La Antorcha (68 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantástico, #Histórico

BOOK: La Antorcha
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—Pero yo he de permanecer aquí —clamó Andrómaca, apretando los puños—, y ver esto sin enloquecer de dolor, pero Príamo, hombre y rey, tiene que ser protegido de las palabras, no sólo de la escena... —Echó hacia atrás la cabeza y gritó—: ¡Yo misma bajaré, si es preciso, y persuadiré a ese hombre con un látigo de que no puede hacer eso ante toda la familia de Héctor!

—No —dijo Paris, abrazándola cariñosamente—. No, Andrómaca, no te escuchará. Te lo aseguro, está loco.

—¿Loco? ¿O finge locura para que paguemos un fuerte rescate por el cuerpo de Héctor? —preguntó Andrómaca.

Casandra no había pensado en aquella eventualidad.

Al fin Troilo, llevando consigo a dos de los otros hijos de Príamo, subió a comunicar al rey la muerte de Héctor. Mientras tanto, Paris y Eneas se armaron y partieron en un carro con el heraldo favorito de Príamo. Trataron en vano de que Aquiles los escuchara; él se limitó a azotar frenéticamente a sus caballos, negándose a escuchar una sola de las palabras que pronunció el heraldo.

Pasado cierto tiempo dejaron de intentarlo, deliberaron y se dirigieron al campamento principal de los aqueos para hablar con Agamenón y los otros caudillos. Poco después regresaron a Troya, con el desánimo pintado en sus semblantes.

Andrómaca se precipitó hacia ellos

—¿Qué dijeron? —preguntó, aunque era obvio que no habían tenido éxito.

Allá abajo, en la llanura, el carro de Aquiles seguía arrastrando en círculos el cadáver. Parecía dispuesto a continuar así al menos hasta el ocaso.

—No intervendrán para detener a Aquiles —informó Eneas—. Dicen que es su jefe. Y que debe hacer lo que le plazca con sus cautivos y prisioneros. Mató a Héctor y el cadáver es suyo, para obtener un rescate o para lo que quiera.

—Pero es monstruoso —afirmó Andrómaca—. ¡Vosotros no dudasteis en otorgarles una tregua para que llorasen a Patroclo! ¿Cómo pueden hacer esto?

—No querían hacerlo —explicó Paris—. Agamenón no osaba mirarme a la cara. Saben que están violando todas las reglas de la guerra, reglas que ellos mismos dictaron v que nosotros accedimos a cumplir. Pero también saben que no tienen posibilidad de triunfo sin Aquiles. Le encolerizaron una vez, y no quieren correr el riesgo de volver a enfurecerlo.

El sol había descendido mucho y sobre parte de la llanura de Troya se extendían ahora las largas sombras de las murallas.

—Sólo nos queda salir y luchar por su cadáver —dijo Paris.

Llamó a su escudero y empezó a ponerse la armadura —Llamad a las amazonas; con una carga y sus flechas podrán cubrirnos. Son fieras combatientes, más fieras que cualquier hombre —declaró Eneas—. Sacrificaré al dios de la guerra mi mejor caballo si conseguimos el cadáver de Héctor.

—Yo sacrificaré más que eso si me concede a Aquiles —afirmó Paris—. Héctor y yo no estuvimos muy unidos, pero era mi hermano mayor y le quería. Y aunque así no fuese, las obligaciones del parentesco me prohíben permanecer ocioso mientras su cuerpo es mancillado. Ni siquiera Aquiles puede tener pendencias con los muertos.

—Recuerdo que Héctor dijo que Patroclo y él tendrían mucho de que hablar en el Más Allá —manifestó Casandra. —Sí —repuso Eneas con tristeza—. Si Aquiles se detuviera en reflexionar, sabría que Héctor y su amigo serían buenos compañeros en las estancias de la Otra Vida.

—Confío en que sea voluntad de los dioses que no me halle cerca de Aquiles en el otro lado de la muerte —dijo Paris sombríamente—. O juro que, a menos de que aprenda allí algo que no me ha sido dado conocer en esta vida, quebrantaré la paz de ese mismo mundo cuando me encuentre allí con Aquiles.

—Oh, callaos —pidió Eneas—. Ninguno de nosotros sabe lo que pensaremos o haremos una vez franqueada esa puerta; pero en este mundo se nos ha enseñado que la enemistad concluye con la muerte y que lo que Aquiles está haciendo ahora es un ultraje y una atrocidad... así como también un insulto a las buenas maneras. Debería mostrar respeto por un enemigo caído; tú lo sabes, yo lo sé, los demás aqueos lo saben. Y te doy mi palabra de que, si Aquiles lo ignora, me sentiré feliz dándole una lección, aquí y ahora. ¿Están los soldados armados y dispuestos? —Sí —contestó Paris—. Abrid las puertas. Príamo pasó lentamente entre las filas y se dirigió a la parte de la muralla donde estaban las mujeres. Estaba tan pálido como la muerte, y Casandra observó que había llorado.

__Si rescatas el cadáver de mi hijo para que podamos enterrarlo honrosamente, podrás pedir como premio lo que te plazca —dijo a Eneas, cuando éste descendía camino de la puerta.

Eneas volvió, se arrodilló un momento ante él, y le besó la mano.

—Padre, Héctor era mi cuñado y mi compañero de armas. No necesito premio alguno por hacer lo que bien sé que él hubiera hecho por mí.

—Entonces que la bendición de todo dios que yo conozca descienda sobre ti —declaró Príamo.

Cuando Eneas se levantó, le dio un rápido abrazo y besó su mejilla. Luego le dejó ir y los hombres bajaron a la puerta.

Troilo pretendió unirse a ellos pero Hécuba gritó:

—¡No! ¡Tú, no!

Y lo sujetó por la túnica. Pero Troilo se desembarazó de ella y Príamo hizo señal a la reina de que lo dejase ir.

Hécuba se echó a llorar.

—¡Viejo cruel! ¡Padre desnaturalizado! Hoy hemos perdido un hijo. ¿Quieres que perdamos otro? —gritó.

—No es un niño —dijo Príamo—. Desea ir y no se lo prohibiré. Tampoco me opondría si buscara una excusa para quedarse, pero debo sentirme orgulloso de él.

—¡Orgulloso! —exclamó con rabia mientras observaba la carrera que emprendían los carros en cuanto franquearon la entrada— ¡Hay más de un loco aquí!

Casandra había visto luchar a las amazonas muchas veces y deseó haber podido cabalgar con ellas. Sin embargo, aunque el combate de la mañana le había parecido muy violento, fue suave comparado con la ferocidad de la batalla por el cadáver de Héctor.

Una y otra vez los soldados troyanos se lanzaron a ataques suicidas contra el carro de Aquiles, tratando de volcarlo, arrollarlo y apoderarse del cadáver. Pero las fuerzas conjuntas de Héctor y las amazonas no pudieron lograrlo Parecía como si el propio dios de la guerra acompañase a Aquiles. Más de una docena de soldados y siete amazonas cayeron en estas acometidas ante los aurigas de Agamenón mandados por Diómedes, y los más fuertes arqueros espartanos.

Cuando empezó a escasear la luz, se inició la retirada de los troyanos; y al desplomarse Troilo, atravesado por una saeta disparada por el propio Aquiles, Eneas dio por terminada la batalla y llevó el cuerpo de Troilo al interior del recinto amurallado.

—No quería vivir —dijo Hécuba, sollozando sobre el cadáver—. Se culpaba... le oí... de la muerte de su hermano...

En el rojizo crepúsculo, la nube de polvo que seguía al carro de Aquiles no mermaba.

—Parece que pretende proseguir durante toda la noche —comentó Paris—. No hay nada que podamos hacer.

—Es probable que yo sea capaz de ver en la oscuridad mejor que sus caballos —dijo Eneas—. Podríamos probar de nuevo a la luz de la luna...

—No hay razón para eso —intervino Pentesilea—. Ahora tienes un hermano al que enterrar y llorar; mañana habrá tiempo de volver a pensar en Héctor.

Hécuba, arrodillada ante el cuerpo de Troilo, alzó su cara sofocada por los sollozos, que parecía haber envejecido veinte años.

—Si es preciso, iré a Aquiles y le suplicaré por el amor de su propia madre que me deje enterrar a mi hijo —afirmó—. Seguramente tiene una madre y la honra.

—¿Crees de verdad que un ser humano ha podido parir a ese monstruo? —preguntó Andrómaca, llorando—. ¡Seguramente procede del huevo incubado de una serpiente!

—Como cuidadora de serpientes, me ofende lo que has dicho de ellas —dijo Casandra—. No existe serpiente tan cruel; matan para comer o defender a sus crías pero ninguna hace por placer la guerra a otra, sea quien fuere el dios al que sirva.

—Dejémoslo por esta noche —dijo Andrómaca—. Quizás el nuevo día le devuelva la razón.

Se apartó de la muralla, rehuyendo deliberadamente la visión del carro de Aquiles y de la nube de polvo que ocultaba el cadáver de Héctor. Levantó con suavidad a Hécuba cogiéndola de un brazo, y sostuvo con fuerza el peso de la anciana. Juntas subieron hacia el palacio.

Casandra se inclinó sobre el cuerpo sin vida de Troilo. Recordó la carita enrojecida y redonda con que había nacido, sus lloros y el modo en que alzaba sus puñitos. ¡Cómo había rezado su madre por tener otro hijo y cuan feliz se sintió cuando llegó! Pero a ella le alegraba siempre el nacimiento de un niño en el palacio, incluso de los que parían las concubinas; la reina era siempre la primera en tener al recién nacido en sus brazos, por humilde que fuese la madre.

Bueno, había prometido decírselo a Polixena. Subió lentamente por las calles hacía el templo de la Doncella. A la altura del patio exterior, en donde se levantaba la imagen de la diosa, el viento tiró hacia atrás su manto y sus cabellos.

Habían sido tantos los años vividos como sacerdotisa que casi había dejado de preocuparse acerca de la naturaleza de los dioses y diosas, de si verdaderamente procedían de algún lugar fuera de lo humano o si debían su existencia al afán del hombre por adorar las más grandes virtudes y su esencia divina. Sin embargo ahora, al contemplar el rostro sereno de la Doncella, se preguntó de nuevo: ¿Podía alguien humano o divino nacer sin una madre? ¿No era ese mismo concepto una blasfemia contra todo lo divino? Casandra no había parido ningún hijo pero su insatisfecha pasión de la maternidad había llevado a Miel hasta sus brazos y sabía que la protegería con su propia vida, como cualquier otra madre.

Con su misma madre compartía ahora un terrible dolor. Se sentía culpable de haber subestimado a Aquiles. Debería haber sabido que su locura le hacía aún más peligroso.

Mas, de haberlo advertido, no habría sido escuchada.

Una de las sirvientes del templo la reconoció y se acercó a preguntarle con deferencia cómo podía atender a la hija de Príamo.

—Deseo hablar con mi hermana Polixena —dijo.

La sirvienta fue a llamarla.

Al poco tiempo oyó pasos, y Polixena apareció en la estancia.

—¡Traes malas noticias, hermana! ¿Acaso nuestra madre o nuestro padre...? —gritó, al ver el semblante de Casandra.

—No, aún viven —le contestó—. Aunque ignoro las consecuencias que en definitiva tendrán para ellos las noticias que vengo a traerte.

Polixena, ya próxima a los treinta años, conservaba en su rostro la frescura de la piel de un niño. Se acercó y abrazó a Casandra, llorando.

—¿Qué has venido a anunciarme? Dímelo.

—Héctor... —empezó a decir, pero se detuvo al sentirse a punto de echarse a llorar.

—Lo peor —dijo después—, es que no sólo se trata de Héctor sino también de Troilo. —Se agarrotó su garganta, pero se forzó a continuar—. Ambos muertos en el espacio de unas horas, a manos de Aquiles; ese demente arrastra el cadáver de Héctor tras su carro y no quiere entregar su cuerpo para que sea enterrado...

Polixena estalló en sollozos y las hermanas se abrazaron, unidas como no lo habían estado desde que eran muy pequeñas.

—Iré de inmediato —declaró Polixena—. Nuestra madre me necesita. Voy a buscar mi manto.

Salió a toda prisa y Casandra pensó entristecida que aquello era cierto; ella no podía consolar a su madre. Incluso Andrómaca se hallaba más cerca de Hécuba que ella misma. Así había sido toda su vida. De sus hijos, Héctor era el más próximo al corazón de sus padres y Casandra la menos querida. ¿Sucedió así sólo porque ella era diferente de los demás?

Le destrozaba el corazón saber que ni siquiera en aquel terrible momento podía acercarse a su madre. Porque ella siempre conservaba el control de sí misma al no mostrar sus sentimientos, nadie creía que también necesitaba consuelo. Su tristeza, profunda y solapada, la hacía parecer ante su madre fría e inhumana, totalmente distinta de lo que debiera ser una mujer.

Polixena regresó cubierta con el pálido manto de las sacerdotisas. De su cintura colgaba algo envuelto en un paño. Sus ojos estaban enrojecidos, pero había dejado de llorar. Sin embargo, Casandra sabía que volvería a hacerlo al ver las lágrimas de su madre.

Me gustaría poder llorar. Héctor merece todas las lágrimas que derramemos por él Y se preguntó desesperada: ¿Qué es lo que me sucede que no puedo llorar por mis hermanos más queridos?

Mas, dentro de su corazón, una vocecilla juiciosa dijo: Héctor fue un estúpido; sabia que Aquiles era un loco que no se atenía a ninguna norma de guerra civilizada y, sin embargo, en nombre de algo que llamaba honor, se precipitó a la muerte. Ese honor le importaba más que su propia vida, o que Andrómaca o su hijo o el pensamiento del dolor que infringiría a sus padres. Y pese al horror que implicaba lo que Aquiles estaba haciendo con su cadáver, eso no incrementaba su tristeza por la muerte. Héctor estaba muerto y harto terrible era ya tal desgracia. ¿Qué podía empeorar el hecho?

De cualquier modo, todos moriremos; y pocos de nosotros tan rápida o benignamente. ¿Por qué no alegrarnos de que se le hayan ahorrado más sufrimientos?

Polixena entregó a Casandra el envoltorio, y ella sintió que había algo duro en su interior.

—Son mis joyas —dijo—. Nuestro padre puede necesitarlas para pagar el rescate del cuerpo de Héctor. Aquiles codicia tanto el oro como lo que él llama gloria; tal vez esto servirá de algo.

—Si es así, también ofreceré las mías —afirmó Casandra—. Aunque tengo pocas; sólo los anillos y las perlas de Colquis.

Juntas descendieron por la colina hacia el palacio. Ya era tarde. El sol se había ocultado tras un denso banco de nubes y el viento llevaba olor a tierra húmeda. En la llanura no se veía rastro del carro de Aquiles; había renunciado a su vergonzosa venganza, al menos por la noche.

—Tal vez emprendan una incursión nocturna para rescatarla —aventuró Polixena— o, si llueve, quizás Aquiles acepte el pago de un rescate; no querrá conducir su carro bajo una tormenta.

—No creo que eso suponga ninguna diferencia para él —afirmó Casandra—. Me parece que lo prudente sería aceptar la situación y hacer lo que él no espera. Dejar que se quede con el cadáver de Héctor y reunir mañana todas nuestras fuerzas para lanzarlas en un intento desesperado de dar muerte a Aquiles, a Agamenón y quizá también a Menelao.

Polixena la miró con auténtico espanto. Las primeras gotas de lluvia empezaron a confundirse en sus mejillas con las lágrimas.

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