiedad de arreglar todas las cosas mientras aún había tiempo?
Un centinela solitario les dio el alto:
—¿Quién va?
La voz de Príamo sonó débil y temblorosa. Casandra jamás había advertido cuan anciano y caduco parecía.
—Príamo, hijo de Laomedonte, rey de Troya; busco parlamento con Aquiles.
Se oyó un murmullo de voces y, al cabo de un rato, una antorcha destelló ante ellos.
—Señor de Troya, bienvenido; pero si traes guardia armada, debes dejarla aquí.
—No llevo guardia ni armada ni desarmada —respondió Príamo—. Vengo sólo como suplicante a Aquiles; mi única compañía son mis dos jóvenes hijas.
Parecía, pensó Casandra, como si fuesen niñas pequeñas y no mujeres adultas que rebasaban de los veinte años. Como si lo hubiera expresado con palabras, Príamo añadió:
—Ambas son sacerdotisas consagradas, una a Apolo y otra a la Doncella; ninguna es esposa de guerrero.
—¿Por qué están aquí entonces?
—Sólo para sostener a su padre si tropieza en el camino —dijo Polixena cuando la luz tocó su rostro.
—Soy conocida de los capitanes aqueos. Estuve presente en las negociaciones para el retorno de Criseida, hija de un sacerdote de Apolo. —Casandra agregó.
Después se preguntó si debería haber mencionado aquello. Aquiles no había salido de aquel encuentro tan bien parado como para desear recordarlo.
Pero evidentemente el centinela no lo sabía o no le importaba.
—Pasad entonces —dijo, y tras bajar la luz, agregó—: Seguidme.
Les condujo por un terreno marcado por las ruedas de los carros hacia la luz que se filtraba en la tienda de Aquiles. En el interior, la temperatura era tibia e incluso existía un cierto grado de comodidad: sillas cubiertas de pieles, tapices y una mesa con frutas y vino. Aquiles estaba sentado en el centro de la tienda como si se hubiera instalado para recibir en audiencia. En el extremo más alejado, en las sombras que quedaban entre la luz que producían media docena de lámparas, yacía la figura vendada y momificada de Patroclo, justo como Casandra le había contemplado en su visión. Más próximos a la puerta se hallaba Agamenón, y Odiseo junto a él con una copa de vino en la mano; todos con el aspecto de estar posando para un pintor. Aquiles parecía recién salido de un baño. Se veía muy limpio; su piel tan sonrosada como la de un niño; su pelo, que había sido cortado y despedía reflejos plateados a la luz, estaba siendo peinado por una esclava en quien Casandra reconoció a Briseida. Cuando fijó su mirada en Príamo, alzó una mano para que detuviera su tarea y la mujer retrocedió.
—Bien, Señor de Troya —dijo, y sus delgados labios se entreabrieron en lo que a juicio de Casandra fue una mueca de desdén—. ¿Qué te ha hecho salir en una noche como ésta?
¡Como si no lo supiera perfectamente! Pero resultaba obvio que Aquiles se hallaba dispuesto a disfrutar de la ocasión. Príamo se adelantó hasta la zona iluminada. Casandra y Polixena se acercaron una a otra, observándole. El rey de Troya se arrodilló con dificultad y extendió las manos en un gesto de súplica hacia aquel hombre joven.
—Oh, Aquiles, seguro estoy de que no necesito decirte a qué he venido. Te ruego que cumplas con lo que es acostumbrado y justo, y me entregues el cuerpo de Héctor, mi hijo, para que reciba adecuada sepultura.
Los músculos faciales de Aquiles se contrajeron levemente en una casi imperceptible sonrisa. Príamo prosiguió:
—Tú eres valiente, señor, y has luchado mucho; pero durante el tiempo en que nos has combatido, te devolvimos a tus muertos para que sus cuerpos fuesen entregados al fuego y sus espíritus enviados al Más Allá.
—Héctor me enfureció —dijo Aquiles—. No debiera haberse permitido la arrogancia de alzarse contra mí, a quien los dioses han jurado proteger.
Príamo se detuvo y tragó saliva; no sabía que responder a aquello. Casandra apretó los puños bajo sus amplias mangas.
¡Y se atreve a hablar de arrogancia!
Príamo volvió a hablar:
—Aquiles, un guerrero reta al mejor de sus adversarios. Y él ha caído, ¿no puedes mostrarte compasivo con la esposa y el hijo de Héctor, tú que tan poderoso eres?
—No, no puedo —dijo Aquiles.
Y Casandra pudo advertir que todos estaban atentos en espera de que continuara. Pero su silencio fue tan largo que pensó que no diría nada más. Pero entonces afirmó:
—He jurado tomar la venganza que me ha sido brindada.
Príamo se inclinó hacia adelante y puso sus manos en las rodillas de Aquiles. Sus palabras brotaron en torrente.
—Príncipe Aquiles, debes de haber tenido padre. ¿No puedes ser clemente en nombre de tu propio progenitor? Héctor era el mayor de mis hijos. Me sentía orgulloso de él como tu padre hubo de sentirse de ti. Y cuando el valiente Patroclo cayó en el combate, Héctor no intentó retener su cuerpo. ¡Honró a un bravo adversario caído! Acudió a los Juegos fúnebres en honor de Patroclo porque, afirmó, Patroclo no le regatearía una buena fiesta. Y declaró que confiaba en tener mucho de que hablar con Patroclo en el Más Allá. Ambos eran guerreros y esperaba que, cuando hubiesen concluido las luchas de este mundo, serían amigos como compañeros de profesión. Deja que sepultemos a Héctor para que descanse como tú harás con Patroclo.
Aquiles miró hacia el rincón en penumbra de su tienda, y Casandra advirtió que sus ojos se llenaron de lágrimas Podía advertir cómo se perseguían sobre sus rasgos las emociones: el odio, el desdén, la piedad, la pena; pero la pena predominaba. Evidentemente, su padre había hallado lo único que podía abrirse paso a través de la arrogancia y el desdén. Aquiles habló lentamente:
—Tienes razón, Señor de Troya; Patroclo cuenta, pues, con un amigo en el Más Allá. ¡Guardias! —bramó—. ¡Id y traednos el cuerpo del regio Héctor!
Los soldados se inclinaron y partieron.
Aquiles preguntó:
—Has hablado de un rescate. ¿Qué rescate me ofreces?
—A ti, noble Aquiles, te corresponde fijarlo —contestó Príamo.
Extrajo de su dedo la sortija y la pasó por un dedo de Aquiles.
—En primer lugar, te ofrezco esto con mi agradecimiento.
Aquiles la miró atentamente, calculando su valor.
—Supongo que Héctor es más importante para ti que unos cuantos carros capturados.
Este loco disfruta de la situación. Era obvio para Casandra que meditaba algo vergonzoso.
—He jurado que pagaré sin discutir todo lo que me pidas, príncipe Aquiles —dijo Príamo.
Aquiles se acarició el mentón, intentando obtener de aquella escena el máximo dramatismo.
—Agamenón ¿qué debo pedir como rescate?
—Algo bueno —dijo Agamenón, con ligereza—. El rey de Troya puede permitirse cualquier cosa que le pidas; su ciudad guarda tras sus murallas la mitad de las riquezas del mundo.
Odiseo le interrumpió.
—Tu nobleza será medida por tu generosidad, Aquiles —dijo—. ¿Dejarás que un troyano te exceda en generosidad?
Mantenía los ojos apartados de Príamo y de ellas. A Casandra le pareció que estaba avergonzado, y deseó que sólo hubieran tenido que tratar con él.
—Es fácil ver que siempre has sido amigo de los troyanos, Odiseo —dijo Agamenón—. No he olvidado cuánto me costó convencerte para que luchases a nuestro lado.
—La mitad de las riquezas del mundo —murmuró Aquiles observando con avaricia la sortija—. Pero aun así, no Quiero mostrarme demasiado codicioso. ¿Qué haría yo con a mitad de las riquezas del mundo? Sólo pediré el peso en
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—o del cuerpo de Héctor.
—Lo tendrás —afirmó Príamo, sin alterarse—. Lo he jurado.
Pero esto es intolerable, pensó Casandra; jamás se pidió ni se pagó semejante rescate en toda la historia de las guerras. Sólo Aquiles podía proponer una cosa así. Odiseo hizo un movimiento brusco, como si estuviese a punto de protestar, pero no habló. Casandra supo por qué: una palabra inoportuna podría desencadenar la locura de Aquiles e impedir cualquier acuerdo.
—Al amanecer será pesado ante tus ojos junto a las murallas de Troya —dijo Príamo—. Recibirás, Príncipe Aquiles, hasta la última onza.
Se inclinó para que Aquiles no pudiese ver en su cara el profundo desprecio que sentía.
Aquiles sonrió. Había conseguido lo que deseaba, y lo había obtenido en presencia de sus aliados.
—¿Beberás conmigo para celebrar el trato, Señor de Troya?
—Gracias —respondió Príamo.
Era obvio que hubiera preferido escupir el vino al rostro de Aquiles, pero alzó la copa que el príncipe puso en su mano y bebió. Después la pasó a Polixena y luego a Casandra, quien se llevó la copa a los labios sin probar el líquido.
—¿Puedo pues llevarme el cuerpo de Héctor para que su madre y sus hermanas lo preparen para el sepelio?
—Te será devuelto lavado y decentemente amortajado, ungido con aceite y especias, al amanecer, ante las murallas, cuando sea pagado el rescate —dijo Aquiles.